Capítulo XX

A través del teléfono llegó la voz de Craddock con un tono de incredulidad.

—¿Alfred? ¿Alfred?

—No se lo esperaba, ¿verdad? —replicó Bacon.

—No. En realidad, casi estaba convencido de que era él el asesino.

—Me comentaron que le había identificado el guarda del andén. El caso parecía ponerse feo para él. Sí, parecía que habíamos encontrado a nuestro hombre.

—Ya ve. Estábamos equivocados.

Hubo un momento de silencio. Luego Craddock preguntó:

—Había una enfermera en la casa. ¿Cómo ha podido tener este descuido?

—No puede usted culparla. Miss Eyelesbarrow estaba agotada y se había retirado a dormir un poco. La enfermera tenía a su cargo cinco pacientes: el viejo, Emma, Cedric, Harold y Alfred. No podía estar en todas partes a la vez. Parece ser que el anciano Mr. Crackenthorpe se alborotó mucho. Dijo que estaba muriéndose. La enfermera entró, se quedó con él hasta que se calmó, salió de nuevo y le llevó a Alfred un poco de té con azúcar. Él lo bebió y se murió.

—¿Otra vez arsénico?

—Así parece. Por supuesto, pudo haber una recaída, pero Quimper no lo cree, y Johnstone tampoco.

—¿Hay que suponer entonces —dijo Craddock con aire de duda— que Alfred era la víctima escogida?

Bacon contestó con evidente interés:

—¿Se refiere usted a que la muerte de Alfred no beneficiaba a nadie, y que en cambio la del viejo favorecería a todo el mundo? Supongo que es posible que haya habido un error. Tal vez el asesino pensaba que esa taza de té estaba destinada al viejo.

—¿Están seguros de que así es como fue administrada el veneno?

—No, en absoluto. La mujer, como buena enfermera que es, lavó todos los utensilios. Tazas, cucharas, tetera, todo. Pero, en todo caso, no veo de qué otra manera hubiera podido hacerse.

—Y eso significaría —opinó Craddock pensativo— que uno de los pacientes no estaba tan mal como los otros. Que vio su oportunidad y echó el veneno en la taza.

—Bien, no se repetirá la broma —afirmó el inspector Bacon con voz áspera—. Hemos puesto ahora dos enfermeras, aparte de miss Eyelesbarrow, y un par de hombres, además. ¿Viene usted?

—¡Ahora mismo!

Lucy Eyelesbarrow cruzó el vestíbulo para salir al encuentro del inspector Craddock. Estaba pálida y desmejorada.

—Veo que lo está pasando mal —dijo Craddock.

—Ha sido como una pesadilla horrible. Anoche pensé realmente que todos estaban muñéndose.

—A causa del curry.

—¿Fue el curry?

—Sí. Muy bien sazonado con arsénico, con el toque de los Borgia.

—Si lo que me dice es verdad, debe ser… tiene que ser uno de la familia.

—¿No hay otra posibilidad?

—No. Ya lo ve usted, yo no empecé a hacer el maldito curry hasta algo tarde, después de las seis, porque Mr. Crackenthorpe me pidió especialmente que lo hiciese. Y tuve que abrir una lata nueva de curry, así que al menos ahí es seguro que no estaba el veneno. ¿Cree que el curry podría disimular el sabor?

—El arsénico no sabe a nada —señaló Craddock distraído—. En cuanto a la oportunidad, ¿quién de ellos tuvo la oportunidad de echar algo en el curry mientras se estaba guisando?

Lucy reflexionó.

—En realidad, cualquiera pudo deslizarse en la cocina mientras yo estaba poniendo la mesa en el comedor.

—Ya veo. Y ¿quién estaba en la casa? El viejo Crackenthorpe, Emma, Cedric…

—Harold y Alfred, que vinieron de Londres por la tarde. Ah, y Bryan, Bryan Eastley. Pero él se marchó antes de la comida. Tenía que entrevistarse con un hombre en Brackhampton.

