Capítulo 2
El perturbador de la paz

El miércoles por la mañana, el señor Abbott no dejaba de mirar el reloj mientras despachaba otros asuntos. Le ilusionaba la entrevista con John Smith. A pesar de los años que llevaba en la editorial, no había perdido el entusiasmo ni se le había agriado el carácter. Los autores noveles y prometedores siempre podían contar con su apoyo. Ya no se esforzaba en prever el éxito o el fracaso de las novelas, pero seguía publicándolas con la esperanza de que todas ellas triunfaran en el mercado.

El viernes anterior, Sam Abbott, su sobrino, que acababa de entrar en la compañía Abbott & Spicer, irrumpió en el santuario del señor Abbott con una deplorable falta de buenos modales y anunció:

—Tío Arthur, el autor de este libro es un genio o es un imbécil.

Al oír estas palabras, algo se despertó en el corazón del señor Abbott, acaso un sexto sentido, y, esperanzado, tendió la mano para coger el sobado manuscrito. ¿Sería por fin el ansiado éxito de ventas?

Su yo sensato de editor y hombre de negocios lo advirtió de que Sam era nuevo en el oficio y le recordó las decepciones que, lamentablemente, se había llevado en otras ocasiones, en que autores que prometían ser cisnes resultaban modestos patos; pero la llama que ardía dentro de él aceptó impulsivamente el reto.

Esa noche se llevó el manuscrito a casa y a las dos de la madrugada todavía estaba leyéndolo. Leyéndolo y dudando. Disculpando las exageraciones de Sam, habida cuenta de su juventud e inexperiencia, la verdad es que había acertado con Crónicas de un pueblo inglés y había que reconocérselo. No era la obra de un genio, por descontado, pero tampoco eran torpezas de un idiota; el autor solo podía ser un hombre muy inteligente que se reía hasta de su sombra o una persona muy sencilla que escribía con toda la buena fe.

En cualquier caso, no le cupo la menor duda de que lo publicaría. La programación de otoño estaba casi completa, pero haría un hueco a Crónicas de un pueblo inglés.

Hacia las tres de la madrugada, cuando apagó la luz y se acurrucó cómodamente en la cama, empezó a pensar en el texto de promoción idóneo para presentar al mundo un libro tan fuera de lo común. Aunque, por descontado, el autor tuviera sus propias ideas, él estaba convencido de que había que redactarlo con sumo cuidado, sin dar la menor pista, ni la menor, sobre si el libro era una sátira exquisita, solo comparable al primer capítulo de La abadía de Northanger, o una sencilla crónica de acontecimientos vistos con la mirada inocente de un simple.

«En realidad es una sátira, para qué vamos a engañarnos —pensó cerrando los ojos—; sin ir más lejos, la escena romántica en el jardín a la luz de la luna, y la otra en la que el joven empleado de banca dedica a su cruel enamorada una serenata con mandolina; y la de las dos señoras dignas y formales que se compran pantalones de montar y se van al Extremo Oriente. Sin embargo, en conjunto es sencillo y fresco como el aroma del heno recién cortado. Heno recién cortado, me gusta —se dijo—. No sabía si ponerlo en el texto de promoción o dejar que lo descubriera el lector. ¡Qué tonto era el público! Era exactamente un rebaño de ovejas —pensó, adormilado—. Van uno detrás de otro como tontos, no reparan en tal libro, pero compran el de al lado solo porque lo compran los demás, aunque no hay manera de saber qué ven en el uno o dejan de ver en el otro. Pero este libro… éste tiene que salir. Hay que publicarlo».

Y, aún adormilado, se imaginó estanterías repletas de ejemplares nuevecitos de Crónicas de un pueblo inglés y al público pidiendo a gritos más ediciones.

«Tengo que decirle al autor que venga a verme», se dijo, sacudiéndose el sueño un momento. En cuanto lo viera sabría si el libro era una sátira o un relato convencional: tenía que averiguarlo, pues los misterios le intrigaban; pero nadie más lo sabría. Era preciso que John Smith se presentase en el despacho lo antes posible, porque, si el libro tenía que entrar en la programación de otoño, no había tiempo que perder. John Smith, ¡menudo nombre! Un seudónimo, por supuesto, y muy en consonancia con el carácter del libro.

La sombra del sueño lo cubrió y se abatió sobre él con las alas desplegadas.

