Capítulo II

Fiel a los preceptos, transmitidos por su madre y su abuela, de que una verdadera dama no debe mostrarse nunca escandalizada ni sorprendida, miss Marple se limitó a enarcar las cejas y a asentir mientras respondía:

—Muy penoso para ti, Elspeth, querida. Y sin duda muy insólito. Creo que será mejor que me lo cuentes en seguida.

Esto era exactamente lo que Mrs. McGillicuddy deseaba hacer. Dejó que su amiga la acercase más al fuego, se sentó, se quitó los guantes y se enfrascó en una vivida narración.

Miss Marple la escuchó con gran atención. Cuando, por fin, Mrs. McGillicuddy se detuvo para tomar aliento, su amiga habló con decisión.

—Creo que lo mejor que puedes hacer ahora, querida, es ir arriba, quitarte el sombrero y lavarte. Luego, cenaremos y, durante la cena, no hablaremos del asunto en absoluto. Después de cenar, lo trataremos a fondo y discutiremos todos los detalles.

Mrs. McGillicuddy aceptó la sugerencia. Las dos damas cenaron y, mientras lo hacían, hablaron de varios aspectos de la vida en St. Mary Mead. Miss Marple comentó la desconfianza general que inspiraba el nuevo organista, contó el reciente escándalo sobre la esposa del farmacéutico e hizo alusión a la hostilidad entre la maestra de la escuela y el instituto del pueblo. Luego discutieron acerca de sus respectivos jardines.

—Las peonías —comentó miss Marple al levantarse de la mesa— son imprevisibles. Pero si arraigan, te acompañan durante toda la vida. Hay infinidad de variedades que son muy hermosas.

De nuevo se instalaron ante el fuego y miss Marple sacó de un armario del rincón dos antiguas copas, y de otro armario una botella.

—Esta noche nada de café, Elspeth. Estás ya sobreexcitada (¡y con razón!) y es probable que no duermas. Te receto un vaso de mi vino de prímula y, más tarde, quizás una taza de manzanilla.

A Mrs. McGillicuddy le pareció bien y miss Marple sirvió el vino.

—Jane —dijo Mrs. McGillicuddy después de beber un sorbo—, tú no crees que lo he soñado, ¿verdad?

—No, ciertamente —contestó afablemente miss Marple.

Mrs. McGillicuddy lanzó un suspiro de alivio.

—El revisor lo creyó así. Se mostró muy cortés, pero, de todos modos…

—Creo, Elspeth, que, dadas las circunstancias, era muy natural. Parece, y en realidad lo es, una historia inverosímil. Además, tú eras una desconocida para él. No, yo no tengo la menor duda de que viste lo que me has contado. Es un caso extraordinario, pero en modo alguno imposible. Yo también he sentido siempre interés por ver lo que sucedía en los trenes que corren paralelos al mío, por la vivida e íntima imagen que se te ofrece de lo que está pasando en uno o dos compartimientos. Recuerdo que una vez vi a una niña pequeña que jugaba con un osito de peluche, y de pronto lo tiró deliberadamente contra un hombre gordo que dormía en un rincón, y cómo éste dio un salto indignado, mientras los otros pasajeros parecían muy divertidos. Lo percibí todo de un modo tan real, que luego hubiera podido decir con exactitud qué aspecto tenían o qué ropa llevaban.

Mrs. McGillicuddy asintió agradecida.

—Eso mismo me ha ocurrido a mí.

—Me has dicho que el hombre estaba de espaldas, o sea que no viste su cara.

—No.

—Y la mujer, ¿podrías describirla? ¿Joven? ¿Vieja?

—Más bien joven. Entre treinta y treinta y cinco años, me parece. No podría precisar más.

—¿Bien parecida?

—Tampoco esto podría asegurarlo. Como comprenderás, su cara estaba contraída y…

—Sí, sí. Lo comprendo muy bien —señaló miss Marple con presteza—. ¿Cómo iba vestida?

—Llevaba un abrigo de piel, de una piel clara. Sin sombrero. Su cabello era rubio.

