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Cuando volvimos a la escuela había un nuevo director. Tenía mejillas sonrosadas con venas purpúreas, era bajo, barrigón y sin cuello. Su cara estaba siempre alzada como si la hubieran colocado sobre un pequeño atril.

Formó una orquesta de vientos y nos ordenó llevar camisa en lugar de chaqueta. Mandó construir en la iglesia de la escuela unos escalones frente a los iconos. Encargó un púlpito y pronunció un discurso en el gimnasio encaramado a él. En aquel discurso descubrimos, entre otras cosas, la utilidad de las excursiones como excelente complemento a nuestra educación en la escuela.

Pasaron dos o tres días y el sábado Iván Moiseich vino a vernos antes de las clases para informarnos de que esa tarde iríamos a Riga.

Llegamos somnolientos la mañana siguiente y corrimos a una escuela a beber té.

Nos detuvimos junto a la estación y admiramos a los cocheros de furgones ataviados con sombreros y libreas ceñidas, pelerinas y galones. Sus caballos estaban enganchados sin arco. Los tranvías pasaban deprisa. Los árboles y las calles estaban mojados por la lluvia reciente. La ciudad era muy bonita y me resultaba familiar. Posiblemente se pareciera a esa ciudad de N a la que tanto había querido ir de pequeño.

En primer lugar visitamos la catedral y luego la principal iglesia luterana.

¡So sagt der Apostel Paulus! —sermoneaba un pastor gesticulando desde un balcón.

Entonces se acercó a nosotros Friedrich Olov Estaba vestido de civil. En la mano izquierda sostenía un bombín y unos guantes.

Todos quedamos conmovidos. Nos dio la mano y, radiante, nos acompañó allá donde íbamos. Fue con nosotros a ver un zapato de Ana de Rusia en un club, un canal con cisnes, la orilla del mar… incluso se bañó.

—¿En serio habéis estudiado ya casi todo el curso de ciencias? —nos preguntaba maravillado.

Él y yo nos dimos un abrazo y rememoramos nuestras conversaciones sobre la calle Podólskaia y sobre los muzhiks. Este encuentro se me antojó similar a una aventura sacada de un libro. Estaba contento.

Metidos en el mar, despojados de pantalones y chaquetas, de repente todos nos volvimos distintos de cómo éramos en la escuela. Desde aquel día comencé a ver a mis compañeros con otros ojos.

Después de Riga fuimos a Polatsk. De nuevo no dormimos en toda la noche, pues el tren partía al amanecer. Por la ventana del vagón vi por primera vez en la vida un bosque foliáceo de color marrón otoñal. Me acordé de dos versos de Pushkin.

Nos llevaron soñolientos a un monasterio y allí nos alimentaron con comida de vigilia. A continuación tuvimos que postrarnos ante las reliquias, tras lo cual nos dijeron que podíamos hacer lo que quisiéramos hasta tomar el tren.

El alumno Tarashkevich y yo encontramos un grifo junto a la estación y nos limpiamos los labios largo rato frotándolos con arena. Creíamos que se nos habían hinchado por las reliquias y que no podríamos quitarnos el asqueroso sabor que nos habían dejado.

Cuando terminamos, echamos a andar y llegamos a un callejón sin salida. Agotados, nos acostamos entre los carriles. Nos quedamos dormidos inmediatamente y nos despertamos cuando comenzaba a oscurecer. Nos levantamos de un salto y nos sacudimos mutuamente para entrar en calor y evitar el reumatismo.

En el vagón me senté junto a Tarashkevich y él me habló de su estancia en casa de Jainovski. Lo había llevado a pasar el verano después de que yo tuviera que rechazarlo. Me contó que a Jainovski le gustaba supervisar estudio y le asesoraba, y que obligaba a sus hijos a tumbarse en cruz. Además, de cuando en cuando iba a verlos y les ofrecía besarle el pie. Me alegré de no haber ido.

Los lunes a primera hora teníamos clase de jurisprudencia, y el profesor era el padre de Natalie. Era un hombre canoso vestido de civil, llevaba gafas, tenía una verruga en la frente y una barba como la de Petrunkévich. Yo no podía apartar la vista de él. Me parecía que en sus facciones podía descubrir las de Natalie y las de la madonna de I. Stúpel.

A nuestro director le gustaba celebrar todo solemnemente. Se instalaron para un acto tablas en el gimnasio. Sobre ellas colgaba un cuadro de Sepp, el profesor de caligrafía y dibujo. El cuadro representaba la resurrección de la hija de Jairo. Tocó nuestra nueva orquesta y el coro cantó. Algunos alumnos entrenados por los profesores de literatura subieron engalanados uno tras otro los escalones y declamaron, y entre ellos sobre las tablas me encontraba también yo.

Me aplaudieron. Karl Pferdchen me estrechó la mano y me felicitó. La presidenta en funciones de la Hermandad me hizo señas para que me acercara. Me comunicó que iba a pedir al director que le permitiera llevarme con ella para actuar en un concierto a favor de la Hermandad que tendría lugar durante la vigilia. Pésaj Leizerach me abrazó.

—Eres un poeta —declaró.

Desde entonces comencé a llevarme bien con él.

Cuando salí a caminar aquella tarde resultó que me había hecho famoso. Las chicas me estrechaban la mano con reverencia.

—Ya nos hemos enterado —decían. Entre ellas vi a Luisa, que se había unido al grupo con sigilo.

—Me gustaría tener una conversación familiar con usted —me dijo, y halagó mi tenacidad durante el regateo con su madre hacía medio año—. Salta a la vista que tiene usted un gran porte —añadió lisonjera.

Mi historia llegó a oídos de la anciana Tichter, «la nueva alemana». Me contrató para dar clases a su hijo. Tenía mi edad y era imbécil, y pronto tiré la toalla con él. Me dijo en varias ocasiones que era una pena que Pushkin hubiera muerto asesinado y una vez me pasó un fajo de papeles con poemas. Los había escrito él mismo.

Los llevé a la escuela y se los mostré a algunos compañeros. Nos reímos. Yershov me abordó inesperadamente y me los pidió hasta la tarde. Prometió devolvérmelos en las Vísperas.