El sábado por la tarde, después de pasar la mañana jugando al golf, leyó el libro otra vez. Lo sostuvo primero en las manos con cierta aprensión. Casi seguro que no sería tan bueno como le había parecido; las cosas se veían de otra manera a las dos de la madrugada. La segunda lectura lo decepcionaría.

Sin embargo, no fue así, no, en absoluto. Le pareció tan bueno como la víspera, mejor, en realidad, porque ahora conocía el final y así saboreaba mejor las sutilezas. Le hizo reír y lo tuvo pegado a la silla hasta altas horas; la narración progresaba, él se dejaba llevar y el tiempo dejó de existir. Llegó a la conclusión de que la esencia de la novela era la caracterización de los personajes. Éstos eran muy reales, todos y cada uno resultaban convincentes. Todos y cada uno respiraban como seres vivos. No había ninguno lineal ni superficial, cosa muy rara, por cierto. La estructura tenía algunos defectos evidentes, hasta el punto de no apreciarse intención estructural de ninguna especie. Este John Smith… ¡era a todas luces un novato! Y, sin embargo, ¿lo era? ¿Seguro? ¿Acaso esos mismos defectos no prestaban encanto al libro?

La primera parte de Crónicas de un pueblo inglés no tenía nada de particular, pues se trataba, efectivamente, de la crónica de la vida en un pueblo inglés. Podía haber sido aburrida, pero los personajes estaban muy bien retratados y la sencillez del estilo era tan asombrosa que uno no paraba de preguntarse si tenía intención satírica o no. La segunda era más fantástica: un niño prodigioso pasaba por el pueblo tocando un caramillo y, al ensalmo de la música, los aldeanos hacían cosas raras. Muy curioso, poco corriente, provocativo y, cosa rara, sumamente entretenido también. Sabía por experiencia propia que no era imposible dejar de leerlo hasta el final.

El título le parecía soso. Crónicas de un pueblo inglés sonaba aburrido; pero no sería difícil dar con otro, algo alusivo al episodio principal de la novela, alrededor del cual giraba toda la trama. ¿Qué tal El niño prodigioso o Ha pasado un flautista? Bueno, puede que este último fuera muy rebuscado para un relato tan ingenuo… o malicioso, tal vez. Se le ocurrió entonces que podía titularse El perturbador de la paz. Sí, estaba bastante bien. Tenía gancho, era fácil de recordar y aludía claramente al niño. Se lo propondría a John Smith.

De lo dicho hasta ahora se habrá deducido que el señor Abbott era soltero: ¿qué mujer habría consentido a su marido que se quedara despierto hasta tan tarde dos noches seguidas, leyendo el manuscrito de un principiante? Ninguna.

Era soltero, vivía en Hampstead Heath, en una casita muy agradable que tenía un jardín pequeño. Cuidaba de él un matrimonio, de apellido Rast, que le hacía la vida sumamente cómoda. A menudo se enzarzaban en riñas violentas, pero las resolvían entre las paredes de la cocina y ninguno de los dos se permitía la menor intromisión en el bienestar del señor. Tenían una pizarra colgada de un gancho, sobre el aparador de la cocina, y, cuando no se hablaban, se comunicaban dejándose mensajes con una tiza chirriante. «Despertarlo a las 7:30», escribía Rast; su señora, cuando se iba a la cama, echaba un vistazo a la pizarra y al día siguiente aparecía junto al lecho del señor Abbott a las 7:30 en punto con la bandeja impoluta del té matutino. ¡Afortunado señor Abbott!

La carta dirigida a John Smith salió el lunes por la mañana; fue lo primero que se encargó de hacer el señor Abbott tan pronto como llegó a Brummel Street. Ahora, miércoles por la mañana, el editor esperaba la visita del escritor novel. Encima de la mesa se encontraba, como de costumbre, una caja de puros, y dispuso además dos cajetillas de cigarrillos, de Turquía y Virginia respectivamente; de ese modo, fueran cuales fuesen los gustos de John Smith, podría satisfacerlo sin la menor demora o complicación. Sin embargo, él no era el hombre de costumbre; estaba nervioso, y la secretaria lo notó distraído. No se concentraba en la redacción del contrato blindado con el señor Shillingsworth, un escritor de superventas que discutía con todos y cada uno de los editores, pero era importante, mejor dicho, era imperioso que el señor Abbott se concentrara por completo en el documento.

