Capítulo XVIII

Craddock entró por la puerta posterior escoltado por los muchachos. Éste parecía ser el camino acostumbrado. La cocina estaba bien iluminada y alegre. Lucy, con un gran delantal blanco, estaba trabajando la masa de un pastel. Apoyado contra el aparador y observándola con una especie de atención perruna, estaba Bryan Eastley, atusándose el gran bigote rubio.

—¡Hola, papá! —dijo Alexander—. ¿Vuelves a estar aquí?

—Me gusta este lugar, si miss Eyelesbarrow no tiene inconveniente.

—Oh, ninguno. Buenas tardes, inspector Craddock.

—¿Viene a investigar en la cocina? —preguntó Bryan con interés.

—No exactamente. ¿Mr. Cedric Crackenthorpe está aquí?

—Sí. Cedric está aquí. ¿Desea verlo?

—Me gustaría hablar un momento con él, si me hace el favor.

—Iré a ver si está en la casa —dijo Bryan—. Tal vez haya salido a dar una vuelta.

Y salió.

—Muchas gracias —le dijo Lucy—. Tengo las manos llenas de harina, de lo contrario, hubiera ido yo.

—¿Qué está preparando? —preguntó Stoddart-West, muy interesado.

—Flan de melocotón.

—¡Bien!

—¿Cenaremos pronto? —preguntó Alexander.

—No.

—¡Dios mío! Tengo un hambre terrible.

—Hay un trozo de tarta de jengibre en la despensa.

Los dos muchachos echaron a correr al mismo tiempo y chocaron en la puerta.

—Son como una plaga de langostas —comentó Lucy.

—La felicito —le dijo Craddock.

—¿Por qué?

—Por su ingenio a propósito de esto.

—¿A propósito de qué?

Craddock le indicó el álbum con el sobre.

—Está muy bien hecho.

—¿De qué habla?

—De esto, mi querida muchacha, de esto. —Lo sacó a medias.

Ella le miró sin comprender.

De repente, Craddock se sintió mareado.

—¿No ha falsificado usted esta pista y la ha puesto en el cuarto de la caldera para que la encontrasen los muchachos? Rápido, dígamelo.

—No tengo la menor idea de lo que me está hablando. ¿Quiere usted decir que…?

Craddock se apresuró a guardarse en el bolsillo el álbum al ver que volvía Bryan.

—Cedric está en la biblioteca. Vaya allí.

Y volvió a su sitio junto al aparador. El inspector Craddock se encaminó a la biblioteca.

Cedric Crackenthorpe parecía encantado de ver al inspector.

—¿Todavía investigando? —preguntó—. ¿Ha adelantado algo?

—Creo que hemos avanzado algo, Mr. Crackenthorpe.

—¿Han descubierto de quién era el cadáver?

—No hemos llegado a una identificación definitiva, pero tenemos una idea bastante aproximada.

—¡Estupendo!

—A causa de las últimas informaciones, necesitamos algunas aclaraciones más. Empiezo por usted, Mr. Crackenthorpe, ya que está aquí.

—No me quedaré mucho más tiempo. Regreso a Ibiza dentro de uno o dos días.

—Entonces llego en el momento oportuno.

—Prosiga, por favor.

—Quiero una relación detallada de los lugares en que estuvo, y de lo que hizo el viernes veinte de diciembre.

Cedric le dirigió una viva mirada. Luego se recostó, bostezó, adoptó una expresión de gran indiferencia y pareció esforzarse por recordar.

—Como ya le dije, me encontraba en Ibiza. El problema es que allí todos los días son iguales. Pintar por la mañana, siesta de tres a cinco. A veces tomo unos apuntes si la luz es buena. Luego tomo un aperitivo, en algunas ocasiones con el alcalde, en otras con el médico, en el café de la plaza mayor. Después de esto, alguna comida improvisada. La mayor parte de la velada en el Scotty’s Bar con algunos de mis amigos de la clase baja. ¿Es suficiente?

—Preferiría que me dijera usted la verdad, Mr. Crackenthorpe.

Cedric se incorporó en su asiento.

—Ésa es una observación muy ofensiva, inspector.

