—¿Le molestará si practico algunos golpes de golf en el parque? —preguntó Lucy.
—Claro que no. ¿Es usted aficionada al golf?
—No soy una gran jugadora, pero me gusta practicar. Es una forma de ejercicio más agradable que la de salir sencillamente de paseo.
—No hay donde pasear, fuera de esta finca —gruñó Mr. Crackenthorpe—. Nada más que pavimento y grupos de casas que parecen cajones. Les gustaría apoderarse de mi tierra para edificar más. Pero no lo conseguirán hasta que esté muerto. Y no voy a morirme para dar satisfacción a nadie. Eso se lo aseguro. ¡A nadie!
—Ya está bien, padre —dijo Emma con suavidad.
—Ya sé lo que piensan y lo que están esperando. Todos ellos, Cedric y Harold, ese zorro astuto de cara relamida. En cuanto a Alfred, creo que no le faltan ganas de quitarme de en medio. No estoy seguro de que no lo intentara en las vacaciones de Navidad. Tuve una indisposición extraña. El viejo doctor Quimper estaba desconcertado y me hizo un sinfín de preguntas discretas.
—Todo el mundo tiene trastornos digestivos de vez en cuando, padre.
—Muy bien, muy bien. ¡Diga bien claro que comí demasiado! Eso es lo que quiere decir. ¿Y por qué comí demasiado? Porque había demasiada comida en la mesa, mucha más de la necesaria. Un despilfarro exorbitante. Esto me recuerda que usted, jovencita, ha puesto para el almuerzo cinco patatas, y además grandes. Dos son suficientes para todo el mundo. No ponga más de cuatro en lo sucesivo. Esta patata de más ha sido hoy malgastada.
—Malgastada no, Mr. Crackenthorpe. He pensado utilizarla esta noche para hacer tortilla a la española.
—¡Brrr! —le oyó exclamar Lucy al salir de la habitación con la bandeja del café—. Vaya una moza lista, siempre tiene una contestación a punto. Pero guisa bien y tiene un buen tipo.
Lucy Eyelesbarrow tomó un hierro corto de la bolsa que había tenido la precaución de traer consigo, y salió al parque saltando la valla.
Empezó a practicar una serie de golpes. Al cabo de unos cinco minutos, una pelota siguió una trayectoria curvada hacia la derecha y fue a parar al terraplén de la vía. Lucy se dirigió hacia allí y empezó a buscarla. Miró hacia casa. Estaba lejos, y nadie parecía interesado en lo que ella hacía. Continuó buscando la pelota. De vez en cuando jugaba un golpe corto desde el terraplén a la hierba. Durante la tarde tuvo tiempo de examinar una tercera parte del terraplén. Nada. Regresó a la casa, practicando nuevos golpes.
Al día siguiente tropezó con algo. Un arbusto espinoso, aproximadamente a la mitad del terraplén, tenía las ramas quebradas. Lucy examinó la planta. Enganchado en una de aquellas espinas había un trocito de piel. Era casi del mismo color de la madera, un tono castaño muy claro. Lucy lo miró un momento y luego sacó unas tijeras, lo cortó cuidadosamente por la mitad y lo guardó en un sobre. Bajó la empinada cuesta intentando descubrir alguna otra cosa. Observó atentamente la hierba y le pareció distinguir el rastro de unas pisadas, pero no tan claras como las huellas que ella dejaba. Tal vez hacía tiempo que estaban allí, y era demasiado vago para que pudiese estar segura de que no era sólo fruto de su imaginación.
Empezó a buscar cuidadosamente entre la hierba al pie del terraplén, en la misma línea del arbusto roto. Esta vez, su búsqueda se vio recompensada. Encontró una pequeña polvera esmaltada de mala calidad. La envolvió en su pañuelo y se la guardó en el bolsillo. Continuó buscando, pero no encontró más.
La tarde siguiente cogió el coche y se fue a visitar a su tía inválida.
—No se apresure —le dijo Emma Crackenthorpe amablemente—. No la necesitaremos hasta la hora de cenar.
