Capítulo VI

Pocos minutos después, Lucy, algo pálida, salió del granero, cerró la puerta y dejó la llave en su sitio. Fue rápidamente a los establos, sacó el coche y salió de la finca por el camino trasero. Se detuvo en la oficina de correos, entró en la cabina telefónica, echó una moneda y marcó un número.

—Deseo hablar con miss Marple. —Está descansando, señorita. Hablo con miss Eyelesbarrow, ¿verdad?

—No voy a molestarla, señorita. Es una anciana y necesita descanso.

—Pues debe hacerlo. Es urgente.

—No pienso hacerlo.

—Haga lo que le digo inmediatamente.

Cuando quería, su voz era tan dura como el acero. Y Florence sabía cuando debía someterse a la autoridad.

Miss Marple no tardó en atender la llamada:

—Diga, Lucy.

Lucy inspiró con fuerza.

—Tenía usted toda la razón. Lo he encontrado.

—¿El cuerpo de una mujer?

—Sí. Una mujer con un abrigo de piel. Está en un sarcófago de piedra, en un granero que es como un museo, cerca de la casa. ¿Qué quiere usted que haga? Tendría que informar a la policía.

—Sí. Debe informar a la policía. En seguida.

—¿Y que les digo? ¿Qué pasa con usted? Lo primero que querrán saber es por qué he levantado una tapa que pesa toneladas sin ninguna razón aparente. ¿Quiere que invente una excusa? Puedo hacerlo.

—No es necesario. Lo único que debe hacer es decir la verdad —contestó miss Marple con su voz seria y amable.

—¿Acerca de usted?

—Acerca de todo.

En el blanco rostro de Lucy apareció una sonrisa.

—Eso será fácil. ¡Pero imagino que les costará un poco creerlo!

Colgó el teléfono, esperó un momento y llamó a la comisaría de policía.

—Acabo de descubrir un cadáver en un sarcófago, en el granero de Rutherford Hall.

—¿Cómo dice?

Lucy repitió su declaración y, anticipándose a la siguiente pregunta, dio su nombre.

Regresó a la finca, guardó el coche y entró en la casa.

En el vestíbulo se detuvo un momento para pensar.

Luego asintió bruscamente y entró en la biblioteca, donde miss Crackenthorpe ayudaba a su padre a resolver el crucigrama del The limes.

—¿Puedo hablar un momento con usted, miss Crackenthorpe?

Emma alzó la mirada y al ver una sombra de aprensión en el rostro que Lucy, lo atribuyó a cuestiones de orden doméstico. Era la fórmula habitual del personal de servicio para anunciar su inmediata partida.

—Bien, hable, muchacha, hable —intervino el viejo Crackenthorpe, con irritación.

—Preferiría que hablásemos en privado —insistió Lucy sin hacer caso del viejo.

—Tonterías —protestó Crackenthorpe—. Diga de una vez lo que tenga que decir.

—Un momento nada más, padre. —Emma se levantó y fue hacia la puerta.

—Qué tontería. Seguro que no corre prisa —insistió el viejo, enojado.

—Me temo que sí —replicó Lucy.

—¡Qué impertinencia! —exclamó Crackenthorpe.

Emma salió al vestíbulo. Lucy la siguió sin olvidarse de cerrar la puerta tras ellas.

—¿Sí? —empezó Emma—. ¿De qué se trata? Si cree que con la visita de esos muchachos hay demasiado trabajo, yo puedo ayudarla y…

—No se trata de eso. No he querido hablar delante de su padre porque he considerado que en su estado podría sufrir un fuerte sobresalto. Acabo de descubrir el cuerpo de una mujer asesinada en ese gran sarcófago del granero.

Emma Crackenthorpe la miró atónita.

—¿En el sarcófago? ¿Una mujer asesinada? ¡Es imposible!

—Me temo que es enteramente cierto. He llamado a la policía. Llegarán aquí de un momento a otro.

Las mejillas de Emma enrojecieron ligeramente.

—Debía habérmelo dicho primero a mí, antes de avisar a la policía.

—Lo siento.

—No la he oído llamarlos —y la mirada de Emma se dirigió al teléfono colocado sobre la mesa del vestíbulo.

—He llamado desde la oficina de correos, al final de la calle.

—¡Vaya! ¿Por qué no desde aquí?

Lucy musitó una excusa.

—No quería que los muchachos me oyeran.

—Ya veo. Sí, ya veo. ¿Va a venir entonces la policía?

—Ya están aquí —contestó Lucy mientras en el exterior sonaba el chirrido de los frenos de un coche, seguido inmediatamente por el sonido del timbre.

—Siento, siento mucho haber tenido que pedirle esto —se disculpó el inspector Bacon.

Sujetando a Emma Crackenthorpe por el brazo, la condujo fuera del granero. Emma estaba muy pálida y parecía a punto de vomitar, pero caminaba muy erguida.

—Estoy segura de no haber visto a esa mujer en toda mi vida.

