Capítulo VII

—Será mejor que pongamos el caso en manos de Scotland Yard, ¿no lo cree usted así, Bacon? El jefe de policía miraba inquisitivamente al corpulento inspector Bacon, quien, a juzgar por su expresión, era una persona muy disgustada con la humanidad.

—La mujer no era de la localidad, señor. Hay algunas razones para creer, por su ropa interior, que quizá sea extranjera. Por supuesto —se apresuró a añadir el inspector Bacon—, no diré nada sobre esto por el momento. Lo guardaremos en secreto hasta después de la encuesta preliminar.

El jefe asintió.

—¿Supongo que la encuesta será una cuestión de trámite?

—Sí, señor. He hablado con el coronel.

—¿Y para cuándo está fijada?

—Para mañana. Creo que estarán aquí los otros miembros de la familia Crackenthorpe. Tal vez alguno de ellos pueda identificarla. Estarán todos. —Consultó una lista que tenía en la mano—. Harold Crackenthorpe es alguien en la City, un personaje importante. De Alfred ignoro por completo a qué se dedica. Cedric es el que vive en el extranjero. ¡Es pintor!

El inspector dio a la palabra un tono siniestro que hizo sonreír al jefe.

—¿Hay alguna razón para creer que la familia Crackenthorpe pueda estar relacionada con el crimen?

—Ninguna, aparte el hecho de haber sido encontrado el cadáver en su propiedad —dijo el inspector Bacon—. Desde luego, que el artista miembro de la familia sea capaz de identificarla no es más que una posibilidad. Lo que no puedo comprender es este extraordinario galimatías del tren.

—Ah, sí. ¿Ha ido usted a ver a esta señora… cómo se llama? —Echó una mirada a las notas que tenía sobre la mesa—. ¿A miss Marple?

—Sí, señor. Está completamente convencida de lo que dice. Si está o no está chiflada, no lo sé, pero ella se atiene a su historia sobre lo que vio su amiga y todo lo demás. Tal como están las cosas, me atrevo a decir que esto no puede ser más que una invención. Ya sabe usted como son las viejas. Cuando no ven platillos volantes en el jardín ven agentes rusos en las bibliotecas. Lo que sí parece claro es que contrató a esa joven, la sirvienta, y le encargó que buscase un cadáver, y que la chica lo buscó.

—Y lo encontró —observó el jefe—. Bien, he aquí una historia muy notable. Marple, miss Jane Marple. Ese nombre me resulta familiar. Como quiera que sea, voy a ponerme en comunicación con el Yard. Creo que tiene usted razón y que no se trata de un caso local, aunque de momento no diremos nada. Hemos de procurar que a la prensa se filtren los menos datos posibles.

La encuesta judicial fue un mero trámite. Nadie compareció para identificar a la mujer muerta. Lucy fue llamada a declarar sobre el hallazgo del cadáver, y se escuchó el dictamen facultativo sobre la causa de la muerte: estrangulación. Las diligencias quedaron entonces aplazadas.

El tiempo era frío y ventoso cuando la familia Crackenthorpe salió del local donde había tenido lugar la encuesta. Entre todos eran cinco: Emma, Cedric, Harold, Alfred y Bryan Eastley, el viudo de Edith, la hija fallecida. Estaba también allí Mr. Wimborne, titular del bufete de abogados que se encargaba de los asuntos legales de los Crackenthorpe. Había venido de Londres especialmente para asistir a la encuesta. Todos se quedaron un momento en la acera, temblando de frío. Se había reunido allí una muchedumbre. La prensa local y la de Londres habían informado ampliamente del «cadáver en el sarcófago».

Corrió un murmullo: «Son ellos.».

—Vámonos de aquí —dijo Emma con acritud.

El gran Daimler de alquiler se acercó al bordillo. Emma subió al coche y llamó a Lucy. Wimborne, Cedric y Harold las siguieron.

—Llevaré a Alfred en mi pequeño coche —dijo Brian Eastley.

El chófer cerró la puerta y el Daimler se dispuso a arrancar.

—¡Oh, espere! —exclamó Emma—. ¡Ahí están los muchachos!

A pesar de sus ofendidas protestas, los chicos habían tenido que quedarse en Rutherford Hall, pero aquí estaban con una sonrisa de oreja a oreja.