—Vuelva usted más tarde, señorita —dijo el señor Abbott—. Necesito pensarlo un poco más.

En ese momento llamaron a la puerta y un botones jovencito anunció con voz ronca:

—La señorita Buncle desea verlo, señor. ¿Le digo que pase?

—¡Buncle! —gritó el señor Abbott—. Buncle… ¿quién es Buncle?

—Dice que tenía cita con usted a las doce.

El señor Abbott miró fijamente al granujilla mientras ponía orden en sus pensamientos. La señorita Buncle, es decir, John Smith. ¿Cómo no se le había ocurrido que podía ser una mujer?

—Que pase —dijo secamente.

La secretaria recogió los documentos, salió con la rapidez y la discreción características de su gremio y, poco después, la señorita Buncle se presentó ante el gran hombre. Temblaba ligeramente, un poco por los nervios y un poco por miedo.

—Recibí su carta —dijo en voz baja, enseñándosela.

—De manera que John Smith es usted —dijo el señor Abbott con las cejas graciosamente enarcadas.

—Fue el primer seudónimo que se me ocurrió.

—No me extraña, es un nombre fácil de pensar —observó el señor Abbott—. Me pareció demasiado malo para ser real.

—No me importaría cambiármelo —añadió la señorita Buncle rápidamente.

—No quiero que se lo cambie —dijo el editor—. No tengo nada en contra de John Smith, pero ¿por qué no Buncle? Buncle es un apellido bonito.

—Pero ¡es que vivo allí! —exclamó ella sin aliento.

El señor Abbott lo entendió inmediatamente. La señorita Buncle admiró su rapidez mental. Otra persona le habría preguntado dónde vivía o qué tenía que ver eso con su apellido, pero el señor Abbott lo había captado al instante.

—En tal caso… —dijo, levantando ligeramente las manos con las palmas hacia arriba. Se rieron los dos.

Roto el hielo definitivamente, la señorita Buncle se sentó y rechazó las dos clases de cigarrillos; naturalmente, el editor no le ofreció los puros. La miró y se preguntó con qué intención habría escrito las Crónicas. ¿Era un relato sin más o una sátira? Todavía dudaba. A la vista estaba que la autora era una persona sencilla, pobremente ataviada con un abrigo y una falda de franela azul. Llevaba un sombrero horrible, estaba pálida y bastante delgada y tenía la barbilla puntiaguda y la nariz anodina, aunque, por otra parte, los ojos eran muy bonitos, de color azul oscuro, con pestañas largas, y le chispeaban ligeramente cuando se reía. La boca tampoco estaba mal, y los dientes, si eran auténticos, parecían magníficos.

Si se hubiera cruzado con ella por la calle, él, que era todo un experto en encantos femeninos, no la habría mirado dos veces. Una cuarentona flacucha y sin estilo, habría dicho, pecando de cruel en la cuestión de la edad, y habría pasado de largo en busca de nuevos horizontes. Pero allí, en su santuario, sabiendo que había escrito una novela entretenida, la veía con otros ojos.

—Bien —dijo él, sonriendo cordialmente—, he leído su novela y me gusta.

Ella juntó las manos y le brillaron los ojos.

Al verlo, en contra de sus principios, el editor añadió:

—A decir verdad, me gusta muchísimo.

—¡Ay! —exclamó la escritora, extasiada—. ¡Ay!

—Cuéntemelo todo —dijo el señor Abbott.

La entrevista tomó un derrotero muy diferente del que él había pensado, planeado y decidido; completamente distinto, en realidad, al de cualquier otra entrevista entre autor y editor de las muchas que había tenido en su vida.

—¡Que le cuente todo! —repitió la señorita Buncle con expresión desamparada.

—¿Por qué la escribió? ¿Qué intención tenía usted al escribirla? ¿Ha escrito algo alguna vez, antes de esto? —le preguntó.

—Necesitaba dinero —respondió la señorita Buncle con sencillez.

El señor Abbott soltó una risita. Eso era una nueva clase de escritor. Todos necesitaban dinero, por descontado, como todo el mundo. La frase de Samuel Johnson de que todo el mundo escribe por dinero, menos los burros, seguía tan vigente como antiguamente y así seguiría en el futuro, pero ¡qué pocos autores lo reconocían con tanta simplicidad! El que no afirmaba que escribía impulsado por una fuerza superior alegaba que lo hacía para transmitir su mensaje al mundo.

