—Ha sido muy amable por su parte invitarme a venir a tomar el té —le dijo Jane Marple a Emma Crackenthorpe.
Miss Marple era toda ella un mar de lana. El vivo retrato de una dulce ancianita. Miraba a su alrededor con expresión radiante: a Harold Crackenthorpe con su bien cortado traje oscuro; a Alfred, que le ofrecía unos sandwiches con una sonrisa encantadora; a Cedric que, con su chaqueta vieja a cuadros, junto a la chimenea, miraba malhumorado al resto de la familia.
—Nos ha complacido mucho que pudiera usted venir —respondió Emma cortésmente.
No hubo alusión alguna a la escena que tuvo lugar después del almuerzo, cuando Emma Crackenthorpe había exclamado:
—¡Pobre de mí! Lo había olvidado por completo. Le he dicho a miss Eyelesbarrow que podía invitar a su tía a tomar el té.
—Aplaza la visita —dijo Harold bruscamente—. Tenemos muchas cosas de que hablar. No queremos personas extrañas.
—Que tome el té en la cocina o en cualquier parte con la muchacha —señaló Alfred.
—¡Oh, no! No puedo hacer eso —replicó Emma con firmeza—. Sería una descortesía.
—¡Sí, hazla venir! —dijo Cedric—. Podremos sonsacarle algo sobre esa maravillosa Lucy. Debo decir que me gustaría saber algo más de esta muchacha. No estoy seguro de que pueda uno fiarse de ella. Es demasiado lista.
—Tiene muy buenas relaciones y es muy correcta —opinó Harold—. He hecho ciertas averiguaciones. Tenía que estar seguro. Porque, desde luego, no es muy normal eso de andar husmeando por ahí y encontrar un cadáver así como así.
—Si al menos supiéramos quién era esa condenada mujer —añadió Alfred.
—Creo, Emma —intervino Harold enojado—, que has debido perder el juicio al insinuar a la policía que la mujer muerta pudiera ser la amiga francesa de Edmund. Ahora seguro que pensarán que vino aquí y que uno de nosotros la mató.
—Oh, no, Harold. No exageres.
—Harold tiene mucha razón —afirmó Alfred—. ¿Qué te impulsó a hacer eso, Emma? Tengo la sensación de que por todas partes están siguiéndome agentes de paisano.
—Yo le aconsejé que no lo hiciera —señaló Cedric—. Pero Quimper la apoyó.
—A él esto no le importa —observó Harold, encolerizado—. Que se atenga a las píldoras, a los polvos y a la sanidad pública.
—Oh, basta de discusiones —dijo Emma un poco harta—. Estoy muy contenta de que venga esta miss-cómo-se-llame a tomar el té. Nos irá bien a todos tener aquí a una persona extraña que nos impida estar hablando siempre de lo mismo. Tengo que ir a arreglarme un poco.
Salió de la habitación.
—Lucy Eyelesbarrow —empezó Harold y se detuvo—. Estoy de acuerdo con Cedric, resulta muy extraño que estuviera husmeando por el granero y se le ocurriera abrir un sarcófago con una tapa que pesa una tonelada. Quizá deberíamos tomar medidas. Me pareció que su actitud, durante el almuerzo, fue un tanto antagónica.
—Déjamela a mí —señaló Alfred—. Pronto descubriré qué se propone.
—¿Por qué diablos tuvo que abrir precisamente el sarcófago?
—Quizá no sea en realidad la verdadera Lucy Eyelesbarrow —sugirió Cedric.
—¿Qué sentido tendría todo esto? —Harold parecía estar enteramente trastornado—. ¡Maldita sea!
Se miraron los unos a los otros con inquietud.
—Y encima tiene que venir esa condenada vieja a tomar el té. Precisamente cuando más necesitamos reflexionar.
—Hablaremos de todo esta noche —dijo Alfred—. Entretanto, intentaremos sonsacar algo sobre Lucy a su anciana tía.
Miss Marple, a quien Lucy había ido a buscar y se hallaba ya bien instalada junto al fuego, estaba ahora sonriendo a Alfred, que les servía los sandwiches, con la satisfacción que mostraba siempre al ser atendida por un hombre bien parecido.
