—¿Menos grave? ¡Qué disparate! —exclamó Mrs. McGillicuddy—. ¡Fue un asesinato! Miró con aire desafiante a miss Marple, y su amiga le devolvió la mirada.
—Vamos, Jane. ¡Di que me he equivocado! ¡Di que lo he imaginado todo! ¿Es eso lo que crees?
—Todo el mundo puede equivocarse —insinuó miss Marple con dulzura—. Todo el mundo, Elspeth, incluso tú. Creo que debemos tenerlo en cuenta. Pero sigo creyendo que es poco probable que tú precisamente te hayas equivocado. Usas gafas para leer, pero a distancia tienes muy buena vista. Y lo que viste te impresionó muchísimo. Cuando llegaste aquí sufrías las consecuencias del choque.
—Es una cosa que no olvidaré nunca —afirmó Mrs. McGillicuddy, estremeciéndose—. ¡El problema está en que no sé qué puedo hacer!
—Me parece —observó miss Marple con aire pensativo— que tú no puedes hacer nada más. —Si Mrs. McGillicuddy hubiese prestado más atención al tono de la voz de su amiga, hubiese advertido que había puesto un ligero acento en la palabra tú—. Has comunicado lo que viste al personal del ferrocarril y a la policía. No, no hay nada más que puedas hacer tú.
—Eso me tranquiliza en cierto modo porque, como sabes, me voy a Ceilán después de Navidad, para estar con Roderick, y no quiero aplazar esta visita que tanto he deseado hacer. Aunque, claro está, la aplazaría si creyese que mi deber así lo exige.
—Bien sé que lo harías, Elspeth, pero considero que has hecho cuanto estaba en tu mano.
—Ahora es asunto de la policía —confirmó Mrs. McGillicuddy—. Pero si la policía se empeña en ser tan estúpida…
—¡Oh, no! La policía no es estúpida, y eso es lo que lo hace más interesante, ¿no crees?
Mrs. McGillicuddy la miró sin comprender y miss Marple se reafirmó en la opinión de que su amiga era una mujer de sólidos principios e incapaz de dejarse llevar por fantasías.
—Una desea saber qué es lo que realmente sucedió —añadió miss Marple.
—La mujer fue asesinada.
—Sí, pero ¿quién la mató y por qué? ¿Y qué ha ocurrido con el cadáver? ¿Dónde está ahora?
—A la policía le corresponde averiguar eso.
—Exactamente, y no lo han encontrado. Lo cual significa que el hombre ha sido listo, muy listo, ¿no es cierto? —dijo miss Marple, frunciendo el entrecejo—. No logro imaginar cómo ha podido deshacerse del cadáver. Supongamos que la mató en un arrebato de pasión. Porque desde luego no creo de ninguna manera que fuera un crimen premeditado, no tendría sentido, y menos aún si tenemos en cuenta que estaban tan sólo a unos minutos de una estación importante. No, debió de ser una disputa, celos, o algo por el estilo. La estranguló y se encontró con un cadáver en las manos y a punto de entrar en una estación. ¿Qué puede hacer con él, salvo como dije al principio dejarlo apoyado en un rincón como si durmiese, ocultando la cara, y largarse lo más pronto posible? No veo ninguna otra posibilidad y, no obstante, tiene que haberla.
Miss Marple se perdió en sus pensamientos.
Mrs. McGillicuddy tuvo que llamarla dos veces antes de que le contestase.
—Estás volviéndote sorda, Jane.
—Un poquito quizá. No me parece que la gente pronuncie las palabras con tanta claridad como acostumbraba. Pero no es que no te haya oído, me temo que no estaba atenta a lo que decías.
—Te preguntaba por los trenes que salen mañana para Londres. ¿Me irá bien el de primera hora de la tarde? Voy a ver a Margaret, y ella no me espera antes de la hora del té.
—Estoy pensando, Elspeth, si no te importaría tomar el de las 12.15. Podríamos almorzar un poco más temprano.
