Capítulo X

Miss Marple, sentada muy erguida contra un fondo de perros de porcelana y regalos de Hargate, sonrió con gesto de aprobación al inspector Craddock.

—Me alegro tanto de que le hayan confiado este caso. Yo confiaba en que fuera usted.

—Al recibir su carta —comentó Craddock—, la llevé directamente a mi jefe. Justamente acababa de recibir la comunicación de Brackhampton solicitando nuestra intervención. Parecían creer que no se trataba de un crimen local. A mi jefe le interesó mucho lo que yo tuviera que decirle sobre usted. Por lo visto ya conocía su nombre, por las referencias que debió de darle mi padrino, supongo.

—Mi querido sir Henry… —murmuró miss Marple con afecto.

—Quiso que le contase todo lo referente al asunto de Little Paddocks. ¿Y quiere saber lo que dijo?

—Sí, por favor, si no es confidencial.

—Dijo: «Bien, como éste parece ser un asunto completamente disparatado, que se ha basado en la declaración de un par de damas ancianas que, contra todo pronóstico, han demostrado tener razón y, puesto que usted conoce ya a una de ellas, voy a encargarle el caso». ¡Y aquí me tiene! Y ahora, mi querida miss Marple, ¿adónde vamos a partir de aquí? Como puede ver, ésta no es una visita oficial. No he traído a ninguno de mis hombres. He pensado que antes podríamos cambiar impresiones.

Miss Marple le sonrió.

—Estoy segura de que nadie que lo conozca en su faceta oficial llegaría a adivinar que usted pueda ser tan humano, y más guapo que nunca, no se sonroje. Bien, ¿qué es exactamente lo que le han contado?

—Creo tener todos los datos: la declaración de su amiga, Mrs. McGillicuddy, a la policía de St. Mary Mead, la confirmación de su informe al revisor del tren y, también, la nota dirigida al jefe de estación de Brackhampton. Puedo decir que se efectuaron todas las investigaciones pertinentes por parte de los funcionarios correspondientes: el personal del ferrocarril y la policía. Pero no hay duda de que usted los supero a todos ellos gracias al más fantástico proceso de adivinación.

—Nada de adivinanzas —replicó miss Marple—. Yo tenía una gran ventaja. Yo conocía a Elspeth McGillicuddy. Nadie más la conocía. Faltaba una confirmación evidente de su versión y, si no había noticia de ninguna mujer desaparecida, era muy natural que creyesen que todo eran fantasías de una señora mayor, como suele ocurrir con las señoras de edad, pero no Elspeth McGillicuddy.

—No Elspeth McGillicuddy —convino el inspector—. Me gustaría mucho poder entrevistarme con ella. Quisiera que no se hubiese ido a Ceilán. De todas formas hemos enviado aviso para que se entrevisten con ella allí.

—Admito que mi razonamiento no es original —manifestó miss Marple—. Está tomado de Mark Twain. El muchacho que encontró el caballo. Se limitó a imaginarse adonde iría si fuese un caballo. Fue allí y lo encontró.

—¿Y usted imaginó qué haría si fuese un cruel asesino de sangre fría? —dijo Craddock, mirando pensativo a aquella anciana frágil y sonrosada—. Realmente tiene usted una mente…

—Como una cloaca, eso acostumbraba a decir mi sobrino Raymond —afirmó miss Marple asintiendo con energía—. Pero, como siempre le digo, las cloacas son una parte imprescindible del equipamiento doméstico y, en realidad, muy higiénicas.

—En ese caso, quizá pueda ir usted un poco más lejos, ponerse en el lugar del asesino, y decirme dónde está ahora exactamente.

Miss Marple suspiró.

—Quisiera poder hacerlo. Pero no tengo idea, no tengo la menor idea. Sin embargo, tiene que ser alguien que ha vivido allí o conoce muy bien Rutherford Hall.

—Conforme. Pero esto abre un campo muy extenso. Allí ha trabajado toda una larga serie de asistentas. Hay un Instituto para la Mujer, y antes estuvieron la gente de la Defensa Antiaérea. Todos conocían el granero, el sarcófago y el sitio en que se colgaba la llave. Todo el mundo conoce el lugar en los alrededores. Cualquiera que viva por aquí ha podido pensar que era el sitio adecuado para sus propósitos.

—Sí. Comprendo muy bien sus dificultades.

—No conseguiremos nada mientras no hayamos identificado el cadáver.

—¿También tienen dificultades por ese lado?

—Al final lo descubriremos. Estamos comprobando todas las denuncias de desapariciones de mujeres que tengan una edad y un aspecto físico semejante. Ninguna responde a los datos que poseemos. El médico forense le atribuye unos treinta y cinco años de edad, sana, probablemente casada y madre por lo menos de un hijo. El abrigo de piel es barato y fue comprado en una tienda de Londres. En el último trimestre se han vendido centenares de abrigos semejantes y alrededor de un sesenta por ciento de ellos a mujeres rubias. Ninguna vendedora reconoció la fotografía de la mujer muerta, y es lógico si la compra fue hecha en vísperas de Navidad. Su ropa parece ser de confección extranjera y, en su mayor parte, comprada en París. No aparecen marcas de lavandería inglesas. Hemos comunicado con París y están haciendo las oportunas comprobaciones. Por supuesto, tarde o temprano aparecerá alguien que tiene un pariente o inquilino desaparecido. Es sólo cuestión de tiempo.

—¿Ha sido de alguna utilidad la polvera?

—Desgraciadamente, no. Es un modelo barato que se vende a centenares en la rué de Rivoli, Y a propósito, usted o miss Eyelesbarrow debería haberla llevado a la policía inmediatamente.