—Esto encaja con la indisposición que sintió el anciano en Navidad —comentó Craddock—. Quimper ya sospechaba entonces que era arsénico. ¿Parecían todos igualmente enfermos la noche pasada?

—Creo —contestó Lucy, tras un momento de reflexión— que el anciano Crackenthorpe parecía el peor. El doctor Quimper tuvo que dedicarle mucha atención. Debo decir que es un médico estupendo. Cedric metía mucho más ruido que los otros. Por supuesto, las personas robustas y sanas lo hacen siempre.

—¿Qué me dice de Emma?

—Se sintió bastante mal.

—Pero me pregunto ¿por qué Alfred?

—Sí. ¿Hay que suponer que era Alfred la víctima escogida?

—Es curioso. ¡Yo también me he estado haciendo esa pregunta!

—Esto parece tan falto de sentido.

—Si yo pudiera solamente dar con el motivo de todo este embrollo. No tiene ninguna lógica. La mujer estrangulada del sarcófago era la viuda de Edmund Crackenthorpe, Martine. Supongámoslo así. Creo que ha quedado bastante claro a estas alturas. Tiene que haber una relación entre eso y el envenenamiento deliberado de Alfred. Todo queda en la familia. Pero aun diciendo que uno de ellos está loco, no adelantamos nada. —No, es cierto.

—Bien. Vele por usted misma —le recomendó Craddock—. Recuerde que hay un envenenador en esta casa, y que uno de sus pacientes del piso de arriba no está, probablemente, tan enfermo como pretende.

Después de la partida de Craddock, Lucy volvió lentamente al piso de arriba. Una voz imperiosa, algo debilitada por la enfermedad, la llamó cuando pasaba por delante de la puerta de Crackenthorpe.

—Muchacha… muchacha… ¿es usted? Venga aquí. Lucy entró en la habitación. Crackenthorpe yacía en el lecho, bien acomodado en sus almohadas. Lucy pensó que, para estar enfermo, parecía notablemente animado.

—La casa está llena de condenadas enfermeras —protestó el viejo—, pavoneándose por ahí, dándose importancia, tomándome la temperatura, y no me sirven lo que yo quiero comer. ¡No costará todo esto poco dinero! Dígale a Emma que las despache. Usted podría cuidarme muy bien.

—Todo el mundo se ha puesto enfermo, Mr. Crackenthorpe. Y comprenderá que yo no puedo cuidarlos a todos.

—Las setas —replicó él—. Las malditas setas son peligrosas. Fue esa sopa que comimos la noche pasada. Usted la hizo —añadió en tono acusador.

—No fueron las setas, Mr. Crackenthorpe.

—No la acuso a usted, muchacha, no la acuso a usted. Esto ha pasado otras veces. Una condenada seta venenosa se cuela entre las otras y hace su efecto. Cómo iba usted a saberlo. Yo sé que es usted una buena muchacha, y que no lo haría adrede. ¿Cómo está Emma?

—Se encuentra un poco mejor esta tarde.

—Ah, ¿y Harold?

—También está mejor.

—¿Qué es eso de que Alfred ha estirado la pata?

—No me explico que alguien le haya contado esto, Mr. Crackenthorpe.

El viejo soltó una carcajada como un relincho, muy divertido.

—Yo oigo cosas. No pueden ocultarme ningún secreto, por mucho que quieran. Así que Alfred ha muerto, ¿eh? Ése ya no podrá seguir aprovechándose de mí, ni verá nunca un penique de mi dinero. Todos están esperando a que me muera, ya se lo dije. Alfred en particular. Y es él quien se ha muerto. A esto lo llamo yo una broma del destino.

—Eso no es muy amable de su parte, Mr. Crackenthorpe —dijo Lucy severamente.

Crackenthorpe volvió a reírse.

—Les sobreviviré a todos ellos —cacareó—. Ya verá si lo hago, muchacha. Ya verá si lo hago.

Lucy se fue a su habitación, cogió su diccionario y buscó la palabra «tontina». Cerró luego el libro con expresión pensativa y se quedó mirando al vacío.