—Muchas gracias. ¿Puedo preguntar…? Ah, huevo y sardina, sí, esto parece muy apetitoso. Temo ser extremadamente golosa cuando tomo el té. A medida que pasan los años, ya comprenderá. Y, naturalmente, por la noche sólo una cena muy ligera. Tengo que andar con cuidado. —De nuevo se volvió hacia Emma—: ¡Qué hermosa casa tienen ustedes! Y con tantos objetos preciosos. Estos bronces me recuerdan algo que mi padre compró en la Exposición de París. ¿Éstos los compró su abuelo? De estilo clásico, ¿verdad? Muy hermosos. ¡Qué satisfacción para usted tener la compañía de sus hermanos! Hay tantas familias dispersas. La India, aunque creo que eso ha terminado ya, y África, la costa oeste, un clima tan malo.
—Dos de mis hermanos viven en Londres.
—Esto es muy agradable para usted.
—Pero mi hermano Cedric es pintor y vive en Ibiza, una de las islas Baleares.
—Los pintores son muy aficionados a las islas, ¿verdad? —comentó miss Marple—. Chopin se fue a Mallorca, ¿no es cierto? Pero él era músico. Es en Gauguin en quien estaba pensando. Una vida triste y, a mi juicio, malograda. Por mi parte nunca he sentido especial admiración por los artistas que se dedican a pintar nativas y, aunque sé que tiene mucho renombre, nunca me ha gustado ese tono mostaza. Lo cierto es que me pone de muy mal humor mirar sus pinturas.
Miró a Cedric con gesto de ligera desaprobación.
—Háblenos de la infancia de Lucy, miss Marple —dijo éste.
Ella sonrió encantada.
—Lucy ha sido siempre tan lista. Sí, lo eras, querida, y no me interrumpas. Verdaderamente notable en aritmética. Recuerdo muy bien que, cuando el carnicero me cargaba demasiado por un trozo de lomo…
Miss Marple se enfrascó en los recuerdos de la infancia de Lucy, y de éstos pasó a sus propias experiencias en el pueblo.
La narración de estos recuerdos fue interrumpida por la entrada de Bryan y los muchachos, empapados y sucios, a consecuencia de su entusiasta exploración en busca de pistas. Sirvieron el té y en aquel momento llegó el doctor Quimper, que frunció ligeramente el entrecejo al mirar a su alrededor después que le presentaron a la anciana dama.
—Espero que su padre no se sentirá indispuesto.
—¡Oh, no! Únicamente se sentía un poco fatigado.
—Para evitar las visitas —señaló miss Marple con una sonrisa de complicidad—. ¡Cómo me recuerda a mi propio y querido padre!: «¿Qué dices? ¿Que va a venir una manada de gatas viejas?», le decía a mi madre. «Envíame el té al despacho». Era muy pícaro en estas ocasiones.
—Le ruego que no crea… —empezó a decir Emma, pero Cedric la interrumpió:
—Siempre toma el té en el despacho cuando vienen sus queridos hijos. En psicología eso se consideraría una reacción lógica, ¿no es cierto, doctor?
El doctor Quimper, que estaba devorando sandwiches y tarta con el placer de un hombre que por regla general dispone de muy poco tiempo para las comidas, contestó:
—La psicología está muy bien si se deja para los psicólogos. Lo malo es que, actualmente, todo el mundo es un psicólogo aficionado. Mis pacientes me dicen qué complejos y neurosis padecen sin siquiera darme la oportunidad de decírselo. Gracias, Emma, tomaré otra taza. Hoy no tuve tiempo de almorzar.
—Siempre pienso que la vida del médico es tan noble y abnegada —comentó miss Marple.
—¡No debe usted conocer a muchos médicos! —replicó el doctor Quimper—. Les llaman sanguijuelas ¡y, con frecuencia, lo son! En todo caso, ahora nos pagan, el Estado se cuida de que así sea. Nada de enviar facturas de honorarios que uno sabe que no se abonarán nunca. El inconveniente está en que cada paciente quiere ahora «sacar del Gobierno» todo lo que pueda y si la pequeña Jane tose dos veces durante la noche o el pequeño Tommy se comió un par de manzanas verdes, el pobre doctor se ha de levantar de la cama a medianoche. ¡Oh, qué rica está la tarta, Emma! ¡Qué espléndida y maravillosa cocinera es usted!
—No es mía. Es de miss Eyelesbarrow.
—Usted las hace tan buenas como ella —declaró Quimper con lealtad.
—¿Quiere ver a mi padre?
Se puso en pie y el doctor la siguió. Miss Marple los observó cuando salían de la habitación.
—Veo que miss Crackenthorpe es una hija muy afectuosa.
—No puedo imaginar por qué siente tanto aprecio por el viejo —manifestó Cedric con su descaro habitual.