—Se lo digo en serio —protestó la señorita Buncle al oír la risita del señor Abbott—. Verá, este año mis rentas han bajado mucho. Por supuesto, con todo lo que se ha dicho en la prensa, tenía que haberme dado cuenta, pero se me pasó[1]. Siempre me pagaban los beneficios con regularidad y pensé que… bueno, nunca pensé en ello, la verdad —dijo la señorita Buncle sinceramente—, pero en cuanto dejaron de pagármelos o solo percibía la mitad, me alarmé mucho.

—Sí —dijo el señor Abbott.

Se la imaginó en medio de un mundo que se derrumbaba esperando con total confianza la llegada de sus dividendos y, al ver que no llegaban, empezando a preocuparse y a darse cuenta de que su mundo también se iba a pique, igual que el mundo de fuera. Se la imaginó despierta en la cama, sin poder dormir, con el corazón helado y preguntándose cómo solucionar la situación.

—Entonces se le ocurrió que podía escribir un libro —dijo el señor Abbott comprensivamente.

—Bien, no se me ocurrió tan pronto —replicó la autora—. Primero pensé en otras muchas cosas, como criar gallinas, por ejemplo, pero no me interesan nada las gallinas. No me gusta tocarlas, aletean tanto, ¿verdad? Y a Dorcas tampoco le gustan. Dorcas es mi criada.

—¿Susan? —preguntó el señor Abbott con una sonrisa, refiriéndose con un gesto al manuscrito de Crónicas de un pueblo inglés, que estaba encima de la mesa.

La señorita Buncle se sonrojó. No confirmó ni negó que Dorcas fuera Susan ni Susan, Dorcas. El señor Abbott no insistió.

—Bien, así pues, descartó usted las gallinas definitivamente —la animó a continuar.

—Sí. Después pensé en alquilar habitaciones, pero en Silverstream ya existe un establecimiento de esas características.

—Usted no le quitaría el pan de la boca a la señora Turpin.

—La señora Dick —puntualizó ella rápidamente.

—Muy ingeniosa —comentó el señor Abbott—, y por supuesto a Susan, es decir, a Dorcas, tampoco le gustó la idea.

—No, ni pizca —corroboró la señorita Buncle.

—Y entonces se le ocurrió lo del libro.

—En realidad se le ocurrió a Dorcas —dijo la señorita Buncle haciendo honor a la verdad.

El señor Abbott tuvo ganas de zarandearla. ¿Por qué no le hablaba del libro abiertamente, como un ser humano, en vez de obligarlo a sacarle información con sacacorchos? Casi todos los escritores estaban más que predispuestos a hablar del origen de sus libros, más que predispuestos, sí. Miró a la señorita Buncle con ganas de sacudirla y de pronto se preguntó cómo se llamaría. Claro, en el libro era Elizabeth, Elizabeth Wade, pero ¿cómo se llamaría de verdad? ¿Jane? ¿Margaret? ¿Ann?

—¿Y qué opina Dorcas del libro? —preguntó el señor Abbott.

—Todavía no lo ha leído —respondió la señorita Buncle—, no le sobra mucho tiempo para leer y yo no tenía el menor interés en que lo leyera. Es que… no creo que le vaya a gustar mucho, le gustan más las aventuras emocionantes, pero en mi libro no las hay, desde luego. Al menos en la primera parte. Además, la vida en Silverstream es muy aburrida, pero yo solo sé escribir sobre lo que conozco. Al menos —añadió, retorciéndose las manos y haciendo un esfuerzo por justificar con toda sinceridad sus limitaciones de escritora—, al menos solo sé escribir sobre gente a la que conozco, aunque, claro, puedo hacer que hagan cosas distintas.

No sabía por qué, pero el señor Abbott estaba seguro de que la señorita se refería a las apasionadas escenas románticas en el soportal de la casa, a la luz de la última luna llena del verano. Ya estaba casi convencido de que Crónicas de un pueblo inglés era un relato sincero, sin ningún propósito satírico. No tenía la menor importancia, naturalmente; la mayoría de la gente pensaría otra cosa, pero quería cerciorarse.

—¿Qué sentía usted mientras lo escribía? —preguntó abruptamente.