—Gracias. Pero estaré de regreso a las seis, lo más tarde.
El número 4 de Madison Road era una pequeña casa gris en una calle gris. En las ventanas se veían unas impecables cortinas de encaje de Nottingham, un umbral blanco brillante y, en la puerta, un tirador perfectamente pulido. Le abrió una mujer alta, de severo aspecto, vestida de negro y el pelo gris ceniza recogido en un moño.
Miró a Lucy con suspicacia y la llevó a presencia de miss Marple.
Ésta estaba en una sala posterior que daba a un pequeño jardín bien cuidado. Era una estancia escrupulosamente limpia, llena de esteras y tapetes, muchos adornos de porcelana, mobiliario de estilo jacobino, y dos helechos en sus macetas. Miss Marple, sentada cerca del fuego, estaba muy atareada haciendo ganchillo.
Lucy cerró la puerta y ocupó el otro sillón frente a miss Marple.
—Bueno, parece que tiene usted razón.
Sacó sus hallazgos y explicó detalladamente cómo los había encontrado.
En las mejillas de miss Marple asomó un tenue rubor de triunfo.
—Quizá no está bien presumir, pero es muy satisfactorio haber formulado una hipótesis y tener la prueba que la confirma —dijo mientras acariciaba el trocito de piel—. Elspeth dijo que la mujer llevaba un abrigo de piel clara. Supongo que la polvera estaba en el bolsillo del abrigo y cayó al rodar el cuerpo por la pendiente. No tiene ningún detalle distintivo, pero puede ser útil. ¿Recogió todo el trozo?
—No, dejé la mitad en el espino.
Miss Marple asintió complacida.
—Muy bien. Es usted muy inteligente, querida. La policía querrá hacer una comprobación exacta.
—¿Piensa acudir a la policía sólo con estas cosas?
—Todavía no. —Miss Marple reflexionó un momento—. Creo que sería mejor encontrar primero el cadáver. ¿No le parece a usted así?
—Sí. Pero ¿no es ésa una pretensión imposible? Es decir, admitiendo que su suposición sea acertada. El asesino tiró el cadáver desde el tren, luego es probable que se apease en Brackhampton y que aquella misma noche volviera para llevárselo. Pero ¿qué pasó luego? Pudo haberlo llevado a cualquier parte.
—A cualquier parte no —replicó miss Marple—. No creo que haya usted llegado a la conclusión más lógica, mi querida miss Eyelesbarrow.
—Le ruego que me llame Lucy. ¿Por qué no a cualquier parte?
—Porque en ese caso le hubiera sido mucho más fácil matar a la muchacha en algún lugar solitario y llevarse el cuerpo desde allí. No ha tenido usted en cuenta…
—¿Está usted diciendo… —Lucy la interrumpió—… quiere usted decir que ha sido un crimen premeditado?
—No lo creí así al principio. No parecía lógico. Daba la sensación de que había sido una disputa: un hombre que pierde el control, estrangula a una muchacha y se encuentra luego con el problema de deshacerse del cadáver, un problema que tiene que resolver en un plazo de pocos minutos. Pero, realmente, son demasiadas coincidencias que matase a la muchacha en un arrebato de ira y que luego, al mirar por la ventanilla, descubriese que el tren describía una curva exactamente en un lugar en que podía echarla fuera, y estar seguro de encontrarla más tarde para llevarse el cuerpo. Si la hubiese arrojado allí por pura casualidad, no hubiera hecho nada más, y el cadáver se hubiera encontrado en seguida.
Se detuvo. Lucy se quedó mirándola.
