Las únicas personas que hicieron justicia al excelente almuerzo preparado por Lucy fueron los dos muchachos y Cedric Crackenthorpe, que parecía no sentirse afectado en absoluto por las circunstancias que habían motivado su viaje a Londres. En realidad parecía considerar toda aquella historia como una broma macabra.
Lucy advirtió que esta actitud resultaba muy molesta para su hermano Harold. Éste parecía tomar el asesinato como un insulto personal a la familia Crackenthorpe, y tan ofendido se sentía que apenas probó bocado. Emma se veía inquieta y apenada, y tampoco comió gran cosa. Alfred, por su parte, parecía perdido en sus pensamientos y habló muy poco. Era un hombre de buena apariencia, de rostro moreno y delgado, y ojos quizás algo demasiado cercanos entre sí.
Después del almuerzo, regresaron los inspectores y preguntaron cortésmente si podían hablar un momento con Mr. Cedric Crackenthorpe.
El inspector Craddock se mostró muy amable.
—Siéntese, Mr. Crackenthorpe. Tengo entendido que acaba usted de llegar de las Baleares. ¿Vive allí?
—Desde hace seis años. En Ibiza. Va más con mi carácter que este horrible país.
—Supongo que tiene mucho más sol que nosotros —dijo el inspector Craddock amablemente—. Creo que no hace mucho tiempo que estuvo aquí. Por Navidad, para ser más exactos. ¿Cómo es que ha vuelto tan pronto?
Cedric sonrió.
—Recibí un telegrama de Emma, mi hermana. Nunca habíamos tenido un asesinato en casa. No quise perderme nada y vine en seguida.
—¿Le interesa a usted la criminología?
—¡Oh, no hay por qué decirlo con palabras tan rimbombantes! Me interesan, sencillamente, los asesinatos, las novelas policiacas y todo eso. Y tener un asesinato en la propia casa es una oportunidad única. Además, me pareció que la pobre Emma necesitaría un poquito de ayuda, teniendo que atender al viejo, a la policía y a los demás.
—Ya veo. Apeló a tus sentimientos deportivos y a los familiares. No dudo de que su hermana le estará muy agradecida, aunque también han venido a socorrerla sus otros hermanos.
—Pero no para animarla y consolarla —contestó Cedric—. Harold está terriblemente trastornado. A un magnate de la City no le conviene verse relacionado con el asesinato de una mujer de dudoso carácter.
Las cejas de Craddock se enarcaron ligeramente.
—¿Era una mujer de carácter dudoso?
—Usted es la autoridad en la materia. Pero, a juzgar por los hechos, parece probable.
—Creí que quizá tenía usted alguna idea sobre su identidad.
—Escuche, inspector, usted ya sabe, o si no sus colegas se lo dirán, que no pude identificarla.
—He dicho una idea, Mr. Crackenthorpe. Usted puede no haber visto nunca a esa mujer y, sin embargo, tener motivos para imaginar quién era.
Cedric meneó la cabeza.
—Va usted desencaminado. No tengo ni la más remota idea. Está usted sugiriendo que vino al granero para tener una cita con alguno de nosotros. Pero ninguno de nosotros vive aquí. Las únicas personas que había en la casa eran una mujer y un anciano. ¿No imaginará usted que tuviera una cita con mi venerable padre?
—Nuestra idea es, y el inspector Bacon está de acuerdo conmigo, que la mujer pudo haber tenido en otro tiempo alguna relación con esta casa. Tal vez mucho tiempo atrás. Haga usted memoria, Mr. Crackenthorpe.
Cedric pensó por espacio de uno o dos segundos y luego meneó la cabeza.
—De vez en cuando tuvimos asistentas extranjeras, como en todas las casas, pero no se me ocurre nada. Pregunte a los demás, tal vez ellos recuerden algo.