—Pues —respondió ella, tras pensar un momento— al principio me resultó difícil, pero después empezó a rodar solo, como una bola de nieve por la falda de una montaña. Empecé a ver a la gente con otros ojos, todo el mundo me parecía más interesante. Y más adelante me asusté mucho, porque se me mezclaban las cosas en la cabeza, Silverstream y Copperfield, y algunos días no sabía cuál era cuál. Cuando iba de compras al pueblo, unas veces era Copperfield y otras Silverstream, y cuando me encontraba con el coronel Weatherhead no me acordaba de si realmente se había declarado a Dorothea Bold o no. Creí que me volvía loca o así.

El señor Abbott había oído cosas semejantes muchas veces, pero nunca le habían impresionado mucho. En cambio, la señorita Buncle le impresionaba porque no tenía intención de impresionarlo, sino que sencillamente respondía a sus preguntas lo mejor posible y con la máxima sinceridad.

—¿Copperfield es Silverstream, en realidad? —preguntó el señor Abbott.

—Sí, ya ve que no tengo ni pizca de imaginación —contestó la señorita Buncle con tristeza.

—Pero la segunda parte… seguro que la segunda parte no es real, ¿verdad? —dijo el señor Abbott con voz entrecortada.

La señorita Buncle reconoció que no.

—Solo fue una idea que se me ocurrió de repente —dijo con modestia—. Eran todos tan engreídos y estaban tan apoltronados que me pareció divertido despertarlos.

—Seguro que se lo pasó usted en grande —le dijo.

A continuación hablaron del título y el señor Abbott expuso sus ideas. Era un poquito soso, le faltaba gancho comercial. Propuso El perturbador de la paz y la señorita Buncle, más que dispuesta a acatar la superioridad del señor Abbott en la materia, aceptó el cambio.

—Y ahora, hablemos del contrato —dijo el señor Abbott alegremente.

Tocó el timbre, trajeron el contrato y con él llegaron el señor Spicer y dos empleados, que serían testigos de la firma. De haberlo querido, el señor Abbott habría podido engañar fácilmente a la señorita Buncle pero, por suerte para ella, no quiso estafarla, no era su estilo. Si se traba amistad con la gallina de los huevos de oro y se la trata con honradez, la gallina seguirá poniendo. En su opinión, El perturbador de la paz era un huevo de oro; lo que no estaba al alcance del ser humano era prever si la señorita Buncle pondría alguno más. Ella estaba convencida de que solo sabía escribir sobre lo que conocía o, mejor dicho, y la diferencia era importante, sobre la gente a la que conocía. El señor Abbott nunca había conocido a ningún escritor capaz de reconocerlo; era una actitud excepcional. En el peor de los casos, no había razón para suponer que la señorita Buncle hubiera agotado toda la esencia de Copperfield en un libro. Quería más novelas de su pluma, sobre Copperfield o sobre cualquier otro lugar, siempre que no perdieran el sabor.

Sobre esta base, le ofreció un contrato muy justo con Abbott & Spicer Ltd. por el que se comprometía a ceder a la editorial la primera de sus novelas y las tres siguientes.

—Pero a lo mejor no escribo ninguna más —protestó ella, horrorizada ante la montaña de trabajo que se alzaba repentinamente en su camino.

El señor Spicer se alarmó un poco ante semejante declaración de esterilidad, pero el señor Abbott se deshizo en sonrisas.

—Por supuesto, es posible —la consoló—. Firme aquí con su nombre y apellido… pero yo creo que escribirá más. Sea como sea, escribirá más.

Así pues, la señorita Buncle cogió la gruesa estilográfica del señor Abbott y estampó claramente donde le dijeron su nombre y apellido, Barbara Buncle. Los demás se pusieron las gafas, al menos los señores Abbott & Spicer, porque los empleados eran muy jóvenes para necesitar adminículos artificiales, y con una actitud estrictamente profesional firmaron todos. Unos momentos más tarde, Barbara Buncle se encontraba en la calle, un poco aturdida y con un apetito voraz, porque hacía mucho rato que se le había pasado la hora habitual de comer y había desayunado temprano.

En Brummel Street todo era bullicio y gente, la empujaron sin querer unos mozos que vendían las ediciones vespertinas de los diarios, y también unos hombres de negocios que acudían a toda prisa a citas desconocidas, aunque obviamente importantes. Nadie se percataba de su presencia, excepto para decir «lo siento» o «discúlpeme» cuando casi la echaban de la acera al pasar.