—Ya lo ve —continuó miss Marple con aire pensativo—. Es, en verdad, un modo hábil de planear un crimen, y yo creo que éste fue cuidadosamente planeado. Los trenes tienen algo eminentemente anónimo. Si la hubiese matado en el lugar en que vivía, alguien podía haberlo visto llegar o marcharse. O, si se la hubiese llevado al campo en un coche, alguien hubiera podido fijarse en la matrícula y la marca del coche. Pero un tren está lleno de gente desconocida que va y viene. En un compartimiento de un vagón sin pasillo, sólo con ella, era muy fácil, en especial si tenemos en cuenta que sabía muy bien lo que tenía que hacer después. Sin duda alguna, había de conocer al detalle la situación privilegiada de Rutherford Hall, su posición geográfica, quiero decir su extraño aislamiento: una isla rodeada de vías férreas.
—Así es —confirmó Lucy—. Es un anacronismo. La agitación de la vida urbana lo rodea, pero no lo toca. Los repartidores pasan por la mañana y nada más.
—Así podemos dar por seguro, como usted ha dicho, que el asesino llegó a Rutherford Hall aquella noche. Ya estaba oscuro cuando tiró el cadáver y no era probable que nadie lo descubriera hasta el día siguiente.
—Sí, es cierto.
—El asesino fue hasta allí. ¿Cómo? ¿En un coche? ¿Qué camino escogería?
Lucy reflexionó.
—Hay un camino de tierra junto al muro de una fábrica. Probablemente llegó por allí, pasó por debajo del puente de la vía férrea y siguió por el camino posterior. Luego pudo saltar la valla, continuar hasta el pie del terraplén recoger el cadáver y llevarlo al coche.
—Entonces —señaló miss Marple—, se lo llevó a algún lugar que había elegido de antemano. Todo esto tenía que estar planeado, ya lo ve. Y no creo que se lo llevase muy lejos. Lo más lógico es pensar que lo enterró en alguna parte, ¿no le parece?
Le dirigió a Lucy una mirada interrogante.
—Parece lo más lógico —contestó la joven—. Pero no es tan fácil como puede parecer a simple vista.
Miss Marple convino en ello.
—No podía enterrarla en el parque. Hubiera sido un trabajo demasiado duro y se exponía a ser descubierto. Quizás en algún sitio en que la tierra estuviese ya revuelta.
—Quizás en el huerto, pero está muy cerca de la casa del jardinero. Es viejo y está sordo, aunque no deja de ser arriesgado.
—¿Hay algún perro?
—No.
—¿Entonces, en un cobertizo o en una dependencia?
—Eso hubiera sido más sencillo y más rápido. Hay un buen número de viejas construcciones desocupadas: pocilgas en ruinas, guardarneses, talleres a los que nadie se acerca. O podría quizás haberla echado en la espesura de los rododendros, o entre los arbustos.
Miss Marple asintió.
—Sí, creo que eso es mucho más probable.
Se oyó un golpe en la puerta y entró la sombría Florence con una bandeja.
—Es una satisfacción para mí que tenga usted una visita —le dijo a miss Marple—. He hecho los bollos que tanto le gustan.
—Florence prepara los bollos más deliciosos del mundo —le informó miss Marple a Lucy.
Muy contenta, Florence mostró una sonrisa totalmente inesperada y salió de la habitación.
—Creo, querida —añadió miss Marple—, que no hablaremos del crimen durante el té. ¡Es un tema tan desagradable!
Lucy se levantó cuando acabaron de tomar el té.
—Me voy. Como ya le he dicho, actualmente en Rutherford Hall no vive nadie que pudiera ser el hombre a quien buscamos. No hay más que un anciano, una mujer de mediana edad y un jardinero viejo y sordo.
—No he dicho que viviese allí —observó miss Marple—. Todo lo que he querido decir es que se trata de alguien que conoce muy bien Rutherford Hall. Pero podremos ocuparnos de esto cuando usted haya encontrado el cadáver.
—Parece usted dar por supuesto que lo encontraré. Por mi parte, no me siento tan optimista.
—Estoy segura de que lo conseguirá, mi querida Lucy. Es usted una persona tan eficiente.
—Para algunas cosas, pero no tengo ninguna experiencia en la búsqueda de cadáveres.
—Estoy segura de que todo lo que necesita es un poco de sentido común —dijo miss Marple en tono alentador.
Lucy la miró y luego se echó a reír. Miss Marple le contestó con una sonrisa.