—Le estamos muy agradecidos, miss Crackenthorpe. Es todo lo que necesitaba saber. ¿Quizá preferirá usted echarse?

—Tengo que cuidar de mi padre. Llamé al doctor Quimper en cuanto me enteré de esto, y está con él ahora.

El doctor Quimper salió de la biblioteca cuando cruzaban el vestíbulo. Era un hombre alto, de expresión jovial y con una actitud informal y un tanto cínica que sus pacientes encontraban muy estimulante.

Cambió una inclinación de cabeza con el inspector.

—Miss Crackenthorpe acaba de afrontar una tarea poco grata con gran entereza —comentó Bacon.

—Bravo, Emma —dijo, dándole una palmadita en el hombro—. Usted sabe mantenerse firme. Siempre lo he dicho. Su padre está perfectamente. Entre un momento a decirle algo, luego vaya al comedor y tómese una copa de brandy. Por prescripción facultativa.

Emma le dirigió una sonrisa de gratitud y entró en la biblioteca.

—Esta mujer es la sal de la tierra —afirmó el doctor, siguiéndola con la mirada—. Es una lástima que nunca se haya casado. Es el castigo por ser la única mujer en una familia de hombres. La otra hermana se fue a tiempo y se casó a los diecisiete años, según creo. Emma es una mujer muy guapa. Hubiera sido un éxito como esposa y madre.

—Demasiado apegada a su padre —opinó el inspector Bacon.

—No, en realidad no es así, pero tiene ese instinto que impulsa a muchas mujeres a desvivirse por hacer felices a sus parientes masculinos. Ve que a su padre le gusta ser un inválido y, en consecuencia, le deja ser un inválido. Lo mismo hace con sus hermanos: Cedric siente que es un pintor. El otro, ¿cómo se llama…? Harold sabe cuánto se fía ella de su buen juicio, y permite que Alfred la asombre con los relatos de sus hábiles negocios. Oh, sí, es una mujer lista. Bien, ¿me necesita para algo? ¿Quiere que eche una ojeada al cadáver ahora que Johnstone ha terminado su trabajo? —Johnstone era el forense de la policía—. A lo mejor al final resulta que es otra víctima de mis grandes dotes como médico.

—Sí, me gustaría que la viera usted, doctor. Es importante que podamos identificarla. Pero imagino que no sería muy prudente exponer a Mr. Crackenthorpe a un mal trago como ése, ¿no?

—¿Que no sería prudente? Bobadas. Nunca nos lo perdonaría si no le dejáramos echarle un vistazo. Está muñéndose de curiosidad. Es la cosa más emocionante que le ha ocurrido en quince años, año más, año menos. ¡Y además no le costará ni un penique!

—¿No está muy enfermo, entonces?

—Tiene setenta y dos años. Ésa es toda su enfermedad. Tiene dolores reumáticos, pero ¿quién no los tiene? Y él lo llama artritis. Sufre palpitaciones después de las comidas, lo que es muy natural, y él dice que es el corazón. ¡Pero puede hacer todo lo que quiere! Tengo un montón de pacientes como él. Los que verdaderamente están enfermos suelen insistir desesperadamente en que se encuentran, muy bien. Venga, vamos a ver ese cadáver. Es muy desagradable, me figuro.

—Johnstone cree que han transcurrido de dos a tres semanas desde su muerte.

—Muy desagradable.

El doctor permaneció junto al sarcófago y miró con franca curiosidad, profesionalmente impasible ante lo que él llamaba «desagradable».

—Nunca la había visto. No es ninguna de mis pacientes. No recuerdo haberla encontrado nunca en Brackhampton. Debió de ser muy bien parecida en otros tiempos.

De nuevo salieron al aire libre. El doctor Quimper alzó la mirada para observar el edificio.

—Encontrada en el granero. ¡En un sarcófago! ¡Fantástico! ¿Quién la encontró?

—Miss Eyelesbarrow.

—¡Oh! ¿La nueva sirvienta? ¿Y qué hacía ella urgando en ese sarcófago?

—Eso —respondió el inspector Bacon con severidad— es precisamente lo que voy a preguntarle. Y, a propósito de Mr. Crackenthorpe, ¿quiere usted…?

—Voy a buscarlo.

Crackenthorpe se presentó con paso ligero a su lado envuelto en bufandas y acompañado del médico.

—Ignominioso. ¡Absolutamente ignominioso! Traje este sarcófago de Florencia en… déjeme recordar… debió ser en 1908 ¿o fue en 1909?

—Tranquilo —le previno el doctor—. Esto no va a ser una cosa agradable.

—Por muy enfermo que esté, tengo que cumplir con mi deber.

Sin embargo, con una breve visita al interior del granero hubo suficiente. Crackenthorpe se apresuró a salir con notable celeridad.