—¿Y no tenía el hombre algún rasgo distintivo que puedas recordar?

Mrs. McGillicuddy se tomó su tiempo para pensar a fondo antes de contestar.

—Alto y moreno, creo. Llevaba un abrigo grueso, de modo que nada puedo decir en concreto sobre su constitución física. —Y añadió con desaliento—: En realidad, no es gran cosa.

—Algo es algo —comentó miss Marple—. ¿Estás completamente segura de que la muchacha estaba muerta?

—Estaba muerta. De eso sí estoy segura. Tenía la lengua fuera y… bueno, prefiero no hablar de ello.

—Claro que no. Claro que no —se apresuró a decir miss Marple—. Supongo que sabremos algo más por la mañana.

—¿Por la mañana?

—Me figuro que saldrá en los periódicos de la mañana. Después de atacarla y matarla, ese hombre se encontrará con un cadáver en las manos. ¿Qué habrá hecho? Es de suponer que habrá bajado del tren en la primera estación. A propósito, ¿puedes recordar si era un vagón con pasillo?

—No, no lo era.

—Eso parece indicar que el tren no era de largo recorrido. Es casi seguro que se detuvo en Brackhampton. Supongamos que el asesino se apeara en Brackhampton y hubiera dejado el cadáver sentado en un rincón, con la cara escondida en el cuello del abrigo para retrasar su descubrimiento. Sí, creo que seguramente eso es lo que haría. Pero, naturalmente, la descubrirán antes de que pase mucho tiempo, y es de esperar que la noticia de una mujer asesinada y descubierta en un tren aparecerá con toda certeza en los periódicos de la mañana. Ya veremos.

Pero no apareció en la prensa de la mañana.

Después de asegurarse de esto, ambas amigas terminaron su desayuno en silencio. Las dos reflexionaban.

Después de desayunar, dieron un paseo por el jardín. Pero este absorbente pasatiempo resultó un paseo deslucido. Miss Marple llamó la atención de su amiga sobre alguna especie nueva y rara que había adquirido para su jardín de rocas, pero lo hizo casi distraída. Y Mrs. McGillicuddy no contraatacó, como era su costumbre, con una lista de sus propias y recientes adquisiciones.

—El jardín no tiene el aspecto que debiera —afirmó miss Marple siempre distraída—. El doctor Haydock me ha prohibido que me incline y que me arrodille y, la verdad, ¿qué puedes hacer sin inclinarte ni arrodillarte? Tenemos al viejo Edwards, por supuesto, ¡pero es tan terco! Y esta faena le ha hecho adquirir malas costumbres: muchas tazas de té, muchos descansos y nada que signifique verdadero trabajo.

—¡Oh, tienes razón! —contestó Mrs. McGillicuddy—. Claro que no es que a mí me prohiban inclinarme, pero la verdad es que después de las comidas y habiendo aumentado de peso —bajó la vista sobre sus amplias proporciones—, me viene acidez de estómago.

Hubo un silencio y Mrs. McGillicuddy se detuvo en seco y se volvió hacia su amiga.

—¿Y bien?

Era una pregunta insignificante, pero el tono de Mrs. McGillicuddy era harto elocuente, y miss Marple comprendió su significado perfectamente.

—No lo sé.

Las dos se miraron.

—Creo —sugirió miss Marple— que podríamos acercarnos a la comisaría para hablar con el sargento Cornish. Es un hombre inteligente y dotado de una gran paciencia. Nos conocemos muy bien. Creo que nos escuchará y comunicará la información donde corresponda.

En consecuencia, unos tres cuartos de hora más tarde, miss Marple y Mrs. McGillicuddy estaban hablando con un hombre que andaría por la treintena, grave, robusto, que las escuchaba con suma atención.

El sargento Frank Cornish recibió a miss Marple con cordialidad y deferencia. Dispuso sendas sillas para las dos damas.

—Veamos, ¿en qué puedo servirla, miss Marple?

—Desearía que escuchase lo que tiene que comunicarle mi amiga, Mrs. McGillicuddy.