—Por supuesto, y…
—Y también pensaba —continuó miss Marple, ahogando las palabras de su amiga— que quizás a Margaret no le importaría que no llegases a la hora del té, que llegases hacia las siete, por ejemplo.
Mrs. McGillicuddy miró a su amiga con curiosidad.
—¿Qué te propones, Jane?
—Lo que querría, Elspeth, es poder ir a Londres contigo, y volver a Brackhampton en el mismo tren que tomaste el otro día para venir. Luego regresarías a Londres desde Brackhampton y yo continuaría hasta aquí como tú hiciste. Naturalmente, yo abonaría los billetes. —Miss Marple recalcó este importante detalle con firmeza.
Mrs. McGillicuddy no hizo caso del aspecto financiero.
—¿Qué esperas encontrar, Jane? ¿Otro asesinato?
—De ningún modo —contestó miss Marple escandalizada—. Pero te confieso que me gustaría ver con mis propios ojos el… es difícil encontrar la palabra adecuada… el escenario del crimen.
En consecuencia, al día siguiente, miss Marple y Mrs. McGillicuddy se hallaban una frente a la otra, en un compartimiento de primera clase correspondiente al tren que había salido de Paddington a las 4.50. La estación estaba aquel día más concurrida aún que en el viernes precedente, porque sólo faltaban dos días para Navidad, pero los vagones de cola estaban relativamente tranquilos.
En esta ocasión no hubo ningún tren que circulase en su misma dirección y a la misma velocidad. A intervalos se cruzaban con los que se dirigían a Londres. En dos ocasiones pasaron trenes que les adelantaban corriendo a gran velocidad. Mrs. McGillicuddy consultaba su reloj de vez en cuando con expresión dubitativa.
—Es difícil decir exactamente cuándo. Hemos pasado por una estación que conozco. —Pero continuamente pasaban por estaciones.
—Llegaremos a Brackhampton dentro de cinco minutos —anunció miss Marple.
Un revisor apareció en la puerta. Miss Marple alzó la mirada con expresión inquisitiva, pero Mrs. McGillicuddy meneó la cabeza. No era el mismo del otro día. El revisor taladró los billetes y continuó su camino tambaleándose ligeramente al describir el tren una larga curva, moderando un poco su marcha.
—Supongo que vamos a entrar en Brackhampton —dijo Mrs. McGillicuddy.
—Me parece que estamos ya en los arrabales —respondió miss Marple.
Por la ventana pasaban fugaces el resplandor de las luces, edificios, calles, tranvías. El tren aminoró aún más la marcha. Empezaron a cruzar los cambios de agujas.
—Ya llegamos —observó Mrs. McGillicuddy—. No veo qué utilidad puede haber tenido este viaje. ¿Te ha sugerido alguna idea, Jane?
—Me temo que no —contestó miss Marple con voz indecisa.
—Un dinero malgastado inútilmente —afirmó Mrs. McGillicuddy, aunque con menor tristeza que si el viaje hubiera sido a su cargo. Miss Marple se había mostrado inflexible en ese punto.
—De todos modos, siempre es bueno ver con tus propios ojos el lugar de los hechos. Este tren lleva un retraso de algunos minutos, me parece. ¿Fue puntual el tuyo el viernes?
—Creo que sí. En realidad, no lo comprobé.
El tren entró lentamente en la concurrida estación de Brackhampton. Del altavoz salió un ronco anuncio, se abrieron y cerraron puertas y la gente entró y salió por ellas. Era una escena de incesante movimiento.
«A un asesino —pensó miss Marple— le sería fácil mezclarse entre la muchedumbre y salir de la estación en medio de la multitud apretujada, o bien elegir otro vagón y continuar el viaje en el mismo tren. Fácil, para un hombre entre muchos. Pero no le sería tan fácil deshacerse de un cadáver. Tiene que estar en alguna parte».
Mrs. McGillicuddy se había apeado y le hablaba desde el andén a través de la ventanilla abierta.
—Y ahora, cuídate bien, Jane. No cojas un resfriado. Esta época del año es muy traicionera, y tú ya no eres tan joven.
