Capítulo XII

—¡Muchacha! ¡Eh, muchacha! Venga aquí. —Lucy volvió la cabeza sorprendida. El viejo Mr. Crackenthorpe la llamaba con enérgicas señas.

—¿Me llamaba usted, Mr. Crackenthorpe?

—No hable tanto y entre.

Lucy obedeció al imperioso dedo. El anciano la cogió por el brazo, la hizo pasar y cerró la puerta.

—Quiero enseñarle algo.

Lucy miró a su alrededor. Se hallaban en una pequeña habitación, evidentemente destinada a despacho, pero con señales igualmente claras de no haber sido utilizada desde hacía mucho tiempo. Había montones de papeles polvorientos sobre el escritorio y telarañas en los rincones del techo. El aire olía a rancio.

—¿Desea usted que limpie esta habitación?

El viejo Crackenthorpe meneó la cabeza con violencia.

—¡Ni se le ocurra! La mantengo cerrada. A Emma le gustaría husmear por aquí, pero no se lo permito. Ésta es mi habitación. ¿Ve estas piedras? Son muestras geológicas.

Lucy vio una colección de unos doce o catorce trozos de roca, algunos de ellos pulidos y otros ásperos.

—Preciosos —dijo indulgentemente—. Muy interesantes.

—Tiene usted toda la razón. Son interesantes. Y no se los enseño a todo el mundo. A usted le enseñaré mis otras cosas.

—Es usted muy amable, pero tengo que continuar con mis quehaceres. Con seis personas en la casa…

—¡Que acabarán comiéndose también mi casa! ¡Eso es todo lo que hacen cuando vienen aquí! ¡Comer! Y ni siquiera se ofrecen a pagarme lo que comen. ¡Sanguijuelas! Sólo esperan todos a que me muera. Bueno, no voy a morirme todavía. No voy a morirme para darles gusto a ellos. Soy bastante más fuerte de lo que Emma cree.

—Estoy segura de que sí.

—Ni soy tampoco tan viejo. Ella me presenta como a un anciano, y me trata como si lo fuera. Pero usted no lo cree, ¿verdad?

—Naturalmente que no.

—Inteligente muchacha. Eche una ojeada a esto.

Le indicó un gran dibujo amarillento colgado de la pared. Se trataba de un árbol genealógico. Una parte del mismo estaba hecho con trazos tan finos que se hubiera necesitado una lupa para leer los nombres. No obstante, los antepasados remotos aparecían en grandes y majestuosas letras mayúsculas, con coronas sobre los nombres.

—Descendientes de reyes —dijo Crackenthorpe—. Es el árbol genealógico de mi madre, no el de mi padre. ¡Mi padre era un plebeyo! ¡Un hombre vulgar! No sentía simpatía por mí. Siempre estuve muy por encima de él. Yo salí a la familia de mi madre. Tengo una sensibilidad natural para el arte y la escultura clásica. A él, en cambio, no le interesaba nada de eso, viejo idiota. No recuerdo a mi madre, murió cuando yo tenía dos años. Era la última de su familia. Estaban arruinados y ella se casó con mi padre. Pero mire aquí: Edward el Confesor, Ethelred el Desprevenido, toda la lista. Y eso fue antes de que llegaran los normandos. Antes de los normandos, eso es muy importante.

—Lo es, ciertamente.

—Ahora voy a enseñarle otra cosa.

La guió a través de la habitación hasta un enorme mueble de roble oscuro. Con algo de inquietud, Lucy notaba la fuerza de los dedos que aferraban su brazo. Ciertamente, no parecía que Crackenthorpe fuese débil en ningún aspecto.

—¿Ve esto? Vino de Lushington, la residencia de la familia de mi madre. Es isabelino. Se necesitan cuatro hombres para moverlo. Usted no sabe lo que guardo en su interior. ¿Desea que se lo enseñe?

—Sí, enséñemelo.

—Curiosa, ¿verdad? Todas las mujeres son curiosas.

Sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del armario inferior. De allí sacó una pequeña arca que parecía sorprendentemente nueva y la abrió.

—Eche una ojeada aquí, querida mía. ¿Sabe lo que es esto?