Cornish la escuchó atentamente y, cuando finalizó el relato, guardó silencio durante unos segundos.

—Es un relato extraordinario —opinó.

Disimuladamente había estado calibrando a la narradora.

En conjunto, su impresión fue favorable. Era una mujer inteligente que sabía expresarse con claridad. No era, dentro de lo que él podía juzgar, una mujer de imaginación desbordada ni una histérica. Además, miss Marple parecía creer en la exactitud del relato de su amiga, y él la conocía bastante. Todo el mundo en St. Mary Mead la conocía: menuda y tímida en apariencia, pero en el fondo tan viva y astuta como el que más.

—Por supuesto —añadió después de un leve carraspeo—, quizá esté usted en un error: fíjese bien, no digo que se haya equivocado, pero sería una posibilidad. Hay gente aficionada a las bromas pesadas, y el incidente podría no haber sido serio o fatal.

—Yo sé lo que he visto —insistió Mrs. McGillicuddy con severidad.

«Y no cambiará un ápice su veredicto —pensó Cornish—. Creo que me guste o no, quizá tenga razón».

—Ha informado usted a los funcionarios del ferrocarril y a mí —comentó en voz alta—. Ha actuado correctamente, y puede estar segura de que me ocuparé de que se lleven a cabo las indagaciones necesarias.

Se detuvo. Miss Marple asintió satisfecha. Mrs. McGillicuddy no lo estaba tanto, pero no dijo nada. El sargento Cornish se dirigió a miss Marple, no tanto porque deseara conocer sus ideas, sino porque quería oír su opinión.

—Si aceptamos los hechos tal como han sido expuestos, ¿qué cree usted que habrá ocurrido con el cadáver?

—Sólo parece haber dos posibilidades —apuntó miss Marple sin vacilar—. La más probable es, por supuesto, que el cadáver fuera abandonado en el tren, pero eso parece ahora poco probable porque hubiera sido encontrado por otro pasajero o por el personal del ferrocarril al final del trayecto.

Frank Cornish asintió.

—La otra posibilidad que le quedaba al asesino era echar el cadáver a la vía. Supongo que debe estar en algún recóndito lugar del trayecto, aunque tampoco esto parece probable. Pero no acierto a ver de qué otro modo hubiera podido resolver el problema.

—En los periódicos hablan de cadáveres metidos en baúles —señaló Mrs. McGillicuddy—, pero ahora nadie viaja con baúles, sólo se llevan maletas. Y no puede meterse un cadáver en una maleta.

—Sí —aceptó Cornish—, estoy de acuerdo con ustedes. El cadáver, si lo hay, tendría que haber sido descubierto a estas horas, o lo será muy pronto. Las tendré al corriente de cualquier novedad, aunque me figuro que se enterarán por los periódicos. Desde luego, está la posibilidad de que la mujer, aunque atacada de una manera salvaje, no esté muerta y que se apeara del tren por su propio pie.

—Difícilmente hubiera podido hacerlo sin ayuda —señaló miss Marple—, y en ese caso alguien hubiera advertido a un hombre que sostenía a una mujer diciendo que está enferma.

—Sí, tiene razón —convino Cornish—. Si encontraron a una mujer sin conocimiento o enferma en un compartimiento y la llevaron al hospital, aparecería en los informes. Tengan la certeza de que en breve conseguiremos algo.

Pero pasó aquel día y el siguiente. Esa noche miss Marple recibió una nota del sargento Cornish que decía así:

Respecto al asunto que me consultó, se ha llevado a cabo una investigación exhaustiva sin resultado. No se ha encontrado ningún cadáver. Ningún hospital ha prestado asistencia a mujer alguna como la que me describió, y no ha sido observado ningún caso de una mujer inconsciente o enferma que dejase la estación sostenida por un hombre. Puede estar segura de que la investigación se ha hecho a fondo. Debo suponer que, aun habiendo presenciado su amiga una escena tal como la que describió, el resultado de la misma fue mucho menos grave de lo que ella ha supuesto.