—Ya lo sé.
—Y no nos inquietemos más por todo este asunto. Hemos hecho lo que hemos podido.
Miss Marple asintió y la apremió:
—No te quedes ahí con este frío, Elspeth, o de lo contrario serás tú la que coja el resfriado. Ve a tomar una buena taza de té caliente en el bar. Tienes tiempo, faltan todavía doce minutos para la salida del tren que vuelve a la ciudad.
—Sí, es lo que haré. Adiós, Jane.
—Adiós, Elspeth. Feliz Navidad. Espero que encuentres bien a Margaret. Diviértete en Ceilán y dale mis afectuosos saludos al querido Roderick, si es que se acuerda de mí, cosa que dudo.
—Claro que se acuerda de ti. Tú le ayudaste de algún modo cuando estaba en el colegio. Algo sobre un dinero que desaparecía de una taquilla. Nunca lo ha olvidado.
—¡Oh! ¡Aquello! —dijo miss Marple.
Mrs. McGillicuddy se apartó, sonó un silbato y el tren empezó a moverse. Miss Marple observó cómo iba disminuyendo el cuerpo macizo y robusto de su amiga. Elspeth podía irse a Ceilán con la conciencia tranquila: había cumplido con su deber y quedaba libre de toda obligación.
Miss Marple no se recostó en su asiento mientras el tren aceleraba. Permaneció erguida y se entregó por completo a sus pensamientos. Aunque al expresarse fuera algo vaga y confusa, pensaba siempre con claridad y precisión. Tenía un problema que resolver, el problema de su propia conducta futura y lo más extraño era que se ofrecía a su conciencia como se había ofrecido a la de Mrs. McGillicuddy: como un deber que cumplir.
Mrs. McGillicuddy había dicho que las dos habían hecho cuanto les era posible hacer. Esto era verdad respecto a su amiga, pero respecto a sí misma, miss Marple no se sentía tan convencida.
A veces, era cuestión de utilizar sus dones especiales. Pero quizá fuese esto presunción. Después de todo, ¿qué podía hacer ella? Volvieron a su memoria las palabras de su amiga: «Ya no eres tan joven».
De un modo metódico, como un general que traza un plan de campaña o un consultor que considera la viabilidad de un negocio, miss Marple sopesó en su mente los pros y los contras en su determinación de emprender alguna acción sobre el grave caso de que tenía conocimiento. En su favor contaba con los siguientes puntos:
1. Mi larga experiencia de la vida y de la naturaleza humana.
2. Sir Henry Clithering y su ahijado (actualmente, según creo, en Scotland Yard), que tan amable se mostró en el caso de Little Paddocks.
3. David, el segundo hijo de mi sobrino Raymond, que estoy casi segura se halla empleado en el ferrocarril.
4. El chico de Griselda, Leonard, que tanto entiende de mapas.
Miss Marple consideró estos puntos y los encontró por completo satisfactorios. Necesitaría de todos ellos para compensar los aspectos negativos, en particular, su propia debilidad física.
«No estoy —pensó— como para ir de acá para allá, haciendo averiguaciones».
Sí, era el principal obstáculo: la edad y la debilidad física que la acompañaba. Aunque para su edad conservase una buena salud, el caso es que era vieja. Si el doctor Haydock le había prohibido de forma tajante el ejercicio práctico de la jardinería, difícilmente la autorizaría a salir a la caza de un asesino. Porque esto era, en efecto, lo que se proponía hacer, y aquí estaba el dilema. Si hasta aquel momento, el asunto del asesinato había venido a ella por así decirlo, ahora sería ella la que saldría deliberadamente a buscarlo. No estaba segura de querer hacerlo en realidad. Era vieja. Era vieja y estaba cansada. En aquel momento, al final de un día agitado, se sentía un tanto reacia a emprender ninguna empresa. Sólo deseaba llegar a casa y sentarse junto al fuego, con la bandeja de su cena, e irse a la cama, y al día siguiente, vagar por el jardín recortando algunas plantas, arreglándolo muy ligeramente, sin inclinarse, sin hacer esfuerzo alguno.
