Capítulo XXII

—Son horribles las cosas que la gente va diciendo por ahí —exclamó Mrs. Kidder—. Yo procuro no hacer caso. Pero se asombraría usted si las oyera.

—Sí. Ya me lo figuro —contestó Lucy.

—A propósito de la muerta encontrada en el granero —continuó Mrs. Kidder, retrocediendo a gatas como un cangrejo mientras fregaba el suelo de la cocina—, dicen que había sido la amiguita de Mr. Edmund durante la guerra. Que vino aquí y que un marido celoso la siguió y la mató. Ya sé que los extranjeros hacen estas cosas, pero ¿después de tantos años?

—A mí me parece muy improbable.

—Pero aún hay más. La gente es capaz de decir cualquier cosa. Se quedaría usted asombrada. Hay quien dice que Mr. Harold se casó por alguna parte del extranjero, y que la mujer vino aquí y descubrió que había cometido bigamia con lady Alice y que iba a demandarlo ante los tribunales, y que él se encontró aquí con ella y la mató, y después escondió su cuerpo en el sarcófago. ¿Ha oído usted cosa semejante?

—Repugnante —respondió Lucy vagamente con el pensamiento en otra parte.

—Por supuesto, yo no las escucho —afirmó Mrs. Kidder—. No doy ningún crédito a esas historias. No entiendo cómo la gente puede pensar esas cosas y, menos aún, decirlas. Espero que nada de esto llegue a oídos de Miss Emma. Podría trastornarla y yo lo sentiría tanto por ella. Es una señora tan buena, y nadie ha dicho una sola palabra de ella. Y, por supuesto, como Mr. Alfred ha muerto, tampoco estaría bien que hablasen mal de él. No dicen ni siquiera que ha sido un castigo de Dios, como bien podrían decir. Pero es horrible, señorita, ¿verdad? La gente es tan perversa y desconsiderada.

Mrs. Kidder hablaba sobre el particular con inmensa satisfacción.

—Debe de ser muy penoso para usted tener que escuchar esas cosas.

—Oh sí, lo es. Verdaderamente lo es. No dejo de decirle a mi marido que cómo se atreven a decir esas infamias.

En aquel momento se oyó el timbre.

—Es el médico, señorita. ¿Quiere usted abrirle la puerta o debo ir yo?

—Yo iré.

Pero no era el médico. En el umbral vio a una mujer alta y elegante, con un abrigo de visón. Frente a la entrada había aparcado un Rolls con el chófer al volante.

—Desearía ver a miss Emma Crackenthorpe, por favor.

Tenía una bonita voz y arrastraba un poco las erres. Una mujer muy guapa, de unos treinta y cinco años, pelo oscuro y rostro muy bien maquillado.

—Lo siento. Miss Crackenthorpe está enferma en cama y no puede recibir a nadie.

—Ya sé que ha estado enferma, sí. Pero es un asunto muy importante y debo verla.

—Me temo… —empezó a decir Lucy.

La visitante la interrumpió.

—Creo que es usted miss Eyelesbarrow, ¿no es cierto? —preguntó con una atractiva sonrisa—. Mi hijo me ha hablado de usted y por eso estoy tan informada. Soy lady Stoddart-West, y Alexander está ahora en mi casa.

—Ah, comprendo.

—Además, es importante que vea a miss Crackenthorpe —continuó—. Estoy al tanto de su enfermedad y le aseguro a usted que no se trata de una simple visita de cortesía. Es a causa de algo que me han contado los muchachos, algo que me ha dicho mi hijo. Creo que es un asunto de gran importancia y quisiera hablarlo con miss Crackenthorpe. ¿Me haría usted el favor de preguntarle si quiere recibirme?

—Entre, por favor. —Lucy condujo a la visitante a la sala de estar—. Aguarde un momento. Voy a decírselo a miss Crackenthorpe.

Subió la escalera, llamó a la puerta de Emma y entró.

—Está aquí lady Stoddart-West. Tiene gran interés en verla a usted.

—¿Lady Stoddart-West? —Emma pareció sorprendida y luego alarmada—. ¿No les habrá ocurrido nada a los muchachos, a Alexander?