—Tiene aquí una casa muy confortable y el viejo le tiene mucho apego —replicó Harold.
—Emma es muy buena —añadió Cedric—. Ha nacido para solterona.
Apareció un brillo de picardía en los ojos de miss Marple.
—¿Eso cree usted?
—Mi hermano —explicó Harold— no ha usado la palabra «solterona» en sentido peyorativo, miss Marple.
—Oh, no, no me había ofendido. Pensaba únicamente en lo que ha dicho. Por mi parte no diría que miss Crackenthorpe vaya a quedarse soltera. Creo que es la clase de mujer que no se casa joven, pero, cuando lo hace, es una magnífica esposa.
—Dudo mucho de que lo consiga si sigue viviendo aquí —opinó Cedric—. Nunca ve a nadie con quien pueda casarse.
—Siempre habrá clérigos y doctores.
Su mirada amable y traviesa pasó de uno a otro.
Era obvio que acababa de sugerir algo que jamás se les hubiera ocurrido, y no pareció agradarles demasiado la idea.
Miss Marple se puso en pie y este movimiento dio lugar a que cayesen al suelo varias pañoletas y el bolso.
Los tres hermanos se aplicaron galantemente a recogerlo todo.
—Son ustedes muy amables. Ah, mi pequeño echarpe azul. Sí, muy amables al invitarme a venir aquí. Tenía muchas ganas de conocer la casa donde trabaja mi querida Lucy.
—Inmejorables condiciones de trabajo con asesinato incluido —señaló Cedric.
—¡Cedric! —protestó la voz irritada de Harold.
Miss Marple sonrió a Cedric.
—¿Sabe usted a quién me recuerda? Al joven Thomas Eade, el hijo del director de nuestro banco. Siempre dispuesto a escandalizar a la gente. Naturalmente, en los bancos esto no se considera apropiado, así que tuvo que marcharse a las Indias Occidentales. Volvió cuando murió su padre y heredó mucho dinero. Le vino de perillas. Siempre se le dio mejor gastarlo que ganarlo.
Lucy acompañó a miss Marple. A la vuelta, una figura salió de la oscuridad y se plantó en medio del camino cuando se disponía a entrar por el camino trasero. A la luz de los faros vio como la figura levantaba una mano, y Lucy reconoció a Alfred Crackenthorpe.
—Eso está mejor —afirmó Alfred al entrar en el coche—. ¡Brrr! ¡Qué frío! Me había propuesto dar un paseo estimulante, pero me desdigo. ¿Ha dejado en casa a la anciana dama?
—Sí, ha disfrutado mucho con la visita.
—Bien se veía. Es curiosa la afición que tienen las personas mayores por la vida social, por aburrida que sea. Y, realmente, no hay nada más aburrido que Rutherford Hall. Dos días aquí es todo lo que yo puedo soportar. ¿Cómo se las arregla usted para permanecer aquí, Lucy? No le importa que la llame Lucy, ¿verdad?
—En absoluto. Yo no lo encuentro aburrido. Por supuesto, para mí no es una colocación definitiva.
—He estado observándola. Es usted una joven de talento, Lucy. Tiene demasiado para malgastarlo en guisar y limpiar.
—Gracias. Pero prefiero guisar y limpiar a un trabajo de oficina.
—Lo mismo diría yo. Pero hay otras maneras de ganarse la vida. Podría usted trabajar por su cuenta.
—Ya lo hago.
—No de este modo. Quiero decir, haciendo uso de su ingenio contra…
—¿Contra qué?
—¡Contra lo que sea! Contra todas las estúpidas y rutinarias normas y reglamentaciones que nos limitan en estos tiempos. Lo interesante es que siempre hay un medio de esquivarlas, si es uno lo bastante listo. Y usted es lista. Dígame, ¿no le atrae la idea?
—Es posible.
Lucy maniobró para meter el coche en el establo.
—¿No quiere comprometerse?
—Tendría que saber algo más.
—Francamente, mi querida niña, yo podría utilizarla. Tiene una manera de ser que es valiosísima, inspira confianza.
—¿Quiere que le ayude a vender lingotes de oro?
—Tanto no. Sólo algo un poco al margen de la ley, nada más. —Su mano se deslizó por el brazo de ella—. Es usted una muchacha condenadamente atractiva, Lucy. Me gustaría tenerla como asociada.
—Muy halagador.
—¿Eso significa que no quiere? Piénselo. Piense en lo divertido que será, en el placer de sentir que puede burlar todas las normas. Lo malo es que se necesita capital.
