Una magnífica mañana de verano el sol asomó la nariz entre las colinas y dirigió su mirada al valle de Silverstream. En realidad, a esa hora tan temprana no había mucho que ver, más que las vacas de la granja de los Doce Árboles en los prados de la orilla del río, que iniciaban lentamente el regreso a los establos para que las ordeñaran. Eran todavía sombras muy oscuras, raras y desgarbadas, como dibujos de monstruos prehistóricos que pisaran la hierba exuberante. La granja empezaba a despertarse, una espiral de humo ascendía lentamente por la chimenea de la cocina.
En el pueblo de Silverstream, situado en el valle, más abajo, la primera que se levantaba era la panadera, porque tenía que hacer los panecillos del desayuno y meterlos a cocer en el horno. La señora Goldsmith atendía personalmente todos los quehaceres de la panadería y se enorgullecía de la puntualidad de las entregas. Iba afanosamente de un lado a otro, despertando a sus hijas sin grandes contemplaciones, amasando la masa de los panecillos u ordenando que se atizara el fuego de los hornos, y siempre pendiente de la llegada de Tommy Hobday, que se encargaba del reparto por las casas del pueblo antes de ir al colegio.
Últimamente el muchacho había llegado con retraso un par de veces y la panadera había advertido a su madre que, si volvía a llegar tarde, se vería obligada a cambiar de repartidor. No creía que Tommy fuera a reincidir, pero, de ser así, no le quedaría más remedio que buscar a otro, porque era muy importante que los panecillos salieran a su debido tiempo. Uno de sus mejores clientes, el coronel Weatherhead (retirado), desayunaba temprano. Vivía cerca del puente, en una casa de piedra gris que se llamaba la Casa del Puente, justo enfrente de Mi Refugio, la de la señora Bold. La señora Bold era viuda. Nada la obligaba a levantarse de la cama por la mañana y, de todas formas, como era muy sensata, desayunaba tarde. Con vistas al reparto, no era nada práctico que dos vecinos tan cercanos quisieran los panecillos a horas tan distintas. Por otra parte, en el extremo opuesto del pueblo vivía el vicario. Era muy bisoño y tenía la manía de celebrar los oficios tempranito los días dedicados a los santos; pero no solo los de los normales, los que conocía todo el mundo, sino los de los más rebuscados, de quienes nadie en todo el pueblo había oído hablar jamás; por eso nunca se sabía cuándo madrugaba el señor vicario. En los tiempos del señor Dunn, la vicaría remoloneaba tranquilamente hasta que llegaba el repartidor, pero ahora, en vez de ser la última casa de la lista de Tommy, había sido necesario cambiarla a los primeros puestos. Era una verdadera incomodidad, porque en esa parte del pueblo, en la que descansaba pacíficamente la antigua iglesia gris del siglo XVI entre las lápidas del cementerio, todos los demás vecinos desayunaban tarde y, por lo tanto, no había inconveniente en dejarlos para el final del recorrido. Por ejemplo, la señorita Buncle, que vivía en la Casita de Tanglewood, desayunaba a las nueve en punto, y tanto la anciana señora Carter como los Bulmer se levantaban tarde.
En las casas de la cuesta había otro inconveniente. Eran seis: la de la señora Featherstone Hogg (también existía el señor Featherstone Hogg, por supuesto, pero no contaba; nadie lo consideraba nada más que el marido de la señora Featherstone), la de la señora Greensleeves, la del señor Snowdon y sus dos hijas, la de los dos oficiales del ejército, el capitán Sandeman y el comandante Shearer, y la de la señora Dick, que alquilaba habitaciones a caballeros. Todos querían los panecillos temprano, menos la señora Greensleeves, cómo no, que desayunaba en la cama hacia las diez, al decir de Milly Spikes.
La señora Goldsmith metió en el horno las bandejas de panecillos primorosamente amasados y, pensativa, se bajó las mangas. Si al menos el vicario viviera en la cuesta y la señora Greensleeves en la vicaría… ¡todo sería mucho más fácil! A primera hora se haría el reparto en la cuesta y, después, en la parte de la iglesia. Así no habría que comprar una bicicleta a Tommy. Tal como estaban las cosas, había que hacer algo, o una bicicleta u otro repartidor, pero los repartidores eran una lata.
La señorita King y la señorita Pretty vivían en High Street, en la casa de al lado del doctor Walker, en un edificio antiguo rodeado de altos muros de piedra. Desayunaban a las nueve en punto, por supuesto, porque no tenían obligaciones, pero los demás vecinos de High Street madrugaban. Retomando el hilo de sus pensamientos al tiempo que aflojaba un poco el ritmo de su actividad, ahora que los panecillos estaban ya en el horno, trasladó mentalmente a las señoritas a la casa del coronel, cerca del puente, y al galante coronel se lo llevó con todos sus bienes y muebles a la Casa del Guarda, la casa contigua a la del doctor Walker.
