—Sencillamente, no le entiendo —afirmó Cedric Crackenthorpe. Se sentó en el murete casi en ruinas de una pocilga abandonada hacía ya mucho tiempo y miró a Lucy Eyelesbarrow—. ¿Qué es lo que no entiende?
—¿Qué está haciendo aquí? Estoy ganándome la vida.
—¿Como sirvienta? —preguntó él con tono desdeñoso.
—Está usted un poco anticuado —replicó Lucy—. ¡Una sirvienta! Soy una ayuda doméstica, una profesional, o una respuesta a sus oraciones. Más bien esto último.
—No es posible que le gusten todas las cosas que tiene que hacer: guisar, hacer camas, ir zumbando por ahí con una aspiradora, o como quiera que lo llamen, y meter los brazos hasta los codos en agua grasienta. Lucy se echó a reír.
—Quizá no ciertas cosas, pero cocinar satisface mis instintos creativos, y hay en mí algo que realmente me hace disfrutar cuando limpio.
—Yo vivo en un desorden permanente —afirmó Cedric—, y me gusta —añadió con tono desafiante.
—Ya se nota.
—Mi casa en Ibiza está administrada con arreglo a una pauta sencilla. Tres platos, dos tazas, una cama, una mesa y un par de sillas. Por todas partes hay polvo, manchas de pintura y trocitos de piedra: soy escultor, además de pintor, y no permito que nadie toque nada. No quiero a ninguna mujer cerca.
—¿Bajo ningún concepto?
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Estaba dando por supuesto que un artista como usted debe tener sin duda algún tipo de vida sentimental.
—Mi vida sentimental, como usted la llama, es cosa mía —afirmó Cedric con dignidad—. Lo que no quiero es una mujer mandona que esté siempre detrás mío intentando organizarme la vida.
—¡Cómo me gustaría meterle mano a su casa! —comentó Lucy—. ¡Sería todo un desafio!
—No tendrá usted esa oportunidad.
—Me lo figuro.
Cayeron algunos ladrillos fuera de la pocilga. Cedric volvió la cabeza y miró a las profundidades llenas de espinos.
—¡Mi querida Magdel! La recuerdo muy bien. Era una cerda de natural afectuoso y una madre prolífica. Diecisiete crías en la última camada. Acostumbrábamos a venir aquí cuando hacía una buena tarde y le rascábamos el lomo con un palo. Le encantaba.
—¿Cómo han dejado que llegue a semejante estado de dejadez este lugar? No puede haber sido únicamente por causa de la guerra.
—Me figuro que también le gustaría a usted limpiarlo. Vaya una mujer entrometida. ¡Ahora comprendo por qué ha tenido que ser precisamente usted quien descubriera el cadáver! No podía dejar en paz ni siquiera un sarcófago grecorromano. No, no es únicamente culpa de la guerra. Es cosa de mi padre. A propósito, ¿qué piensa usted de él?
—No he tenido mucho tiempo para pensar.
—No eluda la respuesta. Es tacaño como un demonio y, en mi opinión, está un poco chiflado también. Por supuesto, nos odia a todos, excepto a Emma. Es a causa del testamento de mi abuelo.
Lucy le dirigió una mirada inquisitiva.
—Mi abuelo fue el que hizo el dinero con las galletas y los caramelos. Todo tipo de repostería para el té. Y luego, como tenía una gran visión comercial, fue de los primeros en dedicarse a la fabricación de aperitivos, y ahora tenemos una buena parte del mercado. Llegó un día en que mi padre decidió que su sensibilidad quedaba muy por encima de los aperitivos. Viajó por Italia, los Balcanes, Grecia, y se dedicó al arte. Mi abuelo se enfadó muchísimo y decidió que mi padre no servía para los negocios ni entendía una palabra de arte (acertó en ambas cosas), así que dejó todo su dinero en usufructo para que pasara luego a sus nietos. Mi padre tendría la renta mientras viviese, pero no podría tocar el capital. ¿Y sabe usted lo que hizo? Dejó de gastar dinero. Vino aquí y empezó a ahorrar. Yo diría que a estas alturas ha acumulado una fortuna casi tan grande como la que dejó mi abuelo. Y entretanto, todos nosotros, Harold, yo mismo, Alfred y Emma, no hemos recibido un penique del capital del abuelo. Yo soy un pintor sin dinero. Harold se metió en los negocios y es ahora un importante financiero. Sabe hacer dinero. Aunque últimamente me ha llegado el rumor de que pasa algunos apuros. Alfred… bueno, a Alfred lo llamamos en la familia Alf el rápido.
—¿Por qué?
—¡Cuántas cosas quiere usted saber! Alfred ha resultado ser la oveja negra de la familia. No ha acabado en la cárcel, pero no le ha faltado mucho. Durante la guerra, estuvo en el ministerio de Abastecimientos, pero tuvo que dejar su puesto en circunstancias algo oscuras. Y después se metió en negocios turbios con las frutas envasadas y con huevos. Nada a lo grande. Sólo algunas operaciones dudosas.
—¿No es algo imprudente contar todas estas cosas a una persona extraña?
—¿Por qué? ¿Es usted una espía de la policía?
—Podría serlo.
—No lo creo. Estaba usted aquí trabajando como una negra antes de que la policía se interesase por nosotros. Yo diría…
Se interrumpió cuando su hermana Emma apareció por la puerta del huerto.