—Hemos venido en bicicleta —explicó Stoddart-West—. El agente ha sido muy amable y nos ha dejado ponernos al fondo de la sala. Confío en que no se molestará, miss Crackenthorpe.

—No se molesta —contestó Cedric, hablando por su hermana—. No se es joven más que una vez. Supongo que es vuestra primera encuesta.

—Nos ha desilusionado un poco —declaró Alexander—. Todo ha terminado tan pronto.

—No podemos quedarnos hablando aquí —señaló Harold con impaciencia—. Hay mucha gente. Y todos esos reporteros con cámaras fotográficas.

Hizo una seña al chófer, que puso el coche en marcha. Los muchachos los despidieron alegremente.

—¡Que todo ha terminado tan pronto! —comentó Cedric—. ¡Eso es lo que creen, pobres ingenuos! Sólo acaba de empezar.

—Es una gran contrariedad —señaló Harold—. Una gran contrariedad. Yo supongo que…

Miró a Wimborne, que apretaba sus delgados labios y meneaba la cabeza con gesto de disgusto.

—Confío en que todo este asunto pueda quedar solucionado satisfactoriamente —sentenció—. La policía es muy diligente. No obstante, como dice Harold, ha sido una gran contrariedad.

Mientras hablaba, había dirigido a Lucy una mirada de clara desaprobación, que parecía decir: «A no ser por esta joven que se ha metido en lo que no le importaba, nada de esto hubiera ocurrido».

Esta misma opinión, o una que se le parecía mucho, fue expresada en voz alta por Harold Crackenthorpe:

—A propósito, miss… ejem… Eyelesbarrow, ¿qué fue en realidad lo que la impulsó a mirar en el interior del sarcófago?

Lucy se había estado preguntando cuándo se le ocurriría preguntar eso a alguien de la familia. Sabía que sería lo primero que la policía le preguntaría. Lo que le sorprendía es que no se le hubiese ocurrido a nadie más hasta aquel momento.

Cedric, Emma, Harold y Wimborne la miraban.

La respuesta la tenía ya bien pensada.

—En realidad —respondió con voz vacilante—, apenas lo sé. Me pareció que el lugar necesitaba una limpieza a fondo y que se tiraran las cosas inservibles. Además —añadió titubeando—, había un olor muy particular y desagradable.

Muy acertadamente, había contado con que evitarían de inmediato un tema tan poco grato.

—Sí, por supuesto —murmuró Wimborne—, unas tres semanas, según dice el forense. Creo sinceramente que no debemos dejarnos afectar por este desagradable suceso. —Sonrió con aire tranquilizador a Emma, que había palidecido mucho—. Al fin y al cabo, esa desdichada joven no tenía nada que ver con ninguno de nosotros.

—Ah, pero no se puede estar seguro de eso, ¿verdad? —observó Cedric.

Lucy Eyelesbarrow lo miró con cierto interés. Le intrigaban ya las sorprendentes diferencias entre los tres hermanos. Cedric era un hombre corpulento, de rostro curtido, pelo oscuro alborotado y actitud jovial. Había llegado del aeropuerto sin afeitar y, aunque se afeitó para asistir a la encuesta, llevaba aún las mismas ropas, que parecían ser las únicas que poseía: un viejo pantalón de franela y una chaqueta demasiado grande y raída. La estampa de un bohemio.

Su hermano Harold, por el contrario, era el caballero de la City por excelencia, y dirigía importantes compañías. Era alto, de porte erguido, tenía el pelo oscuro y algo escaso en las sienes, usaba un bígotito negro e iba impecablemente vestido con un traje oscuro y una corbata gris perla. Parecía lo que era: un astuto y próspero hombre de negocios.

—Realmente, Cedric —comentó con sequedad—, esa observación estaba completamente fuera lugar.

—No veo por qué. Después de todo, estaba en nuestro granero. ¿Qué había venido a hacer allí?

Wimborne carraspeó.

—Posiblemente alguna cita. Tengo entendido que todo el mundo sabía que la llave estaba fuera, colgada de un clavo.

Su tono indicaba que le ofendía el descuido que suponía esta costumbre. Y resultó tan obvio que Emma sintió la necesidad de disculparse.

