Capítulo XXV

—Busqué la palabra tontina en el diccionario —exclamó Lucy. Después de haberse saludado mutuamente, Lucy se paseaba por la habitación tocando un perro de porcelana por aquí, un macasar por allá, un costurero de plástico en la ventana.

—Ya pensé que lo haría —dijo miss Marple reposadamente.

Lucy habló despacio, marcando las palabras: «Lorenzo Tonti. Banquero italiano. Inventó en 1653 una forma de renta anual vitalicia en la que las partes de los beneficiarios que mueren se suman a las ganancias de los que sobreviven».

—Es eso, ¿verdad? Encaja perfectamente, y usted ya lo sospechaba incluso antes de las dos últimas muertes.

Reanudó su inquieto paseo por la habitación. Miss Marple la observaba desde su asiento. Ésta era una Lucy Eyelesbarrow muy distinta de la que ella conocía.

—Supongo que esto era lo que buscaba. Un testamento de este género que termina de modo que, si queda un solo sobreviviente, éste lo recibe todo. Y, no obstante, había mucho dinero, ¿verdad? Yo creo que incluso repartido entre los hermanos representaría una fortuna considerable.

Se detuvo, pensativa.

—Lo malo es que las personas son insaciables —señaló miss Marple—. Algunas personas. Muchas veces, así es como empieza todo. No se empieza con el asesinato, con el deseo de cometerlo, ni siquiera pensándolo. Se empieza siendo, sencillamente, avaricioso, queriendo tener más de lo que se ha de recibir. —Dejó su ganchillo sobre la rodilla y su mirada se perdió en el vacío—. Así es como conocí al inspector Craddock. Un caso en el campo, cerca de Medenham Spa. Empezó del mismo modo: una persona de carácter débil y afable que quería tener mucho dinero. Era un dinero al que no tenía derecho, pero parecía fácil conseguirlo. No hubo asesinatos al principio, sólo algo tan fácil y sencillo que apenas parecía que estuviera mal. Así fue cómo empezaron las cosas. Pero aquello acabó con tres asesinatos.

—Como aquí. Hemos tenido tres asesinatos hasta ahora: la mujer que desempeñaba el papel de Martine y que hubiera podido reclamar una parte para su hijo, después Alfred y después Harold. Y con esto, sólo quedan dos, ¿verdad?

—¿Quiere decir que sólo quedan Cedric y Emma?

—Emma, no. Emma no es un hombre alto y moreno. No, me refiero a Cedric y a Bryan Eastley. No había pensado en Bryan antes porque es rubio. Tiene el bigote rubio y los ojos azules, pero, ya lo ve usted, el otro día…

—Sí, continúe —la alentó miss Marple—. Ha ocurrido algo que le preocupa, ¿verdad?

—Fue cuando lady Stoddart-West se retiraba. Se había despedido y, de pronto, se volvió hacia mí en el momento en que iba a subir al coche, y me preguntó: «¿Quién era ese hombre alto y moreno que estaba en la terraza cuando he llegado?». Al principio, no pude imaginar a quién se refería, porque Cedric estaba aún en la cama. Le pregunté intrigada: «¿Se refiere usted a Bryan Eastley?», y ella respondió: «¡Claro, era él!, el jefe de escuadrilla Eastley. Estuvo una vez escondido en nuestro desván, en Francia, durante la guerra. Cuando lo vi de espaldas, me resultó familiar la postura y la forma de sus hombros», y entonces mencionó que le gustaría saludarlo, pero no dimos con él.

Miss Marple no dijo nada, se limitaba a esperar.

—Y después —añadió Lucy—, más tarde, me fijé en él. Estaba en pie, de espaldas a mí, y vi lo que hubiera debido ver antes. Que el pelo rubio parece oscuro si se lo peina con brillantina. El pelo de Bryan tira a castaño y puede parecer oscuro. Así que después de todo, pudo ser Bryan el hombre que su amiga vio en el tren. Podría…

—Sí. Ya había pensado en eso.

—¿Es que siempre piensa usted en todo? —exclamó Lucy con cierta acritud.

—Bueno, querida, tengo que hacerlo.

—Sin embargo, no puedo ver qué es lo que Bryan podría sacar de esto. Quiero decir que el dinero iría a Alexander, no a él. Comprendo que les haría la vida más fácil, un poco más suntuosa, pero no podría valerse del capital para sus proyectos ni nada parecido.

—Pero si le ocurriese algo a Alexander antes de que cumpliese los veintiún años, el dinero iría a las manos de su padre como pariente más próximo.

Lucy le dirigió una mirada de horror.

—Él nunca haría eso. Ningún padre lo haría sólo para conseguir el dinero.

Miss Marple suspiró.

—Hay gente que hace esas cosas, querida. Es muy triste y terrible, pero pasa. La gente hace cosas terribles. Sé de una mujer que envenenó a tres hijos suyos sólo para cobrar un pequeño seguro. Recuerdo a una anciana, en apariencia una dama amable y honrada, que envenenó a su hijo cuando volvió a casa con permiso. Y también esa vieja Mrs. Stanwich. Este caso se publicó en los periódicos y me figuro que debió usted leerlo. Murieron su hija y su hijo, y dijo luego que ella se había envenenado. Había veneno en un poco de salsa, pero se descubrió que lo había puesto ella misma. Y estaba proyectando el envenenamiento de su última hija. Pero en este caso no fue por dinero. Ella estaba celosa porque eran más jóvenes que ella, y rebosaban de vitalidad. Temía (es terrible decirlo, pero es la verdad) que se divirtieran cuando ella hubiese desaparecido. Siempre había sido muy severa. Sí, por supuesto, era un poco rara, pero yo, por mi parte, no veo que eso sea una excusa legítima. Quiero decir que se puede ser raro de muchas maneras. A veces, va una persona por ahí regalando todo lo que posee y firmando cheques a cargo de cuentas corrientes que no existen, sólo para favorecer a la gente. Esto demuestra que, detrás de su rareza, tiene una disposición generosa. Pero si detrás de la rareza hay una mala disposición… ahí lo tiene usted. Y bien, ¿se ha aclarado un poco ya, mi querida Lucy?