—Hola, Emma. Pareces preocupada.
—Lo estoy. Quiero hablar contigo, Cedric.
—Tengo que volver a la casa —dijo Lucy con tacto.
—No se vaya —protestó Cedric—. Este asesinato la ha convertido a usted prácticamente en una de la familia. Tiene derecho a enterarse.
—Tengo mucho quehacer —replicó Lucy—. Sólo vine a recoger un poco de perejil.
Se marchó del huerto. Cedric la siguió con la vista.
—Guapa muchacha. ¿Quién es en realidad?
—Oh, es muy conocida —contestó Emma—. Se ha especializado en esta clase de trabajo. Pero deja estar a Lucy Eyelesbarrow. Cedric, estoy muy inquieta. Al parecer, la policía cree que la mujer muerta era una extranjera, quizás una francesa. Cedric, ¿crees que podría ser Martine?
Por un momento Cedric la miró como si no comprendiese.
—¿Martine? Pero ¿quién demonios…? Oh, ¿te refieres a Martine?
—Sí. ¿No crees que…?
—¿Por qué había de ser Martine?
—Si te paras a pensarlo, es extraño que enviase aquel telegrama. Y fue más o menos por las mismas fechas. ¿Crees que pudo venir y…?
—Tonterías. ¿Por qué había de venir hasta aquí y dirigirse al granero? ¿Con qué objeto? A mí me parece una idea descabellada.
—¿No crees que debería decírselo al inspector Bacon o al otro?
—¿Decirle qué?
—Hablarle de Martine y de su carta.
—Escucha, hermanita, no quieras complicar las cosas sacando a relucir historias que no tienen nada que ver con todo esto. En todo caso, yo no he estado nunca muy convencido de la autenticidad de esa carta de Martine.
—Yo sí.
—Tú siempre estás dispuesta a creer lo imposible, hermanita. Mi consejo es que mantengas la boca cerrada. A la policía le corresponde identificar el cadáver. Apuesto a que Harold te diría lo mismo.
—Ya sé que Harold lo diría. Y Alfred también. Pero estoy inquieta, Cedric, verdaderamente inquieta. No sé qué debo hacer.
—Nada. Continúa con la boca cerrada. No hay que llamar al mal tiempo, ése es mi lema.
Emma Crackenthorpe suspiró. Volvió lentamente a la casa con la conciencia inquieta.
Al llegar a la calzada de entrada, vio al doctor Quimper salir de la casa y abrir la puerta de su viejo Austin. El médico se detuvo al verla y se dirigió a su encuentro.
—Bien, Emma, su padre está perfectamente. Al parecer le van los asesinatos. Le ha despertado interés por la vida. Se lo recomendaré a otros pacientes míos.
Emma sonrió mecánicamente. El doctor Quimper era un hombre perspicaz, y no pasó por alto la reacción de Emma.
—¿Le ocurre algo?
Emma le miró. Confiaba mucho en la benevolencia y comprensión del doctor. Se había convertido en un amigo. Su calculada brusquedad no la engañaba. Conocía la bondad que había detrás.
—Sí, estoy inquieta.
—¿Le importa decirme porqué? No lo haga si tiene reparos.
—Me gustaría contárselo. Aunque en parte ya sabe usted cómo es. No sé qué hacer.
—Siempre he confiado plenamente en su buen juicio. Cuanto usted decida, estará bien. ¿De qué se trata?
—Recordará, o quizá lo haya olvidado, lo que una vez le dije a propósito de mi hermano, el que murió en la guerra.
—¿Aquello de que se había casado o pensaba casarse con una muchacha francesa?
—Sí. Lo mataron a poco de haber recibido yo aquella carta. Y de la muchacha no volvimos a saber nada. De hecho conocíamos únicamente su nombre de pila. Suponíamos que nos escribiría o que aparecería por aquí, pero nunca lo hizo. Nunca supimos nada hasta hace cosa de un mes, poco antes de Navidad.
—Lo recuerdo. Recibió usted una carta.
—Sí. Decía que estaba en Inglaterra y que vendría a vernos. Todo estaba dispuesto y, luego, en el último momento, envió un telegrama avisando que debía volver inmediatamente a Francia.
—¿Y bien?
—La policía cree que la mujer que fue asesinada era francesa.
—¿Eso creen? A mí me pareció que tenía más bien un tipo inglés, pero nunca se sabe. ¿Y lo que la inquieta a usted es, entonces, la posibilidad de que la muerta pudiera ser la novia de su hermano?
—Me parece muy improbable. Pero, de todos modos, comprendo sus sentimientos.
—Me preguntaba si no debería informar a la policía de todo esto. Cedric y los otros dicen que no hay ninguna necesidad. ¿Qué opina usted, doctor?
—¡Hum! —El doctor Quimper frunció los labios y guardó un breve silencio ocupado en sus reflexiones. Luego dijo casi como a su pesar—: Desde luego, es mucho más sencillo no decir nada. Comprendo que sus hermanos digan eso. Y sin embargo…
—¿Sí?
El doctor Quimper la miró, con un brillo afectuoso en la mirada.
—Yo seguiría adelante y les informaría. Continuará usted inquieta si no lo hace. La conozco.
Emma se sonrojó un poco.
—Quizá sea una tontería.
—Haga lo que le parezca mejor, querida, ¡y mande a paseo al resto de la familia! Yo la apoyaré en lo que haga falta.