—¿Eso cree usted? Mr. Crackenthorpe, usted dice que salió de Ibiza el 21 de diciembre y llegó a Inglaterra el mismo día.

—Y así fue. ¿No es así, Emma?

Miss Crackenthorpe acababa de entrar en la biblioteca. Su mirada inquisitiva pasó de Cedric al inspector.

—Escucha, Emma. Yo llegué aquí para pasar la Navidad, el sábado anterior. Vine directamente del aeropuerto. ¿No es cierto?

—Sí —contestó Emma con extrañeza—. Llegaste aquí hacia el mediodía.

—Ahí lo tiene.

—Debe usted creernos muy tontos, Mr. Crackenthorpe —señaló Craddock siempre amable—. Sabe que podemos comprobarlo. ¿Puede enseñarme su pasaporte?

Hizo una pausa expectante.

—No puedo encontrar ese maldito documento —replicó Cedric—. Llevo buscándolo toda la mañana. Quería enviarlo a la agencia de viajes Cook.

—Creo que lo encontrará, Mr. Crackenthorpe, pero no será necesario. Los registros demuestran que entró en este país en la noche del diecinueve de diciembre. Quizá querrá usted darme cuenta de sus movimientos desde aquella hora hasta la del almuerzo del día veintiuno, en que llegó aquí.

Cedric parecía molesto.

—Esto es el infierno de la vida de hoy —dijo irritado—. Tanta burocracia y tanto trámite. Eso es lo que pasa en un Estado de burócratas. ¡Ya no puede uno ir adonde quiera ni hacer lo que le plazca! Siempre sale alguien haciendo preguntas. Y de todas formas, ¿a qué viene todo ese alboroto sobre el día veinte? ¿Qué tiene de particular ese día?

—Es el día en el que creemos que se cometió el asesinato. Naturalmente, usted puede negarse a contestar, pero…

—¿Quién dice que me niego a contestar? Déme tiempo hombre. En la encuesta judicial no parecían nada seguros sobre la fecha del asesinato. ¿Qué ha sucedido desde entonces?

Craddock no contestó.

Cedric miró a Emma de reojo:

—Creo que deberíamos ir a otra habitación.

—Les dejo a ustedes —se apresuró a decir Emma. Se detuvo en la puerta y añadió—: Ya comprenderás que esto es serio, Cedric. Si el veinte fue la fecha, debes decirle al inspector Craddock todo lo que hiciste paso a paso.

—La buena de Emma —dijo Cedric—. Bueno, ahí va mi historia. Sí. Salí de Ibiza el diecinueve. Mi plan era detenerme en París y pasar un par de días con algunos antiguos amigos de la Rive Gauche. Pero el caso es que venía en el avión una mujer muy atractiva. Algo delicioso. Hablando con franqueza, ella y yo estuvimos juntos. Ella iba a Estados Unidos y tenía que pasar un par de noches en Londres. Llegamos a Londres el día diecinueve. Nos alojamos en el Kingsway Palace (por si sus espías no lo han descubierto aún). Di el nombre de John Brown. Nunca conviene usar el nombre verdadero en estas ocasiones.

—¿Y el día veinte?

Cedric hizo una pausa.

—Una mañana muy ocupada con los efectos de una resaca terrible.

—¿Y la tarde, desde las tres en adelante?

—Déjeme pensar. Estuve vagando por ahí. Fui a la National Gallery, lo cual es una ocupación bastante respetable. Vi una película: Rowenna ofthe Range. Siempre me han apasionado las del oeste. Ésta era espléndida. Luego un par de copas en el bar, un sueñecito en mi habitación y, hacia las diez, a la calle otra vez con la amiguita y una visita a varios antros de moda. No puedo recordar siquiera sus nombres. Jumping Frog creo que era uno de ellos. Ella los conocía todos, me emborraché a conciencia y, para ser sincero, no recuerdo apenas nada más hasta que me desperté a la mañana siguiente con una resaca de mil diablos. Me eché agua fría en la cabeza, le pedí al farmacéutico que me preparara algo bien fuerte y vine aquí como si acabase de aterrizar en Heathrow. Pensé que no había necesidad de preocupar a Emma. Ya sabe usted lo que son las mujeres, siempre se ofenden si no vienes a casa directamente. Tuve que pedirle prestado el dinero para pagar el taxi. Yo venía completamente limpio. Inútil pedírselo al viejo. No hubiera soltado nada. Es un bruto y, además, sumamente tacaño. Bien, inspector, ¿está usted satisfecho?