—No, no —la tranquilizó Lucy—. Estoy segura de que los muchachos están bien. Creo que desea hablarle sobre algo que ellos le han contado.

—¡Oh, bien! Quizá debería recibirla. ¿Estoy presentable, Lucy?

—Tiene usted un aspecto estupendo.

Emma estaba sentada en su lecho, con un chal de color rosa sobre los hombros y un ligero matiz rosado en las mejillas. La enfermera le había cepillado y peinado cuidadosamente. El día anterior Lucy había dejado sobre el tocador un búcaro de hojas de otoño. La habitación resultaba agradable, no parecía el cuarto de un enfermo.

—Creo que ya estoy lo bastante bien para levantarme. El doctor Quimper dijo que podría hacerlo mañana.

—Sí, ya tiene usted mucho mejor aspecto. ¿Hago subir a lady Stoddart-West?

—Sí, hágala pasar.

Lucy bajó de nuevo la escalera.

—¿Quiere usted acompañarme, por favor?

Lucy guió a la visitante y, al llegar a la habitación de Emma, la hizo pasar y se retiró. Lady Stoddart-West se acercó al lecho con la mano tendida.

—¿Miss Crackenthorpe? Realmente, debo excusarme por presentarme aquí de este modo. Creo que ya nos habíamos visto alguna vez con motivo de las competiciones deportivas que se celebran en el colegio.

—Sí, la recuerdo a usted perfectamente. Siéntese, por favor.

Lady Stoddart-West ocupó la silla colocada junto a la cama y dijo con voz grave y tranquila:

—Le parecerá muy extraño que venga a verla, pero créame, tengo una razón muy importante. Los muchachos han estado contándome cosas. Como usted comprenderá se han sentido muy excitados con motivo del asesinato cometido aquí. Y a mí, lo confieso, me inquietó bastante. Quería traer a James a casa inmediatamente, pero mi esposo se rió. Dijo que era evidente que el asesinato no tenía nada que ver con la casa ni con la familia y que, por lo que recordaba de su propia juventud y lo que leía en las cartas de James, nuestro hijo y Alexander estaban disfrutando tanto que hubiera sido una crueldad sacarlos de aquí. Por lo tanto, me conformé y acepté que se quedasen hasta la fecha fijada para que James volviese con Alexander.

—¿Cree usted que debiera haber devuelto a su hijo a casa antes?

—No, no. No he querido decir eso. ¡Es tan difícil para mí! Pero tengo que decírselo. Como ya imaginará usted, los muchachos han oído muchas cosas. Me dijeron que la policía tenía la idea de que esa mujer, la mujer asesinada, podía ser francesa. Que podía tratarse de la mujer que su hermano conoció en Francia, su hermano mayor, el que murió en la guerra. ¿Es cierto?

—Bien. Es una posibilidad —replicó Emma con voz quebrada—, una posibilidad que estamos obligados a tomar en consideración. Puede haber sido así.

—¿Hay alguna razón para creer que el cadáver era el de esa muchacha Martine?

—Ya le he dicho que es una posibilidad.

—¿Por qué… por qué han de pensar que era esa Martine? ¿Llevaba encima cartas, algún documento?

—No. Pero es que yo había recibido una carta de ella.

—¿Usted había recibido una carta de Martine?

—Sí. Una carta en la que me decía que estaba en Inglaterra y que le gustaría venir a verme. Yo la invité a que viniese aquí, pero recibí un telegrama diciendo que volvía a Francia. Quizá regresó a Francia. Nosotros no lo sabemos. Pero, más tarde, se encontró aquí un sobre dirigido a ella. Supongo que eso indica que había estado en la casa. Pero, realmente, no veo…

Se detuvo.

Lady Stoddart-West tomó la palabra en el acto.

—Me imagino que no alcanza usted a ver qué relación pueda tener yo con todo esto. Y tiene toda la razón. Tampoco yo lo comprendería si estuviera en su lugar. Pero cuando oí lo que pasaba, o, mejor dicho, esa confusa narración de los hechos, pensé que no me quedaba otro recurso que venir aquí para asegurarme de que era cierto, porque, de ser así…

—¿Sí?

