—Cosas repugnantes, las setas —afirmó Mrs. Kidder. Había hecho esta misma observación unas diez veces en los últimos días. Lucy no contestó.
—Por mi parte, nunca las pruebo —añadió Mrs. Kidder—. Son demasiado peligrosas. Es pura Providencia que no haya habido más que un muerto. Todos podrían haber fallecido, y usted también, señorita. De buena se ha librado.
—No han sido las setas —replicó Lucy—. Las setas no eran venenosas.
—No lo crea —insistió Mrs. Kidder—. Las setas son peligrosas. Basta que haya una venenosa, y ya está. —Y continuó hablando entre el repiqueteo de los platos en el fregadero—: Es curioso cómo las desgracias parecen no venir nunca solas. La hija mayor de mi hermana cogió las paperas, mi Ernie se cayó y se rompió un brazo, y mi marido se llenó de diviesos. ¡Todo en la misma semana! Parece imposible, ¿verdad? Y aquí ha pasado lo mismo: primero ese horrible crimen y luego se muere Mr. Alfred envenenado por las setas. Me gustaría saber a quién le tocará el turno ahora.
Lucy sintió, con cierta desazón, que también a ella le gustaría saberlo.
—A mi marido le desagrada que venga ahora aquí —comentó Mrs. Kidder—. Cree que trae mala suerte. Pero lo que yo le digo es que hace mucho tiempo que conozco a miss Crackenthorpe, que es una dama muy cumplida y que cuenta conmigo. Y le he dicho que no podría permitir que la pobre miss Eyelesbarrow tuviese que hacer sola todo el trabajo de la casa. Y no es poco duro para usted, señorita, con todas estas bandejas.
Lucy tuvo que admitir que, en aquel momento, la vida parecía componerse únicamente de bandejas. Justo en ese instante estaba preparándolas para llevarlas a los diversos enfermos.
—En cuanto a las enfermeras —continuó Mrs. Kidder—, nunca hacen nada útil. Todo lo que quieren son tazas de té bien fuerte y las comidas preparadas. La verdad es que estoy agotada —afirmó con gran satisfacción aunque, en realidad, había hecho poco más que su trabajo normal de las mañanas.
—Usted nunca escatima su trabajo —dijo Lucy solemnemente.
Mrs. Kidder parecía complacida. Lucy recogió la primera bandeja y empezó a subir la escalera.
—¿Qué es eso? —preguntó Crackenthorpe.
—Caldo concentrado de carne y natillas.
—Pues ya se lo puede llevar. No lo quiero. Le dije a esa enfermera que quería un bistec.
—El doctor Quimper piensa que no debe comer bistec todavía.
Crackenthorpe dio un resoplido.
—Prácticamente estoy restablecido. Me levantaré mañana. ¿Cómo están los otros?
—Mr. Harold mucho mejor. Mañana regresa a Londres.
—Que se largue. ¿Qué hay de Cedric? ¿Alguna esperanza de que vuelva mañana a su isla?
—No, no se irá todavía.
—Lástima. ¿Qué está haciendo Emma? ¿Porqué no viene a verme?
—Está aún en cama, Mr. Crackenthorpe.
—Las mujeres siempre se miman a sí mismas. Pero usted es una muchacha sana y fuerte —declaró el viejo con aire de aprobación—. Todo el día corriendo, ¿verdad?
—Hago mucho ejercicio.
Crackenthorpe asintió.
—Usted es una muchacha sana y fuerte, y no crea que he olvidado lo que hablé con usted en otra ocasión. Uno de estos días, ya verá usted, Emma no va a continuar siempre disponiendo las cosas a su gusto. Y no escuche a los otros cuando le digan que soy un viejo avaro. Tengo cuidado con mi dinero. Tengo unos ahorrillos y sé en quién voy a gastarlo cuando llegue el momento.
Le dirigió una mirada afectuosa.
Lucy salió de la habitación rápidamente, evitando la mano que intentaba cogerla.
La bandeja siguiente fue para Emma.
—Oh, gracias, Lucy. Ya me siento mucho mejor. Tengo hambre y eso es buena señal, ¿verdad? Querida —continuó mientras Lucy colocaba la bandeja sobre sus rodillas—, estoy muy preocupada por su tía. Me figuro que no ha tenido usted ningún momento para ir a verla.
—No, la verdad es que no.
—Temo que ella debe de encontrarla a faltar.