—No comprendo por qué desea usted verme —protestó el doctor Morris con gesto irritado.

—Usted conoce a la familia Crackenthorpe desde hace mucho tiempo —contestó el inspector Craddock.

—Sí, sí, he conocido a todos los Crackenthorpe. Recuerdo al viejo Josiah Crackenthorpe. Era un hombre duro de pelar, pero astuto. Hizo mucho dinero. —Acomodó mejor su cuerpo decrépito en el sillón y miró al inspector por debajo de sus pobladas cejas—. De modo que ha estado escuchando a ese tonto redomado de Quimper. ¡Estos médicos jóvenes! Siempre con ideas raras en la cabeza. Y a él se le metió que alguien intenta envenenar a Luther Crackenthorpe. ¡Qué tontería! Desde luego, tenía ataques gástricos. Y le administré el tratamiento adecuado. No eran muy frecuentes, nada grave.

—El doctor Quimper —señaló Craddock— parecía pensar que sí lo eran.

—No es propio de un médico ponerse a imaginar cosas. Después de todo, es de suponer que yo sabría reconocer los síntomas del envenenamiento por arsénico si lo viese.

—Son muchos los médicos famosos que no han sabido reconocerlo —le hizo notar Craddock. Y continuó, citando de memoria—: Hubo el caso Greenbarrow, Mrs. Teney, Charles Leeds, tres personas de la familia Westbury enterradas del modo más pacífico y normal sin que los doctores que les asistieron tuviesen la menor sospecha. Y estos médicos eran hombres ilustrados y de gran reputación.

—Muy bien, muy bien. Quiere usted decir que pude haberme equivocado. Bueno, yo creo que no. —Se detuvo un momento y luego preguntó—: ¿Quién creía Quimper que lo había hecho, si es que de verdad ha ocurrido?

—No lo sabe —contestó Craddock—. Estaba inquieto. Después de todo, allí hay mucho dinero.

—Sí, sí. Sé que lo heredarán cuando muera Luther Crackenthorpe. Y que lo necesitan desesperadamente. Eso es bien cierto, pero eso no significa que, para heredarlo antes, vayan a matar al viejo.

—No, no necesariamente —convino Craddock.

—En todo caso —manifestó el doctor Morris—, tengo por principio el no ponerme a sospechar cosas sin un fundamento serio. Un fundamento serio —repitió—. Admito que lo que acaba usted de decirme me ha impresionado un poco. Arsénico, y a gran escala. Pero sigo sin ver por qué ha venido a verme. Todo lo que puedo decirle es que yo no sospeché nada. Quizá debiera haberlo hecho. Quizás hubiera debido tomarme esos ataques gástricos de Luther Crackenthorpe como algo mucho más grave. Pero usted tiene ahora mucho más de que preocuparse.

Craddock se mostró conforme con ello.

—Lo que realmente necesito saber es un poco más sobre la familia Crackenthorpe. ¿Hay algún antecedente de desequilibrio mental?

Los ojos del doctor le dirigieron una viva mirada.

—Sí, ya sabía que pensaría usted eso. El viejo Josiah era bastante cuerdo. Duro como un clavo y sin ninguna deficiencia mental. Su mujer era una neurótica, tenía tendencia a la melancolía. Venía de una familia donde la endogamia había sido muy frecuente. Murió poco después de haber nacido su segundo hijo. Yo diría que Luther heredó de ella una cierta… una cierta inestabilidad. En su juventud era bastante normal, pero siempre anduvo a la greña con su padre. Josiah se sintió desilusionado con él y eso despertó en el muchacho un resentimiento que acabó por convertirse en una obsesión, aun después de casado. Por poco que hable con él, advertirá su profunda antipatía hacia todos sus hijos varones. En cambio, está muy encariñado con sus hijas, Emma y Edith, la que murió.

—¿Y por qué esa profunda antipatía hacia los hijos? —preguntó Craddock.

