Capítulo XXIV

—Nadie hubiera podido hacerse con todo esto un lío mayor que el que he armado yo —manifestó Dermot Craddock sombríamente.

Estaba sentado con las largas piernas estiradas y su aspecto resultaba un tanto chocante en la recargada salita de Florence. Se sentía completamente agotado, trastornado y deprimido.

Miss Marple expresó con dulzura su disconformidad.

—No, no, mi querido muchacho, ha hecho usted un buen trabajo. Muy bueno, de verdad.

—¿Un buen trabajo, dice, y he dejado envenenar a toda la familia? ¿Qué demonios ocurre? Me gustaría saberlo.

—Comprimidos envenenados —dijo miss Marple con aire pensativo.

—Sí. Diabólicamente hábil, en realidad. Parecían los mismos que los que había estado tomando. Con ellos había una tira de papel impreso en el que se había escrito: «Enviado por encargo del doctor Quimper». Quimper no los encargó. Utilizaron el membrete del farmacéutico, que tampoco sabía nada. No. Esta caja de comprimidos venía de Rutherford Hall.

—¿Sabe con certeza que venían de Rutherford Hall?

—Sí. Hemos hecho una investigación exhaustiva. En realidad se trata de la caja que contenía los comprimidos sedantes para Emma.

—Oh, ya veo. Para Emma.

—Sí, encontramos sus huellas digitales, las de las dos enfermeras y las del farmacéutico que lo preparó. Naturalmente, ninguna otra. La persona que envió los comprimidos tuvo cuidado de no dejar impresas las suyas.

—¿Y los comprimidos sedantes fueron retirados y sustituidos por otra cosa?

—Sí. Y, claro, eso es lo que tienen de malo los comprimidos. Todos parecen iguales.

—Tiene usted mucha razón. Recuerdo muy bien cómo en mi juventud había la medicina negra, la medicina marrón (ésta para la tos), la medicina blanca y la medicina rosa del doctor Fulano de Tal. De hecho, todavía en St. Mary Mead tenemos esta clase de medicinas. Lo que todos quieren es un jarabe, no comprimidos. ¿Qué había en ellos?

—Acónito. Es la clase de comprimidos que suelen guardarse en una botella para venenos y que se disuelven al uno por ciento, para uso externo.

—Y así, Harold lo tomó y murió.

Dermot Craddock emitió algo que se parecía a un gemido.

—¿No le importa que me desahogue en su presencia? —confesó luego de una pausa—. ¡Tengo que contárselo todo a tía Jane! Eso es lo que sentí.

—Es usted un buen muchacho y se lo agradezco. Y al ser el ahijado de sir Henry, siento por usted un aprecio que no podría sentir por ningún otro inspector.

Dermot Craddock le dirigió una sonrisa fugaz y contestó desasosegado:

—Sí, pero el caso es que he armado el lío más espantoso de mi vida. Mi jefe llama a Scotland Yard, ¿y qué es lo que tiene que comunicar? ¡Qué no tengo ni la más remota idea de lo que está pasando!

—No, no.

—Sí, sí. ¡No sé quién envenenó a Alfred, no sé quién ha envenenado a Harold y, para acabar de arreglarlo, tampoco tengo la menor idea de quién era la mujer que asesinaron! Todo parecía indicar que era la dichosa Martine, todos los indicios parecían apuntar en esa dirección. ¿Y qué pasa ahora? Que resulta que Martine es la esposa de sir Robert Stoddart-West. ¿Quién es entonces la mujer del granero? ¡Sabe Dios! Y antes que si era Anna Stravinska, pero tampoco…

Le detuvo una de las significativas tosecillas de miss Marple.

—¿Está seguro?

Craddock la miró con los ojos muy abiertos.