—Oh, no se preocupe, miss Crackenthorpe. Mi tía se hará cargo de que hemos pasado unos días terribles.
—¿La ha telefoneado usted?
—No, últimamente no.
—Hágalo. Telefonéela cada día. Les gusta tanto a las personas ancianas que las llamen y les cuenten cosas.
—Es usted muy buena.
Su conciencia le atormentaba un poco cuando bajó a buscar la siguiente bandeja. Las complicaciones que habían surgido en la casa a causa de la indisposición que sufrían todos habían absorbido su atención por completo y no había tenido tiempo para pensar en nada más.
Decidió que telefonearía a miss Marple tan pronto como hubiese llevado a Cedric su comida.
Sólo había ahora en la casa una enfermera que se cruzó con ella en el descansillo. Se saludaron.
Cedric, con un aspecto increíblemente limpio y aseado, estaba sentado en la cama, muy ocupado en escribir en unas grandes hojas de papel.
—Hola, Lucy. ¿Qué caldo infernal me trae hoy? Quisiera que se deshiciese usted de esa terrible enfermera. Por alguna extraña razón no deja de decir: «¿Cómo estamos esta mañana?». «¿Hemos dormido bien?». «¡Oh, querido, somos muy traviesos desarmando la cama de esta manera!». —Lo dijo imitando la refinada pronunciación de la enfermera con un agudo falsete en la voz.
—Parece usted muy alegre. ¿Qué está haciendo?
—Hago planos. Planos de lo que hay que hacer con esta finca cuando el viejo la palme. Son unas tierras muy extensas, ya lo ve usted. Y no acabo de decidir si quiero quedarme yo con una parte y explotarla por mi cuenta o si es mejor que lo venda todo en parcelas. Es un terreno de gran valor industrial. Y la casa podría quedar como un sanatorio o una escuela. Sí, tal vez debiera vender la mitad del terreno y utilizar el dinero para hacer con la otra mitad algo más atrevido. ¿Qué le parece a usted?
—Aún no lo ha heredado usted —contestó Lucy secamente.
—Pero lo heredaré. No se dividirá como el resto de los bienes. Será todo para mí. Si lo vendo por un buen precio, tendré un capital, no una renta, y no tendré que pagar impuestos. Será dinero para quemar. Figúrese.
—Tenía entendido que usted despreciaba el dinero.
—Por supuesto que desprecio el dinero cuando no lo tengo. Es la única actitud digna que se puede adoptar. ¡Qué muchacha más adorable es usted, Lucy! ¿O es que me lo figuro sólo porque hace mucho tiempo que no he visto una mujer bonita?
—Yo diría que es más bien lo último.
—¿Sigue tan ocupada aseando a todo el mundo y todas las demás cosas?
—Alguien parece haberle aseado a usted.
—Ha sido esa condenada enfermera —contestó Cedric con resentimiento—. ¿Han celebrado la encuesta judicial por la muerte de Alfred? ¿Qué ha sucedido?
—Ha sido aplazada.
—La policía es precavida. Este envenenamiento en masa desconcierta un poco, ¿verdad? Mentalmente, quiero decir. No me refiero a otros aspectos más evidentes. Será mejor que vaya con ojo, muchacha.
—Ya lo hago.
—¿Ha vuelto al colegio el joven Alexander?
—Creo que está todavía con los Stoddart-West. De todas formas, el colegio no empieza hasta pasado mañana.
Antes de almorzar, Lucy llamó a miss Marple.
—Siento mucho no haber podido ir a verla, pero es que he estado muy ocupada.
—Por supuesto, querida, por supuesto. Además no hay nada que se pueda hacer en este momento. Sólo tenemos que esperar.
—Sí, pero ¿qué es lo que esperamos?
—Elspeth McGillicuddy volverá muy pronto. Le escribí para decirle que regresara por vía aérea en seguida. Le dije que era su deber. Por lo tanto, no se inquiete, querida.
Su voz era bondadosa y muy tranquilizadora.
—¿No creerá usted…? —empezó a decir Lucy, pero se detuvo.
—¿Que vayamos a tener más muertes? Oh, espero que no, querida. Pero nunca se sabe. Quiero decir, cuando hay alguna persona verdaderamente malvada. Y creo que hay mucha maldad aquí.
—O locura.
—Oh, sé que así es cómo se justifican las cosas en el mundo moderno. Pero yo, por mi parte, no estoy conforme.