«Soy demasiado vieja para ningún otro género de aventuras», se dijo, mirando distraída por la ventanilla la línea curva de un terraplén.
—Una curva…
Algo se agitó en su conciencia. Un momento después de haber taladrado el revisor su billete…
Una idea. Sólo una idea. Una idea por completo diferente. Un ligero rubor apareció en el rostro de miss Marple. De repente se sintió libre de toda fatiga.
«Mañana por la mañana escribiré a David —se dijo. En ese momento, otro nombre de gran valor cruzó por su memoria—: ¡Por supuesto, mi fiel Florence!».
Miss Marple consideró ordenadamente su plan de campaña, sin olvidar ni por un momento que la temporada de Navidad sería un factor dilatorio.
Escribió a su sobrino nieto David West, combinando la felicitación de Navidad con el apremiante ruego de que le proporcionase información.
Por fortuna, como en otros años, había sido invitada a la cena de Navidad en la vicaría, y allí tuvo ocasión de hablar sobre los mapas con Leonard, que pasaba allí las Fiestas.
Leonard era un apasionado de toda clase de mapas. La razón que pudiera tener aquella vieja dama para buscar un mapa a gran escala de una determinada región no despertó su curiosidad. Habló de los mapas en general con entusiasmo, y le indicó cuál era el que más se adecuaba a sus necesidades. Es más, recordó que ese mapa figuraba en su colección y se lo prestó. Miss Marple le prometió que lo trataría con el mayor cuidado y se o devolvería pronto.
—Mapas —dijo Griselda, su madre, que, a pesar de tener un hijo ya mayor, se veía curiosamente joven y vivaz como para habitar en la vieja y destartalada vicaría—. ¿Qué tendrá ella que hacer con esos mapas? ¿Para qué los querrá?
—No lo sé —contestó Leonard—. No recuerdo que lo mencionara.
—Todo esto —dijo Griselda— me resulta sospechoso. A su edad, tendría que haberse despedido de ese tipo de cosas.
Leonard quiso saber a qué tipo de cosas se refería.
—Oh, a eso de andar husmeando por ahí —respondió su madre vagamente—. ¿Por qué mapas?
Oportunamente, miss Marple recibió una carta del hijo de su sobrino nieto David West, que le decía afectuosamente:
Querida tía Jane:
¿En qué andas metida? Tengo la información que deseabas. Sólo hay dos trenes que puedan corresponder a tu petición: el de las 4.33 y el de las 5. El primero es un tren lechero que se detiene en Haling Broadway, Barwell Heath, Brackhampton y otras estaciones hasta Market Basing. El de las 5.00 es el expreso de Gales, que va a Cardiff, Newport y Swansea. Es posible que el primero coincida alguna vez con el de las 4.50, aunque en teoría tiene que llegar a Brackhampton cinco minutos antes; el otro adelanta al tren de las 4.50 justo antes de llegar a Brackhampton.
¿Me equivoco si me huelo que detrás de todo esto se esconde algún picante escándalo pueblerino? Al volver de tus compras en la ciudad, ¿viste tal vez en el otro tren, desde tu tren de las 4.50, cómo el inspector de Sanidad abrazaba a la esposa del alcalde? Pero ¿qué importa el tren en que esto ocurrió? ¿Un fin de semana, quizás, en Porthcawl? Gracias por el jersey. Es precisamente lo que estaba buscando.
¿Cómo va el jardín? Supongo que no muy florido en esta época del año.
Con todo su afecto,
DAVID
Miss Marple esbozó una ligera sonrisa, luego estudió la información recibida. Elspeth había declarado de un modo definitivo que el vagón no tenía pasillo. Por lo tanto, no era el expreso de Swansea. Quedaba sólo el tren de las 4.33.
Parecía inevitable efectuar otro viaje. Miss Marple suspiró e hizo sus planes.