—No dejaremos de hacerlo, por supuesto. —Craddock se reclinó en su silla—. Como ya habrá escuchado usted en la encuesta, el forense no pudo fijar el día de la muerte con mucha precisión. Más de dos semanas y menos de cuatro, lo que nos lleva a los alrededores de las fiestas navideñas. Usted me ha dicho que vino a casa por Navidad. ¿Cuándo llegó a Inglaterra y cuándo se marchó?
Cedric reflexionó.
—Déjeme pensar. Vine en avión. Llegué aquí el sábado anterior a Navidad, y eso era el veintiuno.
—¿Vino directamente desde Mallorca?
—Sí. Salí a las cinco de la mañana y llegué aquí al mediodía.
—¿Y se marchó…?
—Regresé el viernes siguiente, el día veintisiete.
—Gracias.
Cedric sonrió.
—Esto me deja bien dentro del límite por desgracia. Pero, verdaderamente, inspector, mi diversión favorita por Navidad no es estrangular mujeres jóvenes.
—Así lo espero, Mr. Crackenthorpe.
El inspector Bacon lo miró con expresión de disgusto.
—Una acción semejante —le dijo Cedric— demostraría una considerable falta de buena voluntad y de paz entre los hombres, ¿no le parece?
El inspector Bacon se limitó a gruñir, y su colega Craddock dijo con cortesía:
—Bien. Gracias, Mr. Crackenthorpe. Es todo por el momento.
—¿Qué piensa de él? —preguntó Craddock, cuando Cedric se marchó.
Bacon lanzó otro gruñido.
—Que es lo bastante descarado para hacer cualquier cosa. No me gusta ese tipo. Estos artistas son todos unos desaprensivos, y siempre andan mezclándose con mujeres de mala vida.
Craddock sonrió.
—Tampoco me gusta su manera de vestir —continuó Bacon—. Presentarse en la encuesta judicial de ese modo, ¡vaya falta de respeto! Llevaba los pantalones más sucios que he visto en mi vida. ¿Y se fijó en su corbata? Parecía un cordón teñido. Si quiere que le diga la verdad, a mí me parece la clase de hombre que podría estrangular a una mujer sin pestañear siquiera.
—A ésta no, si es verdad que no salió de Mallorca hasta el día veintiuno. Y eso es algo que podemos comprobar fácilmente.
Bacon le miró con viveza.
—Veo que no dice nada sobre la verdadera fecha en que se cometió el crimen.
—No, lo mantendremos en secreto por ahora. Me gusta guardar un as en la manga durante las primeras etapas.
Bacon inclinó la cabeza en señal de perfecta conformidad.
—Ya lo soltará cuando llegue el momento. Es lo mejor.
—Y ahora —dijo Craddock— vamos a ver qué tiene que decir sobre esto nuestro impecable caballero de la City.
Harold Crackenthorpe, con sus finos labios, tenía muy poco que decir sobre aquello. Era un incidente sumamente desagradable, sumamente desafortunado. Temía que los periódicos… tenía entendido que los periodistas… habían ya solicitado entrevistas, todas esas cosas. Lamentable.
Aquella retahila de frases entrecortadas acabó. Harold se recostó en su silla con la expresión de un hombre que tiene que soportar un olor nauseabundo.
Los sondeos del inspector no obtuvieron resultado. No tenía idea de quién podía ser la mujer. Sí, había estado en Rutherford Hall por Navidad. Le había sido imposible venir hasta la víspera de Nochebuena, pero se había quedado hasta el fin de semana siguiente.
—Conforme, entonces —manifestó el inspector Craddock, sin insistir más en sus preguntas.
Ya contaba con que Harold Crackenthorpe no iba a serle de gran utilidad.
El siguiente fue Alfred, que entró en la habitación con un aire indiferente que parecía un poquito exagerado.