—Si lo es, tengo que decirle algo que no pensaba revelar. Yo soy Martine Dubois.

Emma miró a su visitante con los ojos muy abiertos como si apenas pudiera entender el sentido de sus palabras.

—¡Usted! ¿Usted es Martine?

La otra asintió.

—Sí, soy yo. Estoy segura de que le sorprenderá, pero es la verdad. Conocí a su hermano Edmund en los primeros días de la guerra. Estaba alojado en nuestra casa. Bien, el resto ya lo conoce usted. Nos enamoramos. Pensábamos casarnos y entonces tuvo lugar la retirada de Dunquerque. A Edmund se le dio por desaparecido y más tarde se comunicó su muerte. No le hablaré a usted de aquella época. Fue hace mucho tiempo y ya pasó. Pero sí le diré que yo quería mucho a su hermano.

Vinieron luego las tristes realidades de la guerra. Los alemanes ocuparon Francia. Yo me convertí en un miembro de la Resistencia, y ayudábamos a hacer pasar a los ingleses por Francia camino de Inglaterra. De este modo conocí a mi actual marido, un oficial de las fuerzas aéreas que fue lanzado sobre Francia en paracaídas para una misión especial. Cuando terminó la guerra nos casamos. Una o dos veces dudé si debía escribirle a usted o venir a verla, pero decidí abstenerme. Pensé que no nos serviría de nada revivir antiguos recuerdos. Yo tenía una nueva vida y no deseaba recordar la anterior. Pero le diré que me causó una extraña satisfacción el descubrir que el mejor amigo de mi hijo James, en el colegio, era un muchacho que resultó ser sobrino de Edmund. Puedo decir que Alexander se parece mucho a Edmund, como creo que usted misma podrá apreciar. Y me pareció una circunstancia muy afortunada el hecho de que James y Alexander fuesen tan excelentes amigos.

Puso una mano sobre el brazo de Emma.

—Comprenderá, querida Emma, que después de oír la historia sobre el asesinato y sobre la sospecha de que esa mujer era la Martine que Edmund había conocido, no tenía más remedio que venir a comunicarle a usted la verdad. O usted o yo debemos informar a la policía del caso. Quienquiera que sea la mujer muerta, lo cierto es que no es Martine.

—Apenas puedo creer que usted… que usted sea la Martine a quien se refería mi querido Edmund en su carta. —Emma suspiró. Luego frunció el entrecejo—. Pero entonces no comprendo. ¿Fue usted quien me escribió?

Lady Stoddart-West meneó la cabeza con decisión.

—No, no. Por supuesto, yo no le he escrito a usted.

—Entonces… —comenzó Emma, y se detuvo.

—¿Entonces fue alguien que, fingiendo ser Martine, quería, quizá, sacarle dinero? Es lo más probable. Pero ¿quién puede haberlo hecho?

—Supongo —señaló Emma lentamente— que había gente, en aquellas fechas, que sabía…

La otra se encogió de hombros.

—Sí, probablemente. Pero nadie de mi círculo más íntimo, nadie que estuviese cerca de mí. Nunca he hablado de esto desde que vine a Inglaterra. Y, de todas formas, ¿por qué esperar tanto tiempo? Es curioso, muy curioso.

—No lo comprendo. Tendremos que ver lo que dice el inspector Craddock. —De pronto dirigió a su visitante una mirada enternecida—. ¡Estoy tan contenta de conocerla por fin, querida!

—Y yo a usted. Edmund me hablaba de usted con mucha frecuencia. La quería. Yo soy feliz en mi nueva vida, pero como quiera que sea, no le he olvidado.

Emma se recostó en la almohada y dejó escapar un profundo suspiro.

—Es un inmenso alivio. Estábamos todos muy asustados ante la posibilidad de que la muerta fuese Martine, porque entonces el crimen tenía que estar relacionado de una manera u otra con la familia. Pero ahora siento que me he quitado un gran peso de encima. No sé quién sería esa pobre infeliz, ¡pero no podía tener nada que ver con nosotros!