Esta halagüeña ensoñación se vio interrumpida al entrar Tommy con las cestas haciendo ruido. Se acabó el soñar despierta.
—¿Le parece que llego bastante pronto? —dijo el chico—. ¿Todavía están en el horno? ¡Ay, Dios! Pues llevo horas levantado, horas, como lo oye.
—No seas tan descarado, Tommy Hobday —replicó la señora Goldsmith con firmeza.
En ese mismo momento, en la Casita de Tanglewood empezaba a sonar furiosamente un despertador. Estaba en el dormitorio de la criada, naturalmente. Adormilada, Dorcas dio media vuelta y alargó una mano para silenciar el clamor. Maldito chisme, tenía la sensación de haberse metido en la cama hacía un momento. ¡Qué cortas eran las noches! Se incorporó en la cama, bajó las piernas por el borde y se frotó los ojos. Buscó con los pies un par de zapatillas viejas, heredadas de la señorita Buncle, y en un momento ya estaba arrastrándolas por la habitación y lavándose la cara en la pequeña palangana del aguamanil rinconero del rincón, que tenía un agujero en el centro. Estaba tan acostumbrada a estas cosas que las hacía sin abrir los ojos del todo. Tanto es así que no se despertaba de verdad hasta que bajaba a la cocina arrastrando las zapatillas, ponía el hervidor a calentar y luego llenaba una tetera hasta arriba. Era el mejor té del día y se lo tomaba con calma, aunque con una ligera sensación de culpabilidad por desperdiciar tan preciosos momentos, pero precisamente por eso lo disfrutaba más.
Llevaba tantos años en la Casita de Tanglewood que había perdido la cuenta; desde que la señorita Buncle era una niña pequeña y rechoncha que iba en un cochecito de mimbre. Primero fue su niñera y, después, su criada. Más adelante, cuando se marchó la doncella de la señorita Buncle, se hizo ella cargo del puesto; a veces, si había algún trastorno doméstico, le tocaba hacer el papel de cocinera. Pasó el tiempo, pasaron a mejor vida el señor y la señora Buncle cargados de años, y Dorcas, que ya era como de la familia, se quedó con la señorita Buncle, que ya no era una niña pequeña y rechoncha, en calidad de cocinera, criada y doncella a la vez. Ahora era una anciana arrugada de ojillos brillantes, pero, a pesar de su avanzada edad, tenía más fuerza y mayor capacidad de trabajo que muchas jovencitas de quince o dieciocho años.
—¡Vaya! —exclamó súbitamente, mirando el reloj de la cocina—. ¡Ya son las mil y la salita sin barrer! ¡Ay, qué tarde se me ha hecho hoy!
Metió rápidamente los cacharros del té en el fregadero y siguió trajinando en la cocina, poniendo cada cosa en su sitio; luego sacó la escoba y los plumeros de los armarios de limpieza y, como un tornado pequeño pero sumamente violento, se fue a la salita.
A las nueve en punto, cuando la señorita Buncle bajó, tenía el desayuno preparado en el comedor, los panecillos habían llegado y el cartero estaba en la puerta entregando el correo en mano. La señorita Buncle se abalanzó sobre las cartas ansiosamente; la mayoría era propaganda, pero había un sobre largo y delgado con matasellos de Londres dirigido a «Sr. John Smith». Hacía unas semanas que esperaba carta a nombre de John Smith, pero, ahora que había llegado, no se atrevía a abrirla. Se quedó dándole vueltas en las manos mientras Dorcas se afanaba en servir la mesa.
A Dorcas le interesaba la carta, pero advirtió que la señorita Buncle estaba esperando a que se marchara, conque al final, a su pesar, la dejó sola. La señorita Buncle la abrió y la desplegó. Le temblaban tanto las manos que casi no podía leer.
Abbott & Spicer
Editores
Brummel Street, Londres EC4, … de julio.
Apreciado señor Smith:
He leído Crónicas de un pueblo inglés y me interesa. Propongo un encuentro en mi despacho el miércoles por la mañana, a las doce en punto, pero si la fecha o la hora no son de su conveniencia, no dude en proponer otra que le convenga más.
Atentamente,
A. Abbott
—¡Dios mío! —exclamó la señorita Buncle en voz alta—. ¡Van a aceptarlo!
Irrumpió en la cocina y le contó a Dorcas la asombrosa noticia.