Al mirarlo, Craddock tuvo la ligera sensación de que lo conocía. Seguramente lo había visto en alguna parte. ¿O tal vez era que había visto una foto en la prensa? El recuerdo venía unido a algo que era poco honroso. Le preguntó a Alfred qué profesión tenía, y la contestación fue vaga.
—En este momento me dedico a los seguros. Hasta hace poco tiempo me he dedicado a poner en el mercado un nuevo modelo de magnetófono. Enteramente revolucionario. El caso es que no ha ido nada mal.
El inspector Craddock adoptó una expresión amistosa. Nadie hubiera podido sospechar que su escrutadora mirada valoraba la superficial elegancia del traje de Alfred, y que en ese instante calculaba con bastante certeza el bajo precio que había costado. La ropa de Cedric tenía un aspecto lastimoso, casi raída, pero era de buen corte, una tela de excelente material. Aquí, en cambio todo era apariencia y contaba su propia historia. Craddock formuló las preguntas de rutina. Alfred pareció interesado, y aún ligeramente divertido.
—Es una idea curiosa la de que esta mujer haya servido alguna vez aquí. Como doncella seguro que no. Dudo de que mi hermana haya tenido ninguna. Ni creo que las tenga nadie en estos tiempos. Pero, por supuesto, hay muchas sirvientas extranjeras que andan por ahí. Hemos tenido polacas, y una o dos alemanas muy temperamentales. Dado que Emma niega rotundamente haber visto nunca a esa mujer, creo que debería descartar esa posibilidad, inspector. Emma es muy buena fisonomista. No, si la mujer vino de Londres… y a propósito, ¿qué le hace pensar que vino de Londres?
Formuló la pregunta de un modo enteramente natural, pero su mirada era viva e interesada.
El inspector Craddock sonrió y meneó la cabeza.
Alfred lo miró con atención.
—Se lo calla, ¿verdad? Un billete de vuelta en el bolsillo, quizás. ¿Es eso?
—Podría ser, Mr. Crackenthorpe.
—Bien, suponiendo que viniese de Londres, tal vez el joven con quien había de encontrarse tuvo la idea de que el granero sería un lugar muy apropiado para un asesinato discreto. Y es evidente que conocía la zona. Yo lo buscaría a él, si estuviese en su lugar, inspector.
—Estamos en ello —contestó el inspector Craddock y cuidó de que el tono de aquellas palabras expresara calma y confianza.
Después de dar las gracias a Alfred, lo despidió.
—¿Sabe? —le comentó a Bacon—. Estoy seguro de haber visto a ese tipo en alguna parte.
—Un tipo agudo. Tan agudo que se corta a sí mismo algunas veces.
—No sé si querrá usted hablar también conmigo, inspector —comentó Bryan Eastley, vacilando en la puerta antes de penetrar en la habitación—. No pertenezco exactamente a la familia.
—Veamos, ¿es usted Mr. Bryan Eastley, esposo de Edith Crackenthorpe, que murió hace cinco años?
—Así es.
—Es usted muy amable, Mr. Eastley, especialmente si sabe algo que cree pueda ayudarnos de algún modo.
—El caso es que no sé nada. Quisiera saber algo. Todo este asunto parece tan condenadamente extraño, ¿no es verdad? Venir a encontrarse con un amigo en este viejo y frío granero, en pleno invierno.
—Ciertamente, es muy confuso —convino el inspector Craddock.
—¿Es verdad que era extranjera? Corre por ahí ese rumor.
—¿Le sugiere a usted alguna idea esta posibilidad?
El inspector lo observó con atención, pero Bryan parecía no saber nada.
—Pues no, la verdad.
—Quizás era francesa —señaló el inspector Bacon.
Bryan se animó ligeramente. En sus ojos azules apareció un destello de interés y se atusó sus rubios bigotes.