Lucy se puso manos a la obra a la tarde siguiente.
Registró las dependencias, buscó entre los hierbajos que cubrían las antiguas pocilgas y miró el interior del cuarto de la caldera situado debajo del invernadero, cuando oyó una tos seca. Al volverse, vio al viejo Hillman, el jardinero, que le dirigía una mirada de desaprobación.
—Mejor es que se vaya con cuidado, no sea que tenga una mala caída, señorita. Los peldaños no están seguros y, hace un momento, la vi andar por el desván, y el suelo allí tampoco es seguro.
Lucy tuvo el cuidado de no dar muestras de preocupación.
—Supongo que se figura usted que soy muy curiosa —comentó alegremente—. Estaba pensando si no se podría sacar provecho de este lugar: criar champiñones para el mercado o una cosa así. Parece todo muy dejado.
—El amo es quien tiene la culpa. No quiere gastar ni un penique. Yo necesitaría tener aquí dos hombres y un chico para poder tener el jardín presentable, pero no quiere ni oír hablar de eso. Lo más que pude conseguir fue que comprase una segadora mecánica. Quería que yo cortara a mano toda la hierba de la parte delantera.
—Pero este lugar podría ser rentable con algunas reparaciones.
—No se puede obtener rentabilidad de un lugar como éste. Lleva demasiado tiempo abandonado. En todo caso al amo no le interesa. Lo único que le importa es ahorrar. Sabe de sobra lo que pasará cuando se haya ido: los jóvenes venderán tan de prisa como puedan. Solamente esperan que desaparezca, nada más. He oído decir que van a recibir una bonita suma cuando se muera.
—Supongo que es un hombre muy rico —dijo Lucy.
—El viejo, su padre, fue el que empezó. Un hombre muy listo. Hizo su fortuna y levantó esta residencia. Duro como el hierro, según dicen, y nunca olvidaba una ofensa. Pero, a pesar de todo, era generoso. No tenía nada de avaro. Según se cuenta, sus hijos no le dieron más que desengaños. Los educó para que fuesen verdaderos caballeros. Incluso fueron a Oxford. Pero eran demasiado caballeros para meterse en negocios. El joven se casó con una actriz y se mató en un accidente de coche estando borracho. El mayor, el que vive aquí, nunca le cayó bien a su padre. Se pasó mucho tiempo en el extranjero, compró una colección de estatuas paganas y las hizo enviar aquí. No escatimaba tanto el dinero cuando era joven. Se hizo más avaro con la edad. No, nunca estuvieron muy de acuerdo él y su padre, según he oído decir.
Lucy escuchó al jardinero con el mayor interés y cortesía. El viejo se apoyó contra la pared, dispuesto a continuar su narración. Le gustaba mucho más hablar que trabajar.
—Él viejo amo murió antes de la guerra. Tenía un genio terrible. Y no hacía falta motivos para que rabiara.
—¿Y el actual Mr. Crackenthorpe vino a vivir aquí después de morir el padre?
—Vino él y su familia, sí. Ya empezaban a ser todos mayores por aquellas fechas.
—Pero seguramente… Oh, ya lo veo, se refiere usted a la guerra de 1914.
—No, no es eso. Murió en 1928, esto es lo que quería decir.
Lucy pensó que efectivamente 1928 era una fecha «anterior a la guerra», aunque no era ésa la manera en que ella la hubiera designado.
—Bien, me figuro que está usted deseando continuar su trabajo. No debe permitirme que lo entretenga.
—Oh —contestó el viejo Hillman—. No hay mucho que hacer a esta hora del día. Hay poca luz.
Lucy volvió a casa deteniéndose para explorar un bosquecillo de abedules y azaleas.
Encontró a Emma Crackenthorpe en el vestíbulo, leyendo una carta que acababa de llegar con el correo de la tarde.
—Mañana llega mi sobrino con un compañero de colegio. La habitación de Alexander es la que está situada sobre el porche. La inmediata la ocupará James Stoddart-West. Usarán el cuarto de baño de enfrente.