—Es una costumbre que comenzó durante la guerra. Los vigilantes de la Defensa Antiaérea iban al granero a prepararse un chocolate caliente. Y luego, como no se guardaba nada de valor, continuamos dejando la llave fuera. Era cómodo para el personal del Instituto de la Mujer. Si la hubiésemos guardado en casa, hubiera sido muy molesto que alguna vez necesitaran utilizar el granero y se encontraran con que no había nadie en la casa, sólo una asistenta y nadie de servicio permanente…

No acabó la frase. Había hablado automáticamente dando una larga explicación sin interés, como si su atención hubiera estado en otra parte.

Cedric le dirigió una rápida mirada.

—¿Estás inquieta, hermanita? ¿Qué pasa?

—De verdad, Cedric, ¿no te parece que es obvio? —replicó Harold con exasperación.

—No. De acuerdo que una joven desconocida ha sido asesinada en el granero de Rutherford Hall (parece un melodrama Victoriano), y comprendo que le haya causado a Emma una fuerte impresión en el primer momento, pero Emma siempre ha sido una muchacha muy sensata, y no veo por qué continúa preocupándose por esto. ¡Qué demonio! Uno se acostumbra a todo.

—A algunas personas puede costarles un poco más que a ti acostumbrarse a un asesinato —señaló Harold agriamente—. Me atrevería a decir que los asesinatos son el pan nuestro de cada día en Mallorca.

—Ibiza, no Mallorca.

—Es lo mismo.

—En absoluto. Son islas diferentes.

—Lo que quiero decir —Harold continuó hablando— es que aunque para ti los asesinatos sean la cosa más corriente del mundo, viviendo entre latinos de sangre caliente, aquí, en Inglaterra, estas cuestiones nos las tomamos muy en serio. —Cada vez más irritado, añadió—: Y francamente, Cedric, presentarse en una encuesta judicial con esas ropas.

—¿Qué le pasa a mis ropas? Son cómodas.

—Son impropias.

—Bueno, en todo caso, son las únicas que tengo. No me he entretenido en preparar mi maleta porque tenía que venir corriendo para poder estar con la familia. Soy pintor y a los pintores nos gusta vestir cómodos.

—¿No me digas que aún estás intentando pintar?

—Oye, Harold, cuando dices «intentando pintar»…

Wimborne carraspeó de forma autoritaria.

—Esta discusión es inútil —manifestó en tono de reproche—. Espero, mi querida Emma, que me diga si puedo hacer algo más por usted antes de regresar a Londres.

El reproche produjo su efecto. Emma Crackenthorpe se apresuró a responder:

—Ha sido muy amable de su parte el venir aquí.

—Nada de eso. Era conveniente que alguien estuviese presente para hacerse cargo de estas diligencias por la familia. Tengo una entrevista con el inspector en la casa. No dudo que, por muy doloroso que sea todo esto, la situación pronto quedará aclarada. En mi opinión no hay duda sobre lo que ocurrió. Tal como ha dicho Emma, todo el mundo sabía por aquí que la llave del granero estaba colgada junto a la puerta. De modo que probablemente las parejas de la localidad lo utilizaban como lugar de cita en los meses de invierno. Seguramente, hubo una disputa y el muchacho perdió el dominio de sí mismo. Horrorizado por lo que había hecho, vio el sarcófago y se dio cuenta de que sería un excelente escondrijo.

«Sí —pensó Lucy—, eso parece muy verosímil. Supongo que podría ser».

—¿Dice usted una pareja de la localidad? —observó Cedric—. Pero nadie de los alrededores ha podido identificar a la muchacha.

—Es demasiado pronto para afirmarlo. Sin duda, tendremos una identificación antes de que pase mucho tiempo. Y hay que tener también en cuenta que aunque el hombre resida en las cercanías, bien pudiera ser que la mujer proceda de algún otro lugar, o incluso de otra zona del mismo Braclchampton. Piensen que es casi una ciudad. Ha crecido mucho en los últimos veinte años.

—Si yo fuese una muchacha y viniese a reunirme con mi novio, no aceptaría que me llevase a un granero húmedo y frío situado a varias millas de distancia —objetó Cedric—. Preferiría que me abrazase en un cine. ¿No piensa usted lo mismo, miss Eyelesbarrow?

—¿Es necesario discutir sobre todo esto? —preguntó Harold quejumbrosamente.

Y mientras formulaba esta pregunta, llegó el coche ante la puerta de Rutherford Hall y todos se apearon.