—¿De veras? ¿Del alegre París? —Meneó la cabeza y prosiguió—: Porque si es verdad lo que me dice, aún parece más descabellado todo este asunto, ¿no lo cree usted así? Me refiero a eso de que se citaran en el granero. ¿Han tenido ustedes otros asesinatos con sarcófago? ¿Alguno de esos tipos con un impulso homicida o un complejo? ¿Alguien que se figura que es Calígula o algo por el estilo?
El inspector Craddock ni siquiera se molestó en rechazar esta teoría. En lugar de ello, preguntó despreocupadamente:
—¿Nadie en la familia tiene conocidos o se relaciona con franceses que usted sepa?
Bryan dijo que los Crackenthorpe no eran gente muy alegre.
—Harold está respetablemente casado. Una mujer con cara de besugo, hija de un par venido a menos. No creo que a Alfred le interesen gran cosa las mujeres. Se pasa la vida metido en negocios oscuros que generalmente acaban mal. Me atrevería a decir que Cedric ha encontrado en Ibiza algunas muchachas españolas que se mueren por él. A las mujeres suele gustarles Cedric. No siempre se afeita y aparece como si no se bañase nunca. No sé por qué lo encuentran atractivo, pero, al parecer, así es. Dígame, todo esto que le cuento no es muy útil, ¿verdad?
Le obsequió con una sonrisa.
—Mejor que llamen al joven Alexander —dijo—. Él y James Stoddart-West están buscando pistas por todas partes. Apostaría a que acabarán por encontrar algo.
El inspector Craddock dijo que así lo esperaba. Le dio las gracias a Bryan Eastley y manifestó que le gustaría hablar con miss Emma Crackenthorpe.
El inspector Craddock miró a Emma Crackenthorpe con mayor atención que al principio. Aún estaba intrigado por la expresión que había sorprendido en su rostro antes del almuerzo.
Era una mujer tranquila que, sin ser estúpida, tampoco era brillante. Una de esas mujeres de trato agradable que los hombres se sienten inclinados a aceptar del modo más natural y que tienen el arte de convertir la casa en un hogar, dándole una atmósfera de reposo y armonía. Tal fue la imagen que se formó de Emma Crackenthorpe.
Con frecuencia esta clase de mujeres son minusvaloradas. Bajo su aparente calma poseen un fuerte carácter y es conveniente tenerlas siempre en consideración. Craddock estaba pensando que, quizá, la pista del misterio de la mujer muerta en el sarcófago se hallaba en algún rincón de la mente de Emma.
Mientras cruzaban estos pensamientos por su cabeza, Craddock le preguntó sobre algunos detalles de poca importancia.
—Ya ha hablado usted con el inspector Bacon. De modo que no será necesario que la entretenga mucho rato con mis preguntas.
—Puede preguntarme cuanto desee.
—Como ya le dijo Mr. Wimborne, hemos llegado a la conclusión de que la mujer muerta no era de por aquí. Para usted, esto puede representar un motivo de alivio, y así parece creerlo Mr. Wimborne, pero para nosotros es un problema más. Será más difícil identificarla.
—¿No llevaba nada? ¿Un bolso? ¿Papeles?
Craddock meneó la cabeza.
—No hay bolso ni tenía nada en los bolsillos.
—¿No tiene usted idea de su nombre, de dónde venía, de nada en absoluto?
Craddock se dijo a sí mismo: «Quiere saber, tiene gran interés en saber quién era la mujer asesinada. ¿Lo habrá tenido siempre? No es ésta la impresión que tuvo Bacon, y es un hombre astuto».
—No sabemos nada de ella y por eso confiábamos en que alguno de ustedes podría ayudarnos. ¿Está segura de que no sabe nada? Aun sin reconocerla, ¿tiene idea de quién pudiera ser?
Percibió —aunque quizá fue sólo producto de su imaginación— una brevísima vacilación antes de que ella le respondiera:
—No tengo la menor idea, en absoluto.
Imperceptiblemente, la actitud del inspector Craddock cambió. Apenas podía advertirse a no ser por un ligero endurecimiento de la voz.