—Sí, miss Crackenthorpe. Cuidaré de que las habitaciones estén listas.
—Llegarán por la mañana, antes del almuerzo. —Y añadió, tras un momento de vacilación—: Supongo que llegarán hambrientos.
—Seguro que sí. ¿Rosbif le parece bien? ¿Y una tarta?
—A Alexander le gustan mucho las tartas.
Los dos muchachos llegaron a la mañana siguiente. Ambos iban muy bien peinados, con caras sospechosamente angelicales y modales perfectos. Alexander Eastley tenía el pelo rubio y los ojos azules. Stoddart-West era moreno y usaba gafas.
Durante el almuerzo conversaron con gravedad sobre los acontecimientos del mundo deportivo, con referencias sueltas a las últimas novelas de ciencia ficción. Sus maneras eran las de un par de viejos profesores discutiendo artefactos paleolíticos. En comparación con ellos, Lucy se sentía muy joven.
El solomillo desapareció en un momento y no quedó una miga de la tarta.
—A este paso tendré que vender la casa para daros de comer —gruñó Crackenthorpe.
Alexander le dirigió una mirada de reproche.
—Comeremos pan y queso si no puedes comprar carne, abuelo.
—¿Si no puedo? Sí puedo. Pero no me gusta el desperdicio.
—No hemos desperdiciado nada, señor —observó Stoddart-West, mirando su plato, que era buena prueba de ello.
—Vosotros, muchachos, coméis el doble de lo que yo como.
—Estamos en la edad del crecimiento —explicó Alexander—. Necesitamos tomar muchas proteínas.
Cuando los dos muchachos dejaron la mesa, Lucy oyó que Alexander decía a su amigo, a modo de excusa:
—No tienes que hacerle caso a mi abuelo. Está a régimen, o algo así, y eso le vuelve algo raro. Además es terriblemente tacaño. Creo que debe tener un complejo de algún tipo.
—Yo tenía una tía que siempre estaba pensando que iba a arruinarse —comentó James con expresión comprensiva—. En realidad tenía dinero a carretadas. Decía el médico que era patológico. ¿Tienes una pelota de fútbol, Alex?
Lucy salió después de recoger la mesa y lavar la vajilla. Oía a los muchachos llamándose a lo lejos. Por su parte, siguió la dirección opuesta por el camino de entrada y desde allí se encaminó directamente hacia las grandes masas de rododendros. Empezó a buscar cuidadosamente apartando las hojas. Pasaba de una mata a otra y, con el palo de golf, tanteaba entre las ramas cuando la sobresaltó la voz de Alexander Eastley.
—¿Está buscando algo, miss Eyelesbarrow?
—Una pelota de golf —contestó Lucy prestamente—. Mejor dicho, varias pelotas. He estado practicando casi todas las tardes y he perdido unas cuantas. Ya es hora de que intente recuperar alguna.
—Nosotros la ayudaremos —se ofreció Alexander.
—Muy amable de tu parte. Creía que estabais jugando al fútbol.
—No se puede estar siempre dándole al balón —explicó James—. Se suda demasiado. ¿Juega mucho al golf?
—Me gusta mucho, pero no tengo muchas oportunidades de jugar.
—Ya me lo figuro. Usted cocina aquí, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Guisó la comida de hoy?
—Sí. ¿Estaba buena?
—Sencillamente maravillosa —afirmó Alexander—. En el colegio nos dan una carne detestable, demasiado hecha. A mí me gusta la carne de ternera rosada y jugosa por dentro. Y la tarta estaba riquísima.
—Debes decirme qué platos prefieres.
—¿Podría hacernos un día merengue de manzana? Es mi postre favorito.
—Naturalmente.
Alexander lanzó un suspiro de satisfacción.
—Hay un golf en miniatura debajo de la escalera. Podríamos colocarlo en el campo y practicar un poco con el putter. ¿Qué te parece, Stoddart?
—¡Bien! —gritó James, con un deje australiano.