—Bien, esa postal desde Jamaica…

—Sí. Pero eso no es una verdadera prueba, ¿verdad? Quiero decir que cualquiera puede hacerse enviar una postal desde cualquier parte del mundo. Recuerdo a Mrs. Brierly, que sufrió una crisis nerviosa tan grave que acabaron por enviarla a una clínica para tenerla en observación. No podía soportar la idea de que sus hijos lo supieran, y dejó escritas unas catorce postales, disponiendo que se enviasen oportunamente desde diversos lugares en el extranjero. —Y añadió, volviéndose hacia Dermot Craddock—: ¿Ve usted lo que quiero decir?

—Sí, desde luego. Naturalmente, hubiéramos comprobado lo de esa postal, de no ser porque ese asunto de Martine parecía responder mejor al caso en cuestión.

—De un modo muy conveniente.

—Todo concordaba —señaló Craddock—. Y después de todo, está también la carta firmada por Martine Crackenthorpe, la que recibió Emma. Lady Stoddart-West no la remitió, pero alguien tuvo que hacerlo. Alguien que pensaba hacerse pasar por Martine para obtener, si podía, algún dinero. ¿No me negará que es así?

—No, no.

—Y tenemos además, el sobre de la carta que Emma le escribió con la dirección de Londres. Y fue encontrado en Rutherford Hall, lo que demuestra que ella había estado allí.

—¡Pero la mujer asesinada no había estado allí! —le indicó miss Marple—. No había estado en el sentido que usted dice. Ella fue a Rutherford Hall cuando ya estaba muerta. La arrojaron desde el tren por el terraplén de la vía.

—Bueno, sí.

—Lo que el sobre demuestra es que el asesino estuvo allí. Es de suponer que le quitó a su víctima este sobre con la documentación y los otros objetos que llevaba y que después se le cayó sin darse cuenta. ¿O lo hizo premeditadamente? Seguro que sus hombres y el inspector Bacon lo inspeccionaron todo a conciencia, y no lo encontraron. Y luego aparece de repente en el cuarto de la caldera.

—Eso tiene una explicación. Ese viejo jardinero acostumbraba a recoger todos los papelotes que encuentra y los almacena allí para quemarlos.

—Donde era muy natural que los muchachos lo encontrasen —señaló miss Marple con expresión pensativa.

—¿Quiere usted decir que lo que se pretendía era que lo encontráramos?

—Sólo es una idea. Después de todo, era fácil deducir dónde iban los muchachos a continuar sus investigaciones, o si no, proponérselo. Sí, es posible. Fue eso lo que le hizo abandonar la idea de que pudiera ser Anna Stravinska, ¿verdad?

—¿Y cree usted que la mujer asesinada es ella?

—Creo que alguien pudo alarmarse cuando usted empezó a investigar, ni más ni menos. Creo que esa persona no quería que la siguiera investigando.

—Atengámonos al hecho básico de que alguien iba a representar el papel de Martine y que luego, por alguna razón, desistió de hacerlo. ¿Con qué motivo?

—Es una pregunta interesante.

—Alguien envió un telegrama diciendo que Martine regresaba a Francia. Después se las arregló para venir en el mismo tren con la muchacha y la mató por el camino. ¿Está usted conforme hasta aquí?

—No del todo. La verdad, no creo que lo simplifique usted lo bastante.

—¡Que lo simplifique! —exclamó Craddock—. Me confunde usted —añadió en tono de queja.

Miss Marple señaló con voz acongojada que jamás pensaría en hacer tal cosa.

—A ver, dígame: ¿Cree o no cree usted saber quién era la mujer asesinada?

Miss Marple suspiró antes de contestar:

—Es tan difícil expresarlo bien. Quiero decir: no sé quién era, pero, al mismo tiempo, estoy bastante segura de quién era. ¿Sabe usted lo que quiero decir?

Craddock levantó la cabeza.

—¿Si sé lo que quiere decir? No tengo la más remota idea. —Miró por la ventana—: Aquí llega su Lucy Eyelesbarrow. Bueno, me marcho. Mi amor propio está por los suelos esta tarde y la presencia de una joven rebosante de energía y buena suerte es más de lo que puedo soportar.