Levantó un paquete cilindrico. Abrió un extremo y varias monedas de oro cayeron en su mano.

—Mírelas, jovencita. Mírelas y tóquelas. ¿Sabe lo que son? ¡Apuesto a que no! Es usted demasiado joven. Soberanos, eso es lo que son. Soberanos de oro. Lo que usábamos antes de que se pusieran de moda todos esos sucios trozos de papel. Valen mucho más que todos esos papeles estúpidos. Los reuní hace mucho tiempo. Y tengo también otras cosas en esta arca. Todo preparado para el porvenir. Emma no lo sabe. Nadie lo sabe. Es nuestro secreto, ¿comprende, muchacha? ¿Sabe por qué se lo digo y se lo enseño?

—¿Por qué?

—Porque no quiero que se figure usted que soy un anciano enfermo y acabado. Este perro viejo tiene aún mucha vida por delante. Mi esposa murió hace mucho tiempo. Siempre me llevaba la contraria. No le gustaban los nombres que les di a los hijos, buenos nombres sajones. No le interesaba el árbol de la familia. Pero yo no hacía ningún caso de lo que ella decía, y ella era una criatura pobre de espíritu: cedía siempre. En cambio, usted tiene espíritu, tiene mucho carácter. Voy a darle un consejo. No se entregue a un hombre joven. ¡Los jóvenes son tontos! Necesita usted preparar el porvenir. Espere. —Apretó con los dedos el brazo de Lucy y acercó la boca a su oído—. No le digo nada más que esto: espere. Esos estúpidos tontos se figuran que voy a morir pronto. No voy a morirme. No me sorprendería que los sobreviviese a todos ellos. ¡Y entonces, ya veremos! Oh, sí, entonces ya veremos. Harold no tiene hijos. Cedric y Alfred no se han casado. Emma… Emma ya no se casará. Le gusta Quimper, pero a Quimper nunca se le ocurriría casarse con Emma. Queda Alexander, por supuesto. Sí, queda Alexander. Y, sabe, siento simpatía por el chico, ése es el problema, le tengo cariño.

Se detuvo un momento con el entrecejo fruncido y luego dijo:

—Bueno, muchacha, ¿qué me dice? ¿Qué me dice, eh?

—Miss Eyelesbarrow…

A través de la puerta llegó débilmente la voz de Emma. Lucy aprovechó la oportunidad con gratitud.

—Miss Crackenthorpe me llama. Tengo que irme. Muchas gracias por todo lo que me ha dejado ver.

—No olvide nuestro secreto.

—No lo olvidaré.

Se apresuró a salir al vestíbulo sin estar enteramente segura de si había o no había recibido una proposición de matrimonio.

Dermot Craddock se hallaba sentado ante su escritorio en su despacho de New Scotland Yard. Reclinado en una cómoda posición, sostenía el teléfono con un codo apoyado en la mesa. Hablaba en francés, idioma que conocía bastante bien.

—No es más que una idea, ya comprenderá —decía.

—Bueno, pero una idea es una idea —contestó la voz desde la prefectura de París—. Ya han comenzado las investigaciones en esos círculos. Mi agente me informa de que tiene dos o tres pistas que prometen. Si no tienen una familia o un amante, estas mujeres pueden desaparecer de la circulación sin ningún problema, porque no hay nadie que se inquiete por ellas. Se piensa que están de gira o que se han ido con su nuevo hombre, nadie pregunta. Es una lástima que en la fotografía que me envió sea tan difícil de reconocer. La estrangulación complica las cosas. ¿Qué le vamos a hacer? Miraré ahora los últimos informes que me han traído. Es posible que haya algo. Au revoir, mon cher.

Mientras Craddock reiteraba su cortés despedida, le dejaron un papel sobre su mesa. Decía así:

Miss Emma Crackenthorpe.

Desea ver al detective inspector Craddock.

Caso Rutherford Hall.

Colgó el teléfono y le dijo al agente:

—Haga entrar a miss Crackenthorpe.

Mientras la esperaba, se reclinó en su sillón.

Así que no se había equivocado. Emma Crackenthorpe sabía algo, no mucho quizá, pero algo. Y había decidido comunicárselo.