Lucy colgó el teléfono, entró en la cocina y recogió la bandeja con su almuerzo. Mrs. Kidder se había quitado el delantal y estaba a punto de marcharse.
—¿Cree que podrá arreglárselas sola? —preguntó Mrs. Kidder solícita.
—Por supuesto, todo irá bien.
Se llevó la bandeja, no a la habitación grande y sombría que era el comedor, sino al pequeño gabinete. Estaba acabando de comer cuando se abrió la puerta y entró Bryan Eastley.
—Hola. ¡Qué sorpresa!
—Ya lo supongo —contestó Bryan—. ¿Cómo están todos?
—Oh, mucho mejor. Harold vuelve mañana a Londres.
—¿Qué piensa usted de todo esto? ¿Ha sido arsénico?
—Arsénico sin la menor duda.
—No ha aparecido todavía en los periódicos.
—No, creo que la policía lo mantendrá en secreto de momento.
—Alguien debe de odiar mucho a esta familia —comentó Bryan—. ¿Quién cree usted que tuvo más oportunidades de meterse en la cocina y manipular los alimentos?
—Supongo que yo.
Bryan la miró con inquietud.
—Pero usted no lo ha hecho, ¿verdad?
—No, no lo he hecho.
Nadie había tocado el curry. Lo había hecho ella sola, en la cocina, y lo había llevado a la mesa. El veneno lo había puesto alguna de las cinco personas que se sentaron a la mesa a comer.
—Quiero decir que… ¿Por qué habría usted de hacerlo? Esta familia no significa nada para usted, ¿verdad? Supongo que no le importa que haya vuelto aquí en este momento.
—No, no, naturalmente que no. ¿Ha venido para quedarse?
—Me gustaría mucho, si no considera usted que voy a ser un engorro.
—No se preocupe, ya nos arreglaremos.
—¿Sabe?, no tengo empleo en este momento y… bueno, estoy harto. ¿Está usted segura de que no le molesto?
—No, por mí no tiene que inquietarse. Es Emma quien manda aquí.
—Oh, por Emma no hay problema. Emma ha sido siempre muy buena conmigo a su manera. Porque se lo guarda todo para dentro. Es imprevisible nuestra querida Emma. Vivir como vive ella aquí, cuidando del viejo, es algo que acabaría con cualquiera. Lástima que no se haya casado. Me figuro que ahora será ya demasiado tarde.
—Yo no creo que sea demasiado tarde.
—Bueno. Un clérigo, quizá —exclamó animándose—. Sería útil en la parroquia y tendría tacto para tratar con los miembros de la Asociación de Madres. Se dice la Asociación de Madres, ¿verdad? No es que sepa muy bien lo que es, pero a veces sale en los libros. Y los domingos iría a la iglesia con sombrero.
—No parece un futuro muy halagüeño —dijo Lucy, levantándose y recogiendo la bandeja.
—Yo lo haré —se ofreció Bryan, quitándole la bandeja. Entraron juntos en la cocina—. ¿Quiere que la ayude a lavar todo eso? Me gusta esta cocina. Sé que ésta no es la clase de ocupación que le gusta a la gente en estos tiempos, pero a mí me gusta esta casa. Supongo que tengo unos gustos raros, pero así es. Y en ese parque podría aterrizar un avión fácilmente —añadió con entusiasmo.
Cogió un paño y empezó a secar las cucharas y los tenedores.
—Es una lástima que todo esto vaya a heredarlo Cedric —comentó—. Lo primero que hará será venderlo y marcharse al extranjero. Yo por mi parte, no acabo de entender que le encuentra la gente de malo a Inglaterra. Harold no querría tampoco esta casa y, desde luego, es demasiado grande para Emma. En cambio si le correspondiese a Alexander, él y yo estaríamos aquí tan alegres como unas Pascuas. Por supuesto, sería bonito tener una mujer aquí. —Miró a Lucy con gesto reflexivo—. En fin, ¿qué se saca de hablar? Para que Alexander tuviese esta casa sería preciso que antes muriesen todos ellos, y eso no es muy probable, ¿verdad? Además, por lo que he visto, el viejo podría muy bien llegar a centenario sólo para fastidiarlos a todos. Me figuro que no le afectó mucho la muerte de Alfred, ¿me equivoco?
—No. No mucho —contestó Lucy lacónica.
—¡Demonio de viejo! —exclamó Bryan animado.