—¿Puede probar, Mr. Crackenthorpe, lo que estuvo haciendo entre las tres y las siete de la tarde?

—Yo diría que no —contestó Cedric con buen humor—. La National Gallery, donde el personal te miran sin ver, y un cine lleno. No, no puedo.

Emma entró de nuevo. Traía en la mano una pequeña agenda.

—Desea usted saber lo que hizo todo el mundo el veinte de diciembre, ¿no es así, inspector Craddock?

—Así es, miss Crackenthorpe.

—He estado mirando mi agenda. El veinte fui a Brackhampton para asistir a una sesión de la Church Restoration Fund. Terminó hacia la una menos cuarto y almorcé con lady Adington y miss Barlett, que pertenecen al comité, en la cafetería Cadena. Después del almuerzo, hice algunas compras para Navidad. Fui a Greenford’s, Lyall y Swift’s y a Boot’s y, probablemente, a algunas otras tiendas. Tomé el té hacia las cinco menos cuarto en el Shamrock Tea Rooms y luego fui a la estación a recibir a Bryan. Volví a casa hacia las seis y encontré a mi padre de muy mal humor. Le había dejado preparada la comida, pero miss Hart, que tenía que venir por la tarde a servirle el té, aún no había llegado. Estaba tan enfadado que se encerró en su habitación y no quiso dejarme entrar ni hablar conmigo. No le gusta que salga por la tarde, pero yo salgo de vez en cuando.

—Y hace usted bien. Gracias, miss Crackenthorpe.

Craddock se calló la observación de que, siendo una mujer de un metro sesenta de altura, sus actividades durante aquella tarde no tenían mayor importancia. En cambio le dijo:

—Tengo entendido que sus otros dos hermanos vinieron más tarde.

—Alfred llegó a última hora de la tarde del sábado. Dijo que había intentado hablar conmigo por teléfono, pero mi padre, cuando se enfada, no contesta el teléfono. Mi hermano Harold no vino hasta la víspera de Navidad.

—Gracias, miss Crackenthorpe.

—Supongo que no debería preguntarlo —dijo ella, y vaciló antes de continuar—: ¿Qué es lo que ha ocurrido que le obliga a hacer estas preguntas?

Craddock sacó del bolsillo la cartera y cogió el sobre con las puntas de los dedos.

—Hágame el favor de no tocarlo. ¿Reconoce usted esto?

—Pero… —y Emma le miró llena de asombro—. Es mi letra. Es la carta que escribí a Martine.

—Ya lo suponía.

—¿Cómo la tiene usted? ¿Acaso ella…? ¿La ha encontrado?

—Es muy probable, sí. Este sobre vacío fue hallado aquí.

—¿En la casa?

—En sus dependencias.

—Entonces ¡ella estuvo aquí! Ella… ¿Quiere decir que era Martine la que estaba en el sarcófago?

—Eso parece, miss Crackenthorpe —respondió Craddock amablemente.

Y pareció más probable aún cuando, al regresar a la ciudad, encontró un mensaje de Armand Dessin:

Una de sus amigas ha recibido una postal de Anna Stravinska. ¡Al parecer, era cierta la historia del crucero! Ha llegado a Jamaica y está pasando, como dicen ustedes, ¡una temporada maravillosa!

Craddock hizo una pelota con el mensaje y lo echó a la papelera.

—Debo decir —exclamó Alexander, sentándose en la cama mientras comía un trozo de chocolate— que éste ha sido un día estupendo. ¡Mira que encontrar una pista verdadera! —Y en su voz vibraba un cierto deje de temor. Luego añadió sonriendo—: En realidad, estas vacaciones han sido estupendas. No creo que vuelva a vivir nunca una experiencia así.

—Espero que no vuelva a sucederme nunca a mí —dijo Lucy, que estaba arrodillada guardando la ropa de Alexander en una maleta—. ¿Quieres llevarte todas estas novelas?

—No, las dos de encima ya las he leído. El balón, las botas de fútbol y las botas de goma pueden ir por separado.