Se levantó cuando entró la visitante, le estrechó la mano, la invitó a sentarse y le ofreció un cigarrillo, que ella rehusó. Hubo una pausa momentánea. Pensó que Emma estaba buscando las palabras adecuadas. Se inclinó hacia delante.

—¿Ha venido usted a decirme algo, miss Crackenthorpe? ¿Puedo ayudarla? Ha estado inquieta por algún motivo, ¿verdad? Alguna cosa, quizá, que le parece que no tiene relación con el caso, aunque pudiera ser que sí. Ha venido a hablarme de eso ¿verdad? Algo relativo quizás a la identidad de la mujer muerta. ¿Cree usted saber quién era?

—No, no es eso exactamente. En realidad, creo que es muy improbable. Pero…

—Pero hay una posibilidad que la atormenta. Vale más que me lo explique. Tal vez podamos ayudarla.

Emma se tomó unos segundos antes de hablar.

—Ya conoce usted a mis tres hermanos. Pero sabrá que tenía otro hermano, Edmund, que murió en la guerra. Poco antes de su muerte me escribió desde Francia.

Abrió el bolso y sacó una vieja carta que decía así:

Espero que esto no te espante, Emmie, pero voy a casarme con una joven francesa. Todo esto ha sido muy repentino pero yo sé que sentirás afecto por Martine y que velarás por ella si a mí me sucede algo. Te daré todos los detalles en mi próxima carta, que escribiré estando ya casado. Comunícaselo al viejo con precaución, ¿lo harás? Probablemente pondrá el grito en el cielo cuando se entere.

El inspector Craddock tendió una mano. Tras un momento de vacilación, Emma le entregó la carta y continuó hablando rápidamente:

—A los dos días de recibir esta carta llegó un telegrama en el que nos comunicaban que Edmund había desaparecido en combate y que se le daba por muerto. Más tarde nos confirmaron definitivamente su muerte. Eso fue muy poco antes de Dunquerque, en un momento de gran confusión. Hasta donde pude yo descubrir, no consta en ningún documento militar que se hubiera casado, pero, como le digo, era una época de gran confusión. Nunca supe nada de la muchacha. Después de la guerra intenté hacer averiguaciones, pero yo sólo conocía su nombre de pila y, debido a la ocupación alemana, era difícil descubrir nada sin conocer el apellido o algún otro detalle. Al final decidí que seguramente el matrimonio no había llegado a celebrarse y que, probablemente, la muchacha se había casado con otra persona antes de terminar la guerra, o que quizás había muerto también.

El inspector Craddock asintió. Emma continuó:

—Imagine mi sorpresa al recibir, hace cosa de un mes, una carta firmada: Martine Crackenthorpe.

—¿La tiene usted?

Emma la sacó del bolso y se la entregó. Craddock la leyó con interés. Era la letra de una persona educada.

Querida mademoiselle:

Espero que la presente carta no le cause ningún trastorno. No sé siquiera si su hermano Edmund le comunicó que estábamos casados. Dijo que iba a hacerlo. Murió a los pocos días de nuestra boda y, al mismo tiempo, los alemanes ocuparon nuestro pueblo. Cuando terminó la guerra decidí no escribirle ni ponerme en contacto con usted, aunque Edmund me había dicho que lo hiciera. Por aquel entonces había rehecho mi vida y no era necesario. Pero ahora han cambiado las cosas. Le escribo esta carta por el bien de mi hijo. Es el hijo de su hermano, ya lo ve usted, y yo no puedo darle las oportunidades que debería tener. Llegaré a Inglaterra a principios de la semana próxima. ¿Me hará usted saber si puedo ir a verla? Puede enviarme la correspondencia al 126 de Elvers Crescent. De nuevo espero que esto no sea motivo de dolor para usted.

Reciba mis más afectuosos saludos,

MARTINE CRACKENTHORPE.

Craddock guardó silencio por un instante y releyó la carta cuidadosamente antes de devolverla.

—¿Qué hizo usted al recibir esta carta, miss Crackenthorpe?

—Mi cuñado, Bryan Eastley, estaba en casa y se la comenté. Luego llamé a mi hermano Harold, en Londres, para consultarle. Harold se mostró algo escéptico y aconsejó una extremada cautela. Dijo que debíamos comprobar cuidadosamente la identidad de esa mujer.