—¡No la había visto nunca! ¿Qué significa esto? Absolutamente ignominioso. No fue en Florencia, ahora lo recuerdo, fue en Nápoles. Un bellísimo ejemplar. ¡Y alguna estúpida mujer ha venido para que la asesinen en él!

Se llevó las manos al pecho y se agarró la solapa del lado izquierdo.

—Es demasiado para mí. El corazón. ¿Dónde está Emma, doctor?

El doctor Quimper lo cogió por el brazo.

—No le pasa nada. Le prescribo un pequeño estimulante: brandy.

Caminaron juntos hacia la casa.

—Señor. Perdone, señor.

El inspector Bacon se volvió. Dos muchachos sudorosos acababan de llegar en bicicleta. Sus rostros expresaban una súplica ansiosa.

—Por favor, señor. ¿Podemos ver el cadáver?

—No, no podéis —contestó el inspector Bacon.

—Señor, por favor. Nunca se sabe, quizá la conozcamos. Venga, señor, no sea así. Eso no está bien. Un asesinato en nuestro granero. Es una oportunidad que puede no volver a presentarse nunca.

—¿Quiénes sois?

—Yo soy Alexander Eastley, y éste es mi amigo James Stoddart-West.

—¿Habéis visto alguna vez por aquí a una mujer rubia, con un abrigo de ardilla teñido en tono claro?

—Bueno, no puedo recordarlo exactamente —contestó Alexander con astucia—. Si la viese un momento…

—Llévelos allí, Sanders —dijo el inspector Bacon al policía de guardia junto a la puerta del granero—. ¡No se es joven más que una vez!

—¡Muchas gracias, señor! —exclamaron los dos muchachos con alborozo—. Es usted muy amable, señor.

Bacon se alejó en dirección a la casa.

«Y ahora —se dijo a sí mismo con determinación—, a por miss Lucy Eyelesbarrow».

Después de acompañar a los policías al granero y dar una breve relación de sus acciones, Lucy se había retirado prudentemente, si bien tenía muy presente que la policía no había terminado con ella.

Acababa de preparar las patatas para la cena, cuando le trajeron el recado de que el inspector Bacon requería su presencia. Dejó a un lado el bol con agua fría y sal en el que reposaban las patatas cortadas y siguió al policía. Se sentó y esperó las preguntas del inspector.

Dio su nombre y su dirección en Londres y añadió por propia iniciativa:

—Le daré a usted algunos nombres y direcciones de referencia, por si desea saber más de mí.

Los nombres eran muy buenos: un almirante, el director de un colegio de Oxford y una dama del Imperio Británico. El inspector Bacon no pudo por menos de quedar impresionado.

—Vamos a ver, miss Eyelesbarrow. Usted fue al granero buscando un bote de pintura, ¿no es así? Después de encontrar la pintura, cogió una palanca, levantó la tapa del sarcófago y encontró el cadáver. ¿Qué era lo que buscaba usted en el sarcófago?

—Buscaba un cadáver.

—Buscaba usted un cadáver ¡y lo encontró! ¿No le parece una historia extraordinaria?

—Sí, es una historia extraordinaria. ¿Me permite usted que se la cuente?

—Creo que será lo mejor.

Lucy le hizo ahora un relato preciso de los acontecimientos que la habían conducido a su sensacional descubrimiento.

El inspector lo resumió con acento ofendido:

—¿Que fue usted inducida por una dama anciana a que obtuviese aquí una colocación con objeto de buscar un cadáver en la casa o en sus alrededores? ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Sí.

—¿Y quién es esa anciana dama?

—Miss Jane Marple. Se aloja ahora en el número 4 de Madison Road.

El inspector tomó nota de estos datos.

—¿Y se figura usted que voy a creerme esta historia?

—No —contestó Lucy con suavidad—, al menos no hasta que se haya entrevistado con miss Marple y obtenga su confirmación.

—No dejaré de entrevistarme con ella. Debe de estar loca.

Lucy se abstuvo de indicar que el hecho de comprobar que uno tenía razón demostraba todo lo contrario a la incapacidad mental. En lugar de eso, dijo:

—¿Qué se propone usted comunicarle a miss Crackenthorpe? Acerca de mí, quiero decir.

—¿Por qué lo pregunta?

—En lo que se refiere a miss Marple, yo he cumplido mi trabajo: he encontrado un cadáver que ella quería encontrar. Pero continúo al servicio de miss Crackenthorpe y hay en la casa dos muchachos hambrientos. Además, es probable que vengan algunas personas de la familia después de todo este trastorno. Necesita ayuda doméstica. Si va usted y le dice que he tomado esta colocación sólo para buscar cadáveres, es probable que me despida. Si no es así, podré continuar mi trabajo y ser útil.

El inspector la miró don dureza.

—No voy a decir nada por el momento. No he comprobado aún su declaración. Teniendo en cuenta lo que yo sé, puede usted haberlo inventado todo.

Lucy se levantó.

—Gracias. Entonces, volveré a la cocina a continuar mi tarea.