—¡Cuántas cosas llevas en tus viajes!

—Eso no importa. Vienen a buscarnos en el Rolls. Tienen un Rolls estupendo. Y tienen también uno de esos nuevos Mercedes Benz.

—Deben de ser muy ricos.

—¡Enormemente! Y muy amables, además. De todos modos, preferiría que no nos marchásemos de aquí. Podría aparecer otro cadáver.

—Sinceramente, espero que no.

—En los libros pasa continuamente. Quiero decir que alguien que ha visto u oído algo es eliminado también. Hasta podría ser usted —añadió, desenvolviendo una segunda chocolatina.

—¡Qué simpático!

—No deseo que sea usted —le aseguró Alexander—. Me resulta muy simpática, y lo mismo a Stoddart. Y como cocinera es fantástica. Sus platos son absolutamente deliciosos. Y es muy inteligente además.

—Gracias de nuevo, pero no tengo la intención de ser asesinada sólo por complacerte.

—Bien, entonces vale más que tenga cuidado.

Hizo una pausa para tragar un poco más de chocolate y después añadió con un tono algo curioso.

—Si papá aparece por aquí de vez en cuando, ¿le cuidará usted?

—Sí, por supuesto —contestó Lucy, algo sorprendida.

—El problema con papá —le informó Alexander— es que la vida de Londres no le sienta bien. Se relaciona con mujeres muy poco apropiadas. —Meneó la cabeza con expresión preocupada—. Yo siento mucho afecto por él, pero necesita alguien que le cuide. Va por ahí a la deriva y se mezcla con gente que no le conviene. Es una lástima que muriese mamá. Bryan necesita tener un hogar.

Miró a Lucy solemnemente y alargó la mano para tomar otra chocolatina.

—Una cuarta, no, Alexander —suplicó Lucy—. Te sentará mal.

—Oh, no lo crea. Una vez me tomé seis seguidas y como si nada. No soy de naturaleza débil. —Hizo una pausa y añadió después—: Usted le gusta a Bryan, ¿sabe?

—Es muy halagador de su parte.

—Para algunas cosas es un tonto redomado —afirmó el hijo de Bryan—. Pero era un gran piloto de caza. Es muy valiente y muy buena persona.

Se detuvo. Luego, dirigiendo la mirada al techo, continuó como hablando para sí mismo:

—Creo verdaderamente que sería bueno que volviese a casarse. Con alguien agradable. A mí por mi parte, no me importaría en absoluto tener madrastra. Quiero decir que no me importaría si fuese una mujer como Dios manda.

Lucy empezó a comprender con cierta sorpresa que había cierta intención bien clara en la conversación de Alexander.

—Todas esas tonterías sobre las madrastras —continuó el muchacho, siempre dirigiéndose al techo— están realmente pasadas de moda. Muchos muchachos que Stoddart y yo conocemos tienen madrastra, por los divorcios y todo eso, y se llevan muy bien. Depende de cómo sea ella, por supuesto. Y, por supuesto, es un poco pesado que le saquen a uno a pasear en los días de fiesta. Quiero decir, si hay dos parejas de padres. ¡Aunque, por otra parte, esto va bien si uno va mal de dinero! —Y se detuvo enfrentado a los problemas de la vida moderna—. Es más bonito tener tu propia casa y tus propios padres, pero si a uno se le ha muerto la madre… bueno, ¿comprende lo que quiero decir? Si es una mujer agradable —repitió por tercera vez.

Lucy se sintió conmovida.

—Creo que eres muy inteligente, Alexander. Hemos de intentar encontrar una buena esposa para tu querido padre.

—Sí —afirmó Alexander—, creo que se lo he dicho hace un momento. A Bryan le cae usted muy bien. Así me lo dijo.

Lucy pensó que realmente había por allí muchos casamenteros. ¡Primero miss Marple y ahora Alexander!

Por algún motivo, recordó la pocilga.

Se puso en pie.

—Buenas noches, Alexander. Sólo faltarán por meter en la maleta por la mañana las toallas y el pijama. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Alexander.

Se acostó en la cama, posó su cabeza en la almohada, cerró los ojos, la viva imagen de un ángel dormido, y se durmió en seguida.