Miss Marple meneó la cabeza.

—En aquel momento no se trataba en modo alguno de que se hubiese cometido un crimen —le señaló—. Si una señorita, practicando el golf, recoge de entre la hierba una polvera vieja y sin valor, seguramente no ha de apresurarse a llevársela a la policía. —Y añadió con firmeza—: Pensé que sería mucho más prudente encontrar antes el cadáver.

El inspector Craddock se sintió picado.

—Usted parece no haber dudado nunca de que se encontraría.

—Estaba segura de ello. Lucy Eyelesbarrow es una persona muy inteligente y eficiente.

—¡Vaya si lo es! ¡Me ha dejado completamente anonadado! Es tremendamente eficaz. Ningún hombre se atrevería a casarse con esa muchacha.

—Yo no diría tanto. Aunque desde luego, tendrá que ser un hombre muy especial. —Miss Marple consideró esta idea por un momento—. ¿Cómo se está desenvolviendo en Rutherford Hall?

—Por lo que yo sé, dependen por completo de ella. Comen de su mano, casi diría que literalmente. A propósito, no saben nada de su relación con usted. He preferido mantenerlo en secreto por el momento.

—Ahora ya no tiene relación conmigo. Ha hecho lo que le pedí que hiciese.

—Entonces, ¿podría despedirse y marcharse, si lo deseara?

—Sí.

—Pero continúa allí. ¿Por qué?

—No me ha mencionado sus razones. Es una muchacha muy inteligente. Sospecho que se siente interesada.

—¿En el problema o en la familia?

—Es difícil separarlos.

Craddock la miró con fijeza.

—¿Tiene usted alguna idea en particular?

—Oh, no. Oh, Dios mío, no.

—Yo creo que sí.

Miss Marple meneó la cabeza.

—Entonces —dijo Dermot Craddock suspirando—, lo único que puedo hacer es seguir indagando. ¡La vida del policía es tan monótona!

—Estoy segura de que obtendrá resultados.

—¿Tiene alguna otra idea que darme? ¿Alguna otra conjetura inspirada?

—Estaba pensando en algo así como las compañías teatrales —contestó miss Marple con cierta vaguedad—. De gira de un lado a otro y pocos lazos familiares. Seguramente nadie echaría de menos a una joven así.

—Sí. Quizá podamos encontrar algo por ese lado. Creo que debemos dar especial atención a esa posibilidad. —Y añadió—: ¿Por qué está sonriendo?

—¡Pensaba en la cara que pondrá Elspeth McGillicuddy cuando sepa que hemos encontrado el cadáver!

—¡Bien! —exclamó Mrs. McGillicuddy—. ¡Bien!

Le faltaban las palabras. Miró al joven agradable y bien hablado que se había presentado a ella con sus credenciales, y luego la fotografía que le había entregado.

—Es ella, sin la menor duda. Sí, es ella. La infeliz. Bueno, debo decir que me alegro de que hayan encontrado el cadáver. ¡Nadie creía una palabra de lo que yo decía! Ni la policía, ni el personal del ferrocarril, nadie. Es muy amargo que no te crean. En todo caso, que no se diga que no hice cuanto pude.

El amable joven emitió algunos sonidos de asentimiento.

—¿Dónde dice que hallaron el cadáver?

—En un granero perteneciente a una casa llamada Rutherford Hall, en las afueras de Brackhampton.

—Nunca lo había oído nombrar. ¿Y cómo fue a parar allí?

El joven no contestó.

—Supongo que lo encontró Jane Marple. Siempre se puede confiar en ella.

—El cadáver —dijo el joven, refiriéndose a algunas notas que tenía a la vista— fue hallado por una señorita llamada Lucy Eyelesbarrow.

—Tampoco la había oído nombrar nunca —afirmó Mrs. McGillicuddy—. Y sigo creyendo que Jane ha intervenido en este asunto.

—Como quiera que sea, Mrs. McGillicuddy, ¿reconoce usted esta foto como la de la mujer a quien vio en el tren?

—Una mujer a la que estaban estrangulando. Sí, es ella.

—Y que me dice del hombre ¿podría usted describirlo?

—Era alto.

—¿Qué más?

—Moreno.

—¿Qué más?

—Es todo lo que puedo decirle. Estaba de espaldas a mí. No lo vi.

—¿Lo reconocería usted si lo viese?

—¡Claro que no! Me daba la espalda. No llegué a ver su cara.

—¿Tiene idea de la edad que podría tener?

Mrs. McGillicuddy reflexionó.

—No, no, de veras. Quiero decir que no lo sé. Estoy casi segura de que no era muy joven. Sus hombros parecían asentados, no sé si me entiende. —El joven asintió—. De treinta para arriba, no puedo precisar más. En realidad, no estaba mirándolo a él. Era a ella a quien miraba con aquellas manos que atenazaban su cuello y la cara azul. Todavía ahora sueño a veces con ella.

—Debió ser un espectáculo muy angustioso —dijo el joven con expresión comprensiva. Cerró su cuaderno de notas y añadió—: ¿Cuándo regresa usted a Inglaterra?

—Dentro de tres semanas. A menos que lo considere usted necesario.

Él la tranquilizó en seguida.

—Oh, no. No podría usted hacer nada por ahora. Naturalmente, si hacemos una detención…

El correo trajo una carta de miss Marple. Estaba escrita con una letra puntiaguda de patas de araña y con muchos subrayados. Gracias a su larga práctica, Mrs. McGillicuddy la descifró fácilmente. Miss Marple le enviaba un relato muy completo a su amiga, que lo devoró palabra por palabra, con gran satisfacción.

¡Ella y Jane les habían dado una buena lección!