Emma hizo una pequeña pausa que Craddock procuro respetar:

—Esto era, por supuesto, lo que dictaba el sentido común, y estuve enteramente de acuerdo. Pero si esa muchacha… si esa mujer era realmente la Martine que me había mencionado Edmund en su carta, me pareció que debíamos darle un recibimiento amistoso. Escribí a la dirección que me había dado en la carta invitándola a venir a vernos en Rutherford Hall. Pocos días después recibí un telegrama de Londres que decía: «Lo siento mucho. Me veo obligada a regresar a Francia inmediatamente. Martine». Y no he vuelto a saber de ella.

—Todo esto ocurrió ¿cuándo?

Emma frunció el entrecejo.

—Poco antes de Navidad. Lo sé porque había pensado proponerle que pasara aquellas fiestas con nosotros, aunque, como mi padre no quiso ni oír hablar de ello, le propuse que viniese el fin de semana después de Navidad, mientras la familia estaba aún allí. Creo que el telegrama en que decía que regresaba a Francia llegó pocos días antes de Navidad.

—¿Y usted cree que la mujer cuyo cadáver fue encontrado en el sarcófago pudiera ser Martine?

—No, por supuesto, no lo creo. Pero cuando usted dijo que era probablemente una extranjera… bueno, no pude por menos de preguntarme si quizá…

Su voz se apagó.

Craddock habló con voz pausada y tranquilizadora:

—Ha hecho usted muy bien en informarme de esto. Lo tendremos en cuenta. Probablemente la mujer que le escribió a usted regresó a Francia y continúa viva y con buena salud. Por otra parte, no se puede negar que hay una cierta coincidencia de fechas, como usted misma ha notado. Tal como se declaró en la encuesta judicial, el dictamen del médico forense sitúa la muerte de la mujer asesinada unas tres o cuatro semanas atrás. No se apure, miss Crackenthorpe, deje el asunto en nuestras manos. Usted consultó a Harold Crackenthorpe. ¿Qué dijeron su padre y sus otros hermanos?

—Naturalmente, tuve que decírselo a mi padre. Se exaltó mucho. —Y añadió con una ligera sonrisa—: Estaba convencido de que todo era una comedia para sacarnos dinero. Mi padre se excita mucho cuando se trata de dinero. Cree, o finge creer, que es un hombre muy pobre y que necesita ahorrar cuanto pueda. Me figuro que las personas de edad sufren a veces obsesiones de esta clase. Por supuesto, no es verdad: tiene una renta considerable y no gasta ni la cuarta parte de ella, o no la gastaba hasta las nuevas subidas del impuesto sobre la renta. Ciertamente, tiene ahorrada una cuantiosa suma. Se lo comuniqué también a mis otros dos hermanos. Alfred la consideró más bien como una broma, aunque también él creyó que, casi con seguridad, se trataba de una impostora. Cedric, sencillamente, no se mostró interesado, es muy egocéntrico. La idea era que la familia recibiese a Martine, y que Mr. Wimborne, nuestro abogado, estuviese presente.

—¿Y qué pensó Mr. Wimborne de todo esto?

—No llegamos a discutir el asunto con él. Íbamos a hacerlo cuando llegó el telegrama de Martine.

—¿No han dado ustedes otros pasos?

—Sí. Escribí a la dirección de Londres con la nota «Sírvase dar curso» en el sobre, pero no he recibido ninguna respuesta.

—Un asunto bastante curioso. Hum. —La miró con atención y le preguntó—: ¿Y qué piensa usted de esto?

—No sé qué pensar.

—¿Cómo reaccionó en aquel momento? ¿Creyó que la carta era auténtica o pensaba como su padre y hermanos? A propósito, ¿qué pensó su cuñado?

—Bryan pensó que la carta era auténtica, sin duda alguna.

—¿Y usted?

—Yo no estaba segura.

—¿Y cómo la hacía sentir esta situación? En el supuesto de que esta muchacha fuera verdaderamente la viuda de su hermano Edmund.

El rostro de Emma se dulcificó.