—¿Que si me he aclarado?

—Con lo que he estado contándole. No debe inquietarse. Verdaderamente, no debe inquietarse. Elspeth McGillicuddy va a llegar un día de estos.

—No veo qué tiene que ver con esto.

—No, querida, quizá no lo ve usted, pero yo creo que es importante.

—No puedo evitar sentir cierta ansiedad, ¿sabe? Siento que en cierta manera esa familia es algo mío.

—Lo sé, querida. Sé que es difícil para usted, porque se siente atraída por los dos de un modo diferente, ¿verdad?

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Lucy con un tono huraño.

—Me refería a los dos hijos de la casa. O, mejor, al hijo y al yerno. Es de lamentar que los dos miembros más desagradables de la familia hayan muerto, pero quedan los dos más atractivos. Sé que Cedric es muy apuesto, aunque es propenso a presentarse como peor de lo que es, y es algo provocativo.

—Me inspira a veces deseos de pegarle —dijo Lucy.

—Sí. Y a usted le gusta eso, ¿verdad? Es usted una muchacha llena de energía y disfruta con la batalla. Sí, puedo entender por qué le atrae. Y por otra parte, Mr. Eastley es más como un ser desvalido, como un niño desdichado. Lo que, desde luego, le hace atractivo también.

—¡Y uno de ellos es un asesino! —afirmó Lucy con amargura—. ¡Cualquiera de los dos! ¿Cómo saber cuál? Ahí está Cedric, al que no le importa un comino la muerte de su hermano Alfred, o la de Harold. Se pasa el tiempo recostado en su silla, tan contento, forjando planes sobre lo que hará con Rutherford Hall, y no cesa de decir que se necesitará mucho dinero. Ya sé que es de esa clase de personas que exageran su indiferencia. Pero eso podría ser también una fachada. Quiero decir que todo el mundo pretende ser más indiferente de lo que en realidad es, pero también podría ser al revés, y que sea más insensible de lo que aparenta ser.

—Querida, querida Lucy. ¡Siento tanto todo esto!

—Y luego Bryan —continuó Lucy—. Es extraordinario, pero Bryan parece que quiera vivir aquí. Cree que él y Alexander vivirían muy felices, y está lleno de proyectos.

—Bryan está siempre lleno de proyectos de alguna clase, ¿verdad?

—Sí, creo que sí. Y todos ellos parecen admirables. Pero tengo la impresión de que no son factibles. Quiero decir que no son prácticos. La idea parece perfecta, pero no creo que tenga nunca en cuenta las dificultades que surgirían en la práctica.

—Siempre cosas demasiado etéreas, ¿no?

—Sí, en realidad es eso. No deja de hacer castillos en el aire. Quizás es que los buenos pilotos no bajan nunca del todo de las nubes. Y Rutherford Hall le gusta tanto porque le recuerda la gran residencia victoriana por la que vagaba cuando era niño.

—Comprendo —dijo miss Marple con aire pensativo—. Sí, comprendo. —Luego, dirigiéndole una rápida mirada de reojo, dijo, como con una especie de zarpada verbal—: Pero eso no es todo, ¿verdad, querida? Hay algo más.

—Oh, sí, hay algo más. Algo de lo que no me he dado cuenta hasta hace un par de días. Bryan pudo haber estado en aquel tren.

—¿En el que salió de la estación de Paddington a las 4.33?

—Sí. Ya ve usted. Emma creyó que se le pedía que diese cuenta de sus movimientos del día veinte de diciembre y los repasó muy cuidadosamente: reunión de un comité por la mañana, compras en las tiendas por la tarde y el té en el Green Shamrock y, luego, dijo que había ido a recibir a Bryan a la estación. El tren que llegaba era el de las 4:50 de Paddington, pero pudo haber llegado en el tren anterior y decir que había tomado ese tren. A mí me comentó que su coche había recibido un golpe y que lo tenía en el taller, y que por eso había tomado el tren. Lo dijo con toda naturalidad. Y tal vez no sea él, pero como quiera que sea, yo preferiría que no hubiese venido en el tren.

—En el tren —musitó miss Marple, siempre pensativa.

—En realidad, esto no demuestra nada. Y es terrible vivir con esta sospecha. No saberlo con certeza. ¡Quizá no lo sabremos nunca!

—Desde luego que lo sabremos, querida —exclamó miss Marple animadamente—. Todo esto no quedará así. Lo que tengo muy claro sobre los asesinos es que nunca dejan las cosas tal como están. En todo caso, no pueden cuando han cometido un segundo asesinato. No deje que eso la afecte demasiado, Lucy. La policía hace todo lo que puede y vela por todo el mundo. ¡Lo importante es que Elspeth McGillicuddy estará ya muy pronto aquí!