Se fue a Londres como antes en el tren de las 12.15, pero esta vez no volvió con el de las 4.50, sino con el de las 4.33 hasta Brackhampton. El viaje transcurrió sin incidentes, pero ella tomó nota de ciertos detalles. El tren no estaba concurrido (salía antes de la hora punta). En los compartimientos de primera clase sólo había un pasajero, un caballero muy anciano que leía el New Statesman. Miss Marple viajó en un compartimiento vacío y, en las dos paradas, Haling Broadway y Barwell Heath, se asomó a la ventanilla para observar a los viajeros que subían y bajaban del tren. En la primera comprobó que subió un pequeño grupo de pasajeros de tercera clase. En la segunda se apearon varios pasajeros de tercera clase también. Nadie subió o bajó de los compartimientos de primera clase, salvo el anciano del New Statesman.
Al acercarse el tren a Brackhampton, siguiendo la curva que describía la vía, miss Marple se puso en pie e hizo el experimento de colocarse de espaldas a la ventanilla, con la cortinilla bajada.
Sí, pensó, el impulso debido a la repentina curva y al cambio de velocidad bastaban para hacer perder el equilibrio a una persona, lanzándola contra la ventanilla y, en consecuencia, era muy fácil que la cortinilla se levantara.
Miró al exterior. Estaba menos oscuro que la tarde en que hizo su viaje Mrs. McGillicuddy, pero aún así, poco podía verse. Si quería ver algo, debería hacer el viaje de día.
A la mañana siguiente salió en tren muy temprano, compró cuatro fundas de almohada (¡quejándose del precio!) a fin de combinar la investigación con la necesaria compra de artículos domésticos y volvió con un tren que salía de la estación de Paddington a las 12.15. También en esta ocasión se encontró sola en un compartimiento de primera clase.
«Es por culpa de estos impuestos —pensó miss Marple—, eso es. Nadie puede permitirse viajar en primera clase en horas punta, excepto los hombres de negocios. Supongo que lo cargan a la cuenta de gastos».
Alrededor de un cuarto de hora antes de la llegada del tren a Brackhampton, miss Marple sacó el mapa de Leonard y observó el campo. Había hecho de antemano un cuidadoso estudio del mapa y, después de fijarse en el nombre de la estación por la que acababan de pasar, no tardó en identificar el punto en que se encontraba en el momento en que el tren aminoró la marcha para tomar una curva muy cerrada. Con la nariz pegada a la ventanilla, miss Marple estudió con gran atención el terreno que tenía debajo (el tren corría ahora sobre un terraplén bastante elevado). Continuó dividiendo su atención entre el terreno que veía y el mapa, hasta que el tren entró por fin en Brackhampton.
Aquella noche escribió y echó al correo una carta dirigida a miss Florence Hill, 4 Madison Road, Brackhampton. A la mañana siguiente se fue a la biblioteca del condado, en la que consultó cuidadosamente una guía de la zona, y leyó algunas cosas sobre la historia del condado.
Nada, hasta entonces, había venido a desmentir la vaga y fragmentaria idea que se le había ocurrido. Lo que había imaginado era posible. No pasaría de aquí.
Porque el paso siguiente suponía mucha acción, un tipo de acción para el que ella se sentía físicamente incapacitada. Para que su hipótesis pudiese definitivamente quedar probada o desmentida, necesitaba desde aquel momento la ayuda de alguna otra persona. El problema era: ¿quién? Miss Marple pasó revista a varios posibles nombres, descartándolos todos con un impaciente movimiento de cabeza. Las personas inteligentes en cuya capacidad hubiera podido confiar estaban todas demasiado atareadas. No sólo tenían empleos de variada importancia, sino que sus horas de ocio solían estar comprometidas con mucha antelación. Y miss Marple decidió que las personas poco inteligentes, que tenían tiempo de sobra, sencillamente no le servían.
Siguió pensando con impaciencia e indecisión crecientes.
Luego, de repente, su frente se despejó y en voz alta pronunció un nombre.
—¡Por supuesto! ¡Lucy Eyelesbarrow!