—Yo quería mucho a Edmund. Era mi hermano favorito. La carta me pareció exactamente la que escribiría una muchacha como Martine en aquellas circunstancias. Los hechos tal y como los expuso me parecieron perfectamente plausibles. Di por supuesto que para el final de la guerra ya habría vuelto a casarse o viviría con algún hombre que la protegiera a ella y al niño. Luego, quizás el hombre murió o la dejó, y supongo que lo lógico era entonces apelar a la familia de su marido como él había querido. A mí me pareció que la carta era auténtica, pero Harold me hizo notar que también podía haberla escrito una impostora, una mujer que hubiera conocido a Martine y que estuviera al tanto de todos los hechos. Siendo así, no le resultaría difícil redactarla de un modo verosímil. Tuve que admitir que tenía razón, pero, aun así…

Se detuvo.

—¿Usted deseaba que fuese sincera?

Ella le dirigió una mirada de gratitud.

—Sí, deseaba que fuese auténtica. ¡Me hubiera gustado tanto que Edmund hubiese dejado un hijo!

Craddock asintió.

—Como usted dice, a juzgar por las apariencias, la carta parece auténtica. Lo que sí es sorprendente es lo que sigue, la repentina partida de Martine y el hecho de no haber tenido usted más noticias de ella. Usted le había enviado una contestación amable, estaba dispuesta a recibirla con afecto. ¿Por qué entonces, aun si había tenido que regresar a Francia, no volvió a escribirle? Esto, en el caso de que la carta fuese auténtica. Si era obra de una impostora, la explicación sería más fácil, naturalmente. He pensado que quizás hubiera usted consultado a Mr. Wimborne y que él hubiera empezado a hacer indagaciones que alarmaron a la mujer. Pero, según me dice, no fue ése el caso. Sin embargo, cabe la posibilidad de que alguno de sus hermanos haya investigado por su cuenta. Quizá Martine tuviese algo que ocultar en su pasado, y pensaba que sólo trataría con la cariñosa hermana de Edmund y no con hombres de negocios astutos y suspicaces. Tal vez esperaba sacarle a usted ciertas sumas de dinero para su niño, o ya no tan niño, sin que hiciera demasiadas preguntas. Pero descubrió que la situación con la que se encontraría sería muy otra, y que se vería envuelta en complicadas pesquisas legales. Porque, si Edmund Crackenthorpe dejó un hijo en legítimo matrimonio, ¿no sería este hijo lógicamente uno de los herederos de los bienes de su bisabuelo?

Emma asintió.

—Además, y según lo que me han dicho, heredaría a su debido tiempo Rutherford Hall y la tierra que lo rodea, que es ahora terreno edificable de gran valor.

Emma pareció ligeramente sobresaltada.

—Sí, no había pensado en eso.

—Bien, yo no me inquietaría. Ha hecho usted bien en venir a contármelo. Investigaré, pero me parece muy probable que no haya relación alguna entre la mujer que escribió la carta y que seguramente se proponía timarles, y la mujer cuyo cadáver fue encontrado en el sarcófago.

Emma se puso en pie con un suspiro de alivio.

—Me alegro mucho de habérselo dicho. Ha sido usted muy bueno.

Craddock la acompañó hasta la puerta.

Luego llamó al sargento Wetherall.

—Bob, tengo un trabajo para usted. Vaya al 126 de Elvers Crescent. Llévese fotografías de la mujer de Rutherford Hall. Vea qué puede averiguar sobre una mujer que se hace llamar Mrs. Crackenthorpe, Mrs. Martine Crackenthorpe, que vivió allí o iba a recoger sus cartas, aproximadamente entre el 15 y finales de diciembre.

—Muy bien, señor.

Craddock se ocupó en otros asuntos que esperaban su atención. Por la tarde fue a ver a un amigo suyo que era agente teatral. Sus pesquisas no dieron resultado.

Más tarde, al regresar a su despacho, se encontró con un telegrama de París.

Las señas podrían corresponder a Anna Stravinska, del Ballet Maritski. Sugiero que venga usted. Dessin, Prefecture.

Craddock dejó escapar un largo suspiro de alivio y su frente se aclaró.

¡Por fin! Se había acabado la confusión de Martine Crackenthorpe. Decidió salir con destino a Francia en el transbordador de la noche.