El padre Nikolái me cubrió la cabeza con el delantal negro y este año se interesó por si había cometido pecados carnales. Le pedí que me aclarara cómo se hace eso y él me dejó marchar sin insistir. Eché a correr felicitándome por haber superado el último ayuno de mi vida.
De nuevo tuve que actuar sobre el escenario el día en el que se celebraba la liberación de los campesinos. Recité mal los poemas para defraudar a la presidenta en funciones de la Hermandad y para que Yershov no pensara que yo era un completo idiota.
Pésaj me alabó.
—Ya les demostraste una vez que puedes hacerlo y con eso basta —me dijo. Ahora aprobaba todo lo que yo hacía, pero no era su aprobación la que buscaba.
Empezaba a sentirse que pronto llegaría la primavera. En el escaparate de Paraíso para los Niños ya brillaban pelotas en lugar de trineos. Los rostros de la gente comenzaban ya a tostarse. Yo dejé el latín.
—De todos modos no voy a lograr completar todo el curso —decía yo. Además, había comprendido que no quería ser médico.
En las clases de latín me dio tiempo a aprender, entre otras cosas, que Noli me tangere, la inscripción bajo el cuadro de Cristo en el desierto con la doncella a sus pies, significa «no me toques».
Una vez más la amenaza de los exámenes se cernía sobre nosotros. De nuevo nos echamos a temblar temiendo que apareciera el inspector de enseñanza. Nos alegramos al descubrir de pronto que alguien lo había matado con una piedra.
Se celebró una misa de difuntos. El padre Nikolái dio un sermón. Enseguida se publicó en el periódico una carta del médico que trataba al inspector. Al parecer, el difunto era un degenerado y un loco. Suspendía a los alumnos de buena presencia por sufrimientos personales. Esto había tenido que mantenerse oculto cuando estaba vivo debido al código de secreto profesional.
Los trabajadores del taller de Griliches se pusieron en huelga. A maman le hervía la sangre. Esto me sorprendió.
—Si supiera hacerlo iría yo misma y trabajaría para él unos días —me dijo.
Durante los exámenes, un día Tarashkevich vino a mí corriendo. En su casa nos esperaban misteriosos Grégoire y el amable alumno sobresaliente. Grégoire sacó un sobre y nos mostró un papel con ejercicios.
—Ahí los tenéis —dijo.
El alumno sobresaliente resolvió los problemas por nosotros. Otro día nos los pusieron en el examen.
Nos matábamos a estudiar. Dormíamos tres o cuatro horas al día y maman se atormentaba.
—¿Cuándo terminará todo esto? —decía.
Cuando se iba a dormir por las noches me traía un puñado de caramelos.
Por fin llegó el día en el que todo terminó. Recibimos los certificados. Desde el púlpito, sobre el cual había un vaso con lirios del valle, pronunciaron las palabras de despedida. Entre cabezadas y sobresaltos, yo abría los ojos por minutos y vi que después del director intervino el profesor de literatura. Avanzó el labio, se contempló el bigote y se lo estiró.
—¡Verdad, bien y belleza! —exclamó con su elocuencia usual.
Aquella tarde hice mi última anotación en el libro de observaciones. En el tejado bajo la veleta me quedé un rato, como siempre. Pensé en todas las veces que había estado ahí.
Cuando le dimos a Kanátchikov el dinero del alquiler me felicitó. No se marchó enseguida, sino que nos contó que su hijo se estaba volviendo loco porque no había aprobado el examen de acceso de tecnología.
—Ha aprobado todos los de ciencias, pero los rodapiés que pegan en las habitaciones han podido con él —nos dijo.
Todos se matricularon en alguna parte. Yo aún no sabía lo que quería hacer. Pregunté si existía algún lugar donde aceptaban estudiantes sin necesidad de exámenes y sin buscar notas altas en matemáticas, y resultó que sí. Compré un sobre de lienzo y envié en él mis documentos. No tardaron en enviarme una carta de aceptación.
Cuando fui a la comisaría por el certificado de lealtad política, me encontré allí a Vasia. Estaba apresurado.
—No, madame —dijo al paso a una solicitante insistente que había corrido hacia él.
Como siempre, lo miré con agradable desconcierto y, cuando desapareció, pensé que quizás en esos momentos se dispusiera a azotar a algún detenido.
Shuster fue a visitar a la hermana de su padre a la región del río Dvina en la casa del pastor, por lo que no nos vimos. Pésaj venía a verme a veces. Le escribí una lista con los días en los que maman tenía guardia. Una vez me mostró la oda que nuestro profesor de literatura había compuesto aquel año para la fiesta de la liberación de los campesinos. La leí sin interés. La escuela ya no era asunto mío.
Pésaj debía marcharse a América con su familia al final del verano. Ya estaba acostumbrándose a llevar bombín y en lugar de sus antiguas gafas llevaba unos quevedos con cinta. Un día que caminábamos juntos me retrasé medio paso y por casualidad me fijé en el cristal.
—Espera —dije, admirado. Tomé los quevedos de su nariz y me los puse. Ese mismo día fui al oftalmólogo y me puse cristales en la nariz.
Ahora veía con claridad los rostros en la calle, leía los números en los drozhki de cocheros y los letreros al otro lado de la calle. Veía todas las hojas de los árboles. Miré la vitrina de la tienda de loza y vi lo que había en las estanterías de dentro. Vi doce platos colocados en fila con dibujos de judíos en harapos y la nota «concedidos a crédito».
Al otro lado del río me sorprendió poder ver gente, un rebaño y el molino de Griva-Zemgallen. Osip, el chico con quien había estudiado para el examen de acceso a la clase preparatoria, llegó a la orilla silbando.
Se quitó todo rápidamente y, con la piel morena al descubierto, se quedó con sólo un gorro redondo y corrió al agua sin quitárselo. Al pasar corriendo me miró por el rabillo del ojo. Quise saludarlo, pero no me atreví.
Caminé hasta la casa en la que vivía Yershov el invierno anterior. Observé la tracería de clavos en la puertecilla que él tantas veces había abierto. Ésta chirrió. En el umbral apareció Olejnovich encorvado. Llevaba la misma capa con capucha que aquella vez en invierno. En esta ocasión pude ver que el cierre de la capa lo componían dos cabezas de león unidas por una cadena.
Cuando oscureció aquella tarde vi que había muchas estrellas y que tenían rayos. Me paré a pensar que todo lo que había visto hasta entonces lo había visto mal. Me sentí interesado por ver de nuevo a Natalie y descubrir cómo era. Pero Natalie estaba lejos. Ese año pasaba el verano en Odessa.