—Cuando Mr. Wimborne le dijo a usted que la mujer era extranjera, ¿por qué supuso que era francesa?
Emma no se alteró en lo más mínimo, se limitó a enarcar ligeramente las cejas.
—¿Supuse eso? Sí, creo que sí. En realidad, no sé porqué, como no sea porque una se inclina siempre a pensar que todos los extranjeros son franceses, hasta que se descubre cuál es su verdadera nacionalidad. La mayoría de los extranjeros que viven aquí son franceses, ¿no es verdad?
—Yo no diría eso, miss Crackenthorpe. No en la actualidad. Tenemos aquí muchas nacionalidades: italianos, alemanes, austríacos, escandinavos.
—Sí, supongo que tiene razón.
—¿Tenía algún motivo especial para creer que esta mujer fuera francesa?
Emma no se apresuró a negarlo. Pensó sólo un momento y luego meneó la cabeza casi con disgusto.
—No. La verdad es que no.
Lo miró plácidamente, sin pestañear. Craddock miró a su colega. El inspector Bacon se inclinó hacia delante y presentó una pequeña polvera esmaltada.
—¿Reconoce esto, miss Crackenthorpe?
Ella la tomó y la examinó.
—No. Ciertamente, no es mía.
—¿No tiene idea de a quién podía pertenecer?
—No.
—Entonces, no creo que haya necesidad de molestarla más por ahora.
—Gracias.
Emma se levantó y, dirigiéndoles una breve sonrisa, salió de la habitación. Una vez más, pudo ser sólo producto de su imaginación, pero Craddock pensó que se movía con cierta urgencia, como si la impulsara un súbito alivio.
—¿Cree usted que sabe algo? —preguntó Bacon.
—En una cierta etapa —contestó el inspector Craddock con acento deprimido—, se siente uno inclinado a pensar que todo el mundo sabe más de lo que está dispuesto a decir.
—Y así es efectivamente —observó Bacon, guiándose por su profunda experiencia—. Sólo que, muchas veces, lo que se calla no tiene nada que ver con el caso que uno lleva entre manos. Suele tratarse de algún pecadillo de la familia, o de algún turbio asunto que no quieren que salga a la luz.
—Sí, lo sé. Bien, por lo menos…
Pero lo que quiera que fuese que el inspector Craddock estaba a punto de decir, no llegó a ser dicho, porque la puerta se abrió de golpe y apareció en ella el viejo Crackenthorpe, que entró arrastrando los pies y dominado por una violenta indignación.
—Bonito comportamiento. ¡Que vengan aquí los de Scotland Yard y no tengan ni la cortesía de dirigirse antes que nadie al cabeza de familia! ¿Quién manda aquí, me lo puede usted decir? ¿Quién es el dueño de esta casa?
—Usted, por supuesto, Mr. Crackenthorpe —respondió Craddock con acento apaciguador, levantándose mientras hablaba—. Pero teníamos entendido que usted había ya dicho al inspector Bacon todo lo que sabía y que, no siendo muy bueno su estado de salud, no debíamos exigirle un esfuerzo excesivo. El doctor Quimper dijo…
—Ya me imagino lo que dijo. No soy un hombre fuerte, pero el doctor Quimper es una vieja; un médico muy bueno, que entiende mi caso, pero que tiene la manía de querer conservarme entre algodones. Maniático cuando se trata de la alimentación. Vino a verme por Navidad porque me sentí un poco indispuesto. Me preguntó qué había comido. ¿Cuándo? ¿Quién lo había guisado? ¿Quién lo había servido? ¡Me armó un escándalo! Pero, aunque pueda estar algo débil, me encuentro lo suficientemente bien para darles a ustedes mi apoyo más incondicional. ¡Un asesinato en mi casa, o mejor dicho, en mi propio granero! Es una construcción interesante, Isabelina. El arquitecto local dice que no, pero el hombre no entiende una palabra. Es del 1580. Pero no era de esto de lo que estábamos hablando. ¿Qué es lo que quiere usted saber? ¿Cuál es su hipótesis actual?