La puerta abierta de un pequeño restaurante le pareció un refugio. Encontró una mesa libre y pidió café, bollitos y bocaditos de chocolate; no tenía el paladar muy refinado, pero sí un estómago a prueba de bomba. Después dejó el bolso y la copia del contrato en la mesa, al lado del plato, y se puso a pensar en sí misma y en la extraña sucesión de acontecimientos que la habían puesto en semejante situación.

—Soy escritora —se dijo—. ¡Qué raro me parece!

El coronel Weatherhead estaba en el tren de Silverstream; había ido a Londres al sastre y, al ver a la señorita Buncle acercándose por el andén, la saludó agitando el periódico.

—¡Aquí, aquí! ¡Es aquí! —dijo innecesariamente, porque la señorita Buncle ya iba sin prisa a donde tenía que ir y el tren no iba a salir todavía.

—No sabía que había venido usted —dijo la señorita Buncle. El coronel le cogió el paraguas y lo puso en el perchero.

—Yo tampoco sabía que usted había venido —replicó él—. Espero que haya resuelto sus asuntos felizmente.

El perturbador de la paz describía muy bien los modales caballerosos y ligeramente cómicos del coronel Weatherhead con el sexo débil. La señorita Buncle pensó que, a pesar de todo, en realidad era una persona muy amable. No había sido muy mala con él en el libro, simplemente lo había retratado como era y, además, le había adjudicado una mujer encantadora, porque Dorothea Bold era adorable.

La señorita Buncle dijo que todo había salido a su entera satisfacción.

—¿La sombrerería o el dentista? —inquirió el coronel, por citar los dos motivos que normalmente llevaban a los habitantes de Silverstream a la ciudad.

La señorita Buncle dijo que ni lo uno ni lo otro y se ruborizó. El gran secreto le remordía un poco la conciencia.

—Ajá… comprendo; es mejor que no haga más preguntas —dijo el coronel maliciosamente—. ¡Los hay con suerte, por Júpiter! Ya lo creo.

La señorita Buncle bajó la mirada y sonrió: no le arrancaría ni una palabra. Si el coronel Weatherhead prefería creer que había ido a Londres a ver a un hombre, que lo creyera. «Y además es cierto —pensó—, aunque no es lo que se imagina él ni lo que pretende dar a entender, por supuesto; en realidad no cree que haya venido a ver a un hombre, solo que me gustaría que lo creyera».

Dicho así, resultaba un poco confuso, pero ella sabía lo que quería decir y eso era lo importante.

El tren se puso en marcha y no hubo más invasiones de la intimidad.

—¿Prefiere que abramos la ventanilla o que la cerremos? —preguntó atentamente el coronel Weatherhead—. ¿Abrimos ésta y cerramos ésa? ¡Qué gusto, un poco de aire fresco! Es increíble que alguien pueda vivir en Londres, el aire es irrespirable.

La señorita Buncle le dio la razón y añadió que lo que más le disgustaba a ella era el ruido.

—¡Tremendo! —dijo el coronel—. ¡Es tremendo!

Por una parte, esperaba que el coronel se pusiera cuanto antes a leer la prensa cómodamente y la dejara en paz, pero, por otra, deseaba que siguiera hablando. Era un ejemplar excelente y, aunque El perturbador de la paz (qué título tan acertadísimo había propuesto el señor Abbott y qué hombre tan agradable e inteligente era) estaba visto y aprobado, ella había adquirido la costumbre de escuchar a la gente y observarla. Era una actitud de la que ya no podía desentenderse, le salía sola.

El coronel Weatherhead cerró el grifo de la inspiración a la señorita Buncle; cogió un periódico y lo hojeó de cabo a rabo, pero no encontró nada interesante. La visita al sastre lo había dejado preocupado, todavía estaba dolido por las revelaciones de la cinta métrica: cinco centímetros más de cintura desde enero: ¡qué horror! A lo mejor se remediaba cavando una hora en el huerto antes de comer, y tal vez diez minutos más de ejercicio antes del desayuno.

La señorita Buncle también estaba inmersa en pensamientos secretos, pero los suyos eran agradables. Las casas pasaban a toda velocidad y, poco a poco, fueron apareciendo huertos y campos en su lugar.