—Me temo que yo no lo tengo.
—¡Oh, ni yo se lo he pedido! Pronto estaré en posesión de mi propio dinero. Mi querido papá no puede vivir siempre, el viejo avaro. Y cuando desaparezca tendré en mis manos una suma importante. ¿Qué me dice a eso, Lucy?
—¿Cuáles son las condiciones?
—El matrimonio, si quiere. A las mujeres parece gustarles el matrimonio, por muy progresistas y avispadas que sean. Además, las mujeres casadas no pueden declarar contra sus maridos.
—¡No es tan halagador!
—Vamos, Lucy. ¿No ve que estoy enamorado de usted?
No sin cierta sorpresa, Lucy se dio cuenta de que sentía una extraña fascinación. Alfred poseía una especie de hechizo, tal vez un mero magnetismo animal. Se echó a reír y se escabulló del brazo que la rodeaba.
—Ésta no es hora de retozar. Hay que pensar en la comida.
—Cierto, Lucy, y usted es una cocinera adorable.
—¿Qué tenemos para comer?
—¡Espere y lo verá! ¡Es usted peor que esos muchachos!
Entraron en la casa y Lucy se encaminó rápidamente a la cocina. Se sorprendió cuando en medio de los preparativos de la cena, se vio interrumpida por Harold Crackenthorpe.
—Miss Eyelesbarrow, ¿podría hablar con usted?
—¿Más tarde, quizá, Mr. Crackenthorpe? Voy algo atrasada en mi trabajo.
—Desde luego, desde luego. ¿Después de cenar?
—Sí, será buena hora.
La comida fue debidamente servida y alabada. Lucy terminó de lavar los platos y salió al vestíbulo, donde Harold Crackenthorpe la esperaba.
—Usted dirá, Mr. Crackenthorpe.
—Pase aquí, por favor.
Abrió la puerta de la sala de estar, entró con la joven y la cerró.
—Me voy mañana temprano, pero quería decirle que estoy admirado por la gran diligencia que ha demostrado tener en todo.
—Gracias —dijo Lucy algo sorprendida.
—Y debo decirle también que considero que está usted malgastando sus aptitudes en esta casa, malgastándolas completamente.
—¿Eso cree usted? Yo no.
Lucy pensó que al menos Harold no podía pedirle que se casara con él, puesto que tenía ya una esposa.
—Deseaba proponerle que, ya que también ha sabido cuidarnos a todos durante esta lamentable crisis, viniese a verme a Londres. Si quiere telefonear e indicarme una hora, dejaré instrucciones a mi secretaria. La verdad es que a nuestra firma nos vendría muy bien una persona de su talento. Podríamos discutir a fondo el campo en que este talento podría emplearse mejor. Puedo ofrecerle, miss Eyelesbarrow, un sueldo ventajoso con brillantes perspectivas. Creo que quedaría usted gratamente sorprendida.
Mostró una magnánima sonrisa.
—Gracias, Mr. Crackenthorpe. Lo pensaré.
—No espere demasiado tiempo. Una joven deseosa de abrirse un camino en el mundo no debe dejar que se pierdan estas oportunidades.
Volvió a mostrar su reluciente dentadura en una amplia sonrisa.
—Buenas noches, miss Eyelesbarrow, que descanse bien.
—«Bueno, bueno —se dijo a sí misma—. Todo esto es muy interesante».
Cuando se retiraba a su habitación, Lucy encontró a Cedric en la escalera.
—Escuche, Lucy, deseo pedirle una cosa.
—¿Quiere que me case con usted y me vaya a Ibiza a cuidarlo?
Cedric pareció sorprendido y ligeramente alarmado.
—Nunca he pensado en tal cosa.
—Perdone. Era una broma.
—Sólo deseaba saber si hay en casa una guía de ferrocarriles.
—¿Nada más que eso? Hay una en la mesa del vestíbulo.
—No debería ir por ahí pensando que todo el mundo quiere casarse con usted —le reprochó Cedric—. Es usted una joven bien parecida, pero no hasta ese punto. Y hay un nombre para eso: la persona se obsesiona más y más con esa idea y puede acabar bastante mal. Si quiere que le diga la verdad, usted es la última muchacha del mundo con quien yo me casaría. La última.
—¿De veras? No hacía falta que fuera tan rudo. ¿Me preferiría quizá como madrastra?
—¿Qué? —exclamó Cedric, mirándola estupefacto.
—Ya lo ha oído —dijo Lucy, y entró en su habitación dando un portazo.