—En realidad, no es australiano —explicó Alexander cortésmente—. Pero intenta hablar como ellos, porque su familia se lo llevará a ver el Test Match[1] el año que viene.
Animados por Lucy, salieron en busca del juego de golf. Más tarde, cuando Lucy volvía a la casa, los encontró instalándolo en el jardín y discutiendo sobre la posición de los números.
—No lo queremos como un reloj —le explicó James—. Eso es cosa de niños. Queremos tener unos tiros largos y cortos. Es una lástima que los números estén tan enmohecidos. Apenas se ven.
—Necesitan un toque de pintura blanca —dijo Lucy—. Podríais traerla y pintarlos.
—Buena idea —respondió Alexander entusiasmado—. Creo que hay algunas latas de pintura en el granero grande. Las dejaron los pintores en las últimas vacaciones. Vamos a ver si las encontramos.
—¿El granero grande? —preguntó Lucy.
Alexander señaló un gran edificio de piedra situado a cierta distancia de la casa, cerca del camino posterior.
—Es muy antiguo. El abuelo dice que es de la época isabelina, pero eso es pura fanfarronería. Pertenecía a la granja original. Mi bisabuelo la derribó y en su lugar levantó esta horrible casa. Gran parte de la colección de mi abuelo está en el granero. Cosas que trajo del extranjero cuando era joven. La mayor parte de ellas son cosas bastante horrorosas. El granero se utiliza a veces también para las subastas y tómbolas. Venga a verlo. Es interesante.
Lucy los acompañó con agrado.
El granero tenía una gruesa puerta de roble claveteada.
Alexander cogió la llave de un clavo oculto por la hiedra a la derecha de la puerta. Le dio la vuelta en la cerradura, empujó la puerta y entraron.
Lucy tuvo la sensación de encontrarse en un museo del mal gusto. Las cabezas de dos emperadores romanos de mármol la miraban con ojos saltones. Había un sarcófago del último período grecorromano, una Venus de sonrisa boba que se sujetaba la túnica a punto de caerse. Además de estas obras de arte, había un par de mesas plegables, algunas sillas amontonadas y otros objetos diversos, tales como una segadora oxidada, dos cubos, un par de asientos de coche apolillados y un banco de jardín verde que había perdido una pata.
—Creo que la pintura estaba por aquí —dijo Alexander vagamente. Fue hasta un rincón, donde apartó una andrajosa cortina que lo tapaba.
Encontraron un par de latas de pintura y unos pinceles resecos.
—Necesitaréis también un poco de aguarrás —indicó Lucy.
No encontraron ni una sola lata de aguarrás. Los muchachos propusieron ir en sus bicicletas a la droguería y Lucy se mostró de acuerdo, pensando que los mantendría entretenidos por algún tiempo.
—Convendría hacer aquí una buena limpieza —comentó cuando los muchachos ya salían.
—Yo no me molestaría —señaló Alexander—. Lo limpian cuando hay que utilizarlo para algo, pero prácticamente no se usa nunca en esta época del año.
—¿Dejo la llave en el clavo? —preguntó Lucy—. ¿Es allí donde se guarda?
—Sí. Aquí no hay nada que robar. Nadie querría estos horribles trastos de mármol y, además, pesan una tonelada.
Lucy asintió. Era imposible sentir admiración por la sensibilidad artística de Mr. Crackenthorpe. Parecía tener un instinto infalible para elegir lo peor de cada período.
Echó una ojeada al granero. Su mirada se detuvo en un sarcófago.
Aquel sarcófago.
En el interior del granero el aire olía a rancio, como si no se hubiese ventilado desde hacía mucho tiempo. Se acercó al sarcófago. Su tapa era pesada y ajustaba bien. Lucy lo miró reflexionando.
Salió del granero, fue a la cocina y volvió con una gruesa palanca.
No era un trabajo fácil, pero Lucy no se rindió.
La tapa empezó a levantarse despacio, movida por la palanca.
Se levantó lo suficiente para que Lucy viese lo que contenía el interior.