—Es un poco pronto para formular una hipótesis, Mr. Crackenthorpe. Estamos aún intentando descubrir quién era la mujer asesinada.
—¿Dicen ustedes que era extranjera?
—Eso creemos.
—¿Agente del enemigo?
—No es probable.
—¡No es probable! ¡No es probable! Esa gente está por todas partes. ¡Se infiltran! No comprendo cómo los deja entrar el ministerio del Interior. Me figuro que vienen a espiar nuestros secretos industriales. Eso es lo que hacen.
—¿En Brackhampton?
—Hay fábricas en todas partes. Hay una junto a la puerta trasera.
Craddock dirigió una mirada dubitativa a Bacon que respondió:
—Cajas de metal.
—¿Cómo sabe usted lo que realmente hacen allí? Puede uno tragarse todo lo que le cuentan esos individuos. Muy bien, pero si no era una espía, ¿qué cree usted que era? ¿Cree que estaba liada con uno de mis preciosos hijos? En ese caso debe de ser Alfred. Harold no, es demasiado precavido. Y Cedric no se digna vivir en este país. Muy bien, entonces era una amiga de Alfred. Y algún tipo de carácter violento la siguió hasta aquí, pensando que venía a verlo y la despachó. ¿Qué me dice?
El inspector Craddock contestó con diplomacia que aquélla era una hipótesis. Pero que Alfred Crackenthorpe no la había reconocido.
—¡Bah! ¡Ha tenido miedo! Alfred siempre ha sido un cobarde y un embustero. Ninguno de mis hijos vale nada. Son una bandada de buitres que esperan mi muerte. Ésa es su verdadera ocupación en la vida. —Se rió entre dientes—. Pero pueden esperar. ¡No voy a morirme para darles gusto! Bueno, no puedo hacer nada más por ustedes. Estoy cansado. Tengo que descansar.
Salió arrastrando los pies.
—¿Una amiga de Alfred? —preguntó Bacon—. Para mí que el viejo lo ha inventado todo. —Se detuvo, vacilando—. Personalmente, creo que Alfred es un buen muchacho, quizás un poco pasmado, pero no lo que andamos buscando en este momento. En cambio, ese tipo de las Fuerzas Aéreas…
—¿Bryan Eastley?
—Sí. He tropezado antes con uno o dos tipos como él. Van a la deriva. Se encontraron con el riesgo, la muerte y la aventura demasiado pronto en al vida. Y ahora todo les resulta demasiado monótono y poco satisfactorio. Supongo que en cierto modo hemos sido injustos con ellos, aunque no sé qué podríamos hacer para ayudarles. Pero ahí están, añorando su pasado y sin ningún porvenir. Son hombres a los que el riesgo no les asusta. La gente normal se anda con cuidado por instinto, más por prudencia que porque tengan algún sentido de la moralidad. Pero éstos no tienen miedo. Jugar a la segura no está en su vocabulario. Si Eastley se hubiese enredado con una mujer y hubiera querido matarla… —Se detuvo y levantó las manos en un gesto de indefensión—. Pero ¿por qué había de querer matarla? Y si mata uno a una mujer, ¿por qué meterla en el sarcófago de su suegro? No, si he de serle sincero, creo que nadie de la familia ha tenido nada que ver con el asesinato. Si no, no se hubieran tomado el trabajo de plantar el cadáver en sus propias dependencias.
Craddock convino en que aquello difícilmente hubiera tenido sentido.
—¿Hay algo más que quiera usted hacer aquí?
Craddock respondió que no.
Bacon propuso que volviesen a Brackhampton para tomar una taza de té, pero el inspector Craddock le dijo que iría a ver a una antigua conocida.