Dado que yo decía que quería ser médico, finalmente tuve que empezar a tomar clases de latín. Matz, nuestro profesor de alemán, lo impartía, y una vez por semana se anunciaba en el Dvina. Llegué a un acuerdo con él.
La cocinera me abrió la puerta y me hizo pasar.
—Espere un momentito —me ordenó.
Yo me puse de puntillas y observé un retrato de Matz que colgaba en la pared por encima del sofá junto con varios abanicos y tablillas con refranes. La imagen, dibujada por nuestro profesor de caligrafía y dibujo Sepp, tenía los ojos azules, la piel sonrosada y una perilla real y cabello erizado amarillos.
Apareció Matz en persona con una lámpara. La colocó y la giró para que pudiera ver bien el pájaro que había impreso en la pantalla.
—Silva, silvae —comencé a declinar sin dejar de mirarlo.
Después, Matz me explicó algo. Yo trataba de mostrar que no me estaba durmiendo y, para ello, de vez en cuando repetía tras él algunas palabras: «et sint candida fata tua» o «pulchra est».
En una ocasión leímos De amicitia vera. Él, soñador, pestañeaba y sonreía con agrado: era afortunado en la amistad.
Una vez, cuando volvía de sus clases, me encontré con Pésaj. Caminamos juntos. Nos detuvimos junto a la Sala de Bodas y, mirando a través de las ventanas iluminadas, escuchamos un vals. Hice un esfuerzo por no pensar en que hacía poco que había estado allí con otro acompañante.
Pésaj se encariñó. Como si fuera una doncella, me tomó de la mano y prometió darme por escrito la oda que nuestro profesor de literatura había compuesto el año anterior. Yo sólo recordaba el final:
«Los rusos hermanos del poeta lastimero Una urna invisible de lágrimas de conmoción A la altura inmensa, al Señor de los cielos Alzaremos unidos con palabras de adiós:
Sea eterna la gloria de Gógol».
—Entremos —propuso cuando, tras repetir estos últimos versos, accedimos al callejón en el que vivía. Fui con él y me dio la oda. Nos reímos mucho de ella. Podría haberla conseguido antes y entonces habría sido Yershov quien riera conmigo.
Se acercaba la Navidad. Los estudiantes se reunieron. Los vimos cuando llegaron durante el recreo largo. Disfrutábamos con la idea de que al cabo de un año nosotros también llevaríamos ese uniforme, acudiríamos a la escuela y nos reuniríamos en multitud frente a las ventanas del director y fumaríamos cigarrillos con aspecto independiente.
Apareció Gvozdiov. Ahora estudiaba en la academia militar de Vladímir. Había crecido inesperadamente, se había ensanchado, estaba casi irreconocible. De porte bravo, chocando las suelas de los zapatos contra la acera, se llevaba las puntas de los dedos enguantados a la visera y alzaba la nariz, maravillando a las chicas. No se acercó a Gregoire y, cuando se lo encontró, lo trató con tono despectivo.
El día que nos dieron vacaciones vi a la elegante dama Edemska viajar al tren. Estaba sentada recta y con aspecto solemne. Un cesto con sus pertenencias yacía en el asiento contiguo del trineo. Quizá Yershov acababa de ayudarla a llevar ese cesto hasta la portezuela.
El primer día de Navidad el cartero trajo cartas. Eugenia nos las entregó, ridícula con su cofia blanca como una vaca montada en un sillín: Karmánova, Váguel A. L., frau Anna y otra persona felicitaban a maman. A mí no me había escrito nadie. Tampoco podía esperar cartas de ninguna parte. Por la ventana veía la nieve caer con fuerza. Quizás esa mañana cayera del mismo modo sobre la tierra en Polatsk.
Bliuma Kats-Kagan era rechoncha y bajita, y su cara se parecía a la del cochero de mejillas sonrosadas de la troika que había expuesta en la vitrina de la tienda Paraíso para los Niños. Había terminado sus estudios en el liceo Brun la primavera anterior y se había marchado a Kiev a unos cursos de odontología. Una cálida tarde en la que caían gotas de las cañerías, la vi al salir junto a la casa. Había venido a pasar las vacaciones.
—¿No habrá leído usted Nat Pinkerton y la literatura moderna de Chukovski? —me preguntó—. Aquel título me interesó. Había leído los Pinkerton pero, si trataba de literatura moderna, pensé que seguramente sería La risa roja. Imaginé cómo seguramente se burlarían de ella en ese libro y me entraron muchas ganas de leerlo.
Contemplé desde el espolón la casa de Janek. Alguien se movía en las ventanas de Siou. Quizá fuera Natalie. Se oía un vals procedente de la pista de patinaje. Señalé que ese día el hielo estaría blando y Bliuma secundó mi opinión.
—Pero no se trata de eso —declaró ella—. Recientemente he leído una novela interesante —y me habló de ella.
Un señor viajaba con una dama. Italia era lo que más les había gustado. No eran marido y mujer, pero se comportaban como si estuvieran casados.
—Bueno, ¿qué opinión te merece? —inquirió ella. Yo me sorprendí.
—Ninguna —dije.
Cuando nos detuvimos frente a la Sala de Bodas en la oscuridad y a nuestros oídos llegó el ruido de la central eléctrica, de la orquesta a lo lejos y de un ladrido de perro cercano y otro lejano, Kats-Kagan se desoxidó. Tomó mi mano y, en silencio, se apoyó en mi costado. Tuve que apartarme de ella. Le pregunté si se acordaba de cuando íbamos a ese lugar a mirar el cometa. Me respondió que deberíamos vernos en más ocasiones y me indicó cómo escribirle a la lista de correos: «K-K-B, 200 000».
A lo largo de aquel invierno Tarashkevich me invitó a su casa varias veces y yo acudí. Aparte de mí solían ir Gregoire y uno de los alumnos sobresalientes. Nos mostraba cómo resolver problemas de diversa índole. Luego nos daban de comer y nos ofrecían licor. En aquella época surgió entre nosotros la amistad. Al despedirnos, nos quedábamos largo rato en el recibidor, nos reíamos mirándonos entre nosotros, comenzábamos a estrecharnos las manos una y otra vez y no lográbamos separarnos.
Llegué a sentir una ternura especial por Sofronychev. «Tú te ves a diario con Natalie y, al igual que yo, sabes por experiencia lo que es la traición de un amigo», pensaba para mis adentros.
Tarashkevich compartía banco con Shuster. Nos contó que Shuster iba a la calle Podólskaia. «Shuster», me dije abatido. Recordé que en el pasado no había encontrado en él nada interesante. «Qué poco sabemos sobre las personas, y qué erróneamente las juzgamos», pensé.
Salí temprano por la mañana y fui a esperarlo.
—Shuster —dije yo, tomándolo de la mano. Le pregunté de inmediato si aquello era verdad. Él, halagado, me lo contó todo. Iba los viernes, pues esos días había inspección. Él pedía los libros y averiguaba quién estaba sana. Las habitaciones no estaban tabicadas hasta arriba. Una vez, en la habitación de al lado había aparecido su hermano menor. Había escalado la pared y había emprendido una pelea con una silla. Desde entonces le habían negado la entrada.
—Si quiere ir allí, que al menos se comporte como es debido.