—Para descubrir eso, tendría usted que ir a ver a uno de esos psiquiatras que se han puesto tan de moda. Yo diría que Luther no se ha sentido nunca satisfecho consigo mismo y que está muy amargado por su situación financiera. Recibe una renta, pero no puede disponer del capital. Si tuviese el poder de desheredar a sus hijos, es probable que no los odiase tanto. La falta de poder le produce un sentimiento de humillación.

—¿Y por eso le complace tanto la idea de sobrevivirlos a todos?

—Es posible. Y creo que también ahí está la causa de su mezquindad. Estoy seguro de que a estas alturas habrá conseguido ahorrar una parte considerable de su cuantiosa renta, aunque, claro está, dado el increíble aumento de los impuestos no creo que ahora pueda ahorrar mucho.

Al inspector Craddock se le ocurrió una nueva idea.

—Habrá legado sus ahorros en su testamento en favor de alguien, ¿no? Eso sí puede hacerlo.

—Oh, sí, aunque sabe Dios a quién. Quizás a Emma, aunque me inclino a dudarlo. Emma tendrá ya su parte del dinero del abuelo. O tal vez a su nieto, Alexander.

—Está encariñado de él, ¿verdad?

—Sí. Por supuesto, es el hijo de una de sus hijas, no de un hijo. Tal vez ahí radique la diferencia. Y siente afecto por Bryan Eastley, el marido de Edith. Desde luego, no conozco muy bien a Bryan. Hace años que no he visto a ninguno de la familia. Pero me dio la impresión de que se sentiría muy desorientado después de la guerra. Tiene las cualidades que entonces se necesitaban: valor, osadía y una total falta de inquietud por el porvenir. Pero creo que no es muy estable. Es de esos nombres que siempre van a la deriva.

—Y, que usted sepa, ¿hay algún tipo de tara entre los miembros de la generación más joven?

—Cedric es un tipo excéntrico, rebelde por naturaleza. Yo no diría que sea del todo normal, pero ¿quién lo es en estos días? Harold no es un personaje agradable, es frío, siempre aguardando su oportunidad. Alfred está algo tocado por la vena de la delincuencia, siempre ha sido así. Presencié cómo sustraía el dinero destinado a las misiones que echaban en una alcancía que acostumbraban a tener en el vestíbulo. Ese tipo de cosas. Pero ya está bien. El pobre muchacho ha muerto. Supongo que no debería hablar mal de Alfred.

—¿Y qué me dice… —Craddock vaciló— de Emma?

—Buena muchacha, muy sosegada. Nunca sabe uno lo que piensa. Tiene sus propios planes y sus propias ideas, pero se los calla. Con más carácter de lo que podría creerse, a juzgar por su aspecto.

—Supongo que usted conocía a Edmund, el hijo que murió en Francia.

—Sí, y diría que era el mejor de la cuadrilla. Bueno, alegre, un chico simpático.

—¿Oyó usted mencionar alguna vez que iba a casarse, o se había casado, con una joven francesa poco antes de su muerte?

El doctor Morris frunció el entrecejo.

—Me parece recordar algo de eso. Pero hace ya mucho tiempo.

—Poco después de haber comenzado la guerra, ¿no?

—Sí. Ah, bien, me atrevo a decir que algún día se hubiera arrepentido de haberse casado con una extranjera.

—Tenemos motivos para pensar que sí lo hizo.

Y en pocas palabras le puso al corriente de los recientes sucesos.

—Recuerdo haber leído algo en los diarios sobre una mujer encontrada en un sarcófago. ¿Así que fue en Rutherford Hall?

—Y hay razones para creer que esa mujer era la viuda de Edmund Crackenthorpe.

—Bien, bien. Es extraordinario. Más propio de una novela que de la vida real. Pero ¿quién había de querer matar a esa pobrecilla? Quiero decir ¿qué relación puede tener esto con lo del arsénico?

—Existen dos posibilidades, pero están las dos muy traídas por los pelos. Quizás alguien es muy avaricioso y quiere toda la fortuna de Josiah Crackenthorpe.

—Será un condenado tonto si la quiere —declaró el doctor Morris—. Tendrá que pagar unos impuestos muy elevados sobre la renta.