El terrateniente Jainovski, que tenía bigote e iba vestido con un abrigo gris con cordones como el que le había visto una vez a Strauss, vino a visitarnos poco después de los exámenes para llevarme a pasar el verano con sus hijos. Yo debía quedarme en la estación meteorológica y no pude ir con él.
Esto me dio mucha pena. Me parecía que quizás allí habría encontrado algo excepcional. Recordé que el otoño anterior un alumno me había contado que había vivido en casa de unos barones. Un primo de la baronesa había llegado desde Inglaterra. Había saltado con unos calzoncillos rojos desde la baranda del puente al estanque, y los barones vecinos, que estaban invitados, observaban sentados en el prado mientras les daban café.
Los días pasaban monótonos, igual que en el verano anterior y en el anterior a ése. En las vísperas de las fiestas a veces pasaba casi arrastrándose por delante de nuestra casa en dirección a la catedral Gorshkova, inflada, ataviada con un sombrero con plumas y mitones, empolvada, deslizando por el suelo el dobladillo de la falda. El hermano pequeño de Shuster de cuando en cuando se paseaba por delante de la casa silbando y mirando por las ventanas. Por las tardes, cuando la portera Annushka regresaba de algún sitio, en ocasiones traía consigo a un conocido. La vieja y Fedka salían para no molestarlos y, mientras ellos deliberaban dentro, ellas esperaban en la calle.
Una vez, dando un paseo, fui a parar a los barracones y me encontré con Andréi. Dimos una vuelta juntos. Como cuando yo era pequeño, nos cruzamos con las cocinas móviles. Tenían carteles pegados de El ordenanza malhechor. Las trompetas comenzaron a tocar la diana. Una estrella apareció en el cielo.
—Andréi, estoy leyendo a Serapión —dije yo, y le conté lo que había leído sobre los antiguos cristianos.
Nos lamentamos de cómo nos engañaban en la escuela y de que sólo lográbamos descubrir la verdad de manera fortuita.
Poseídos por el espíritu crítico, nos pusimos a hablar de Dios. Recordamos lo mucho que habíamos querido descubrir si Serge era el «niño terrible».
«La compañía de Andréi me agrada, pero no hay en él nada poético», me dije a mí mismo cuando regresaba, y recordé a Yershov.
A. L., igual que el año anterior, cada día después de comer se retiraba a la montaña y pensaba en cómo hacer testamento. Maman, para visitarla con más frecuencia, comenzó a pedirle prestado el Mundo de Damas. A veces, cuando terminaba de leer el número, me enviaba a mí a devolverlo.
A menudo lo abría en el tren y encontraba en él algo entretenido. Por ejemplo, que podemos influir en las emociones de nuestros invitados con el color de la pantalla de la lámpara. Cuando queremos despertar la pasión en nuestro invitado, debemos apagar completamente la luz. Entonces me entraban ganas de tener a alguien con quien reírme, pero no tenía a nadie.
Las ancianas que solían estar de visita en casa de A. L. conversaban gustosas conmigo. Me preguntaban qué iba a ser de mayor.
—Va a ser médico —respondía A. L. por mí, ya que yo mismo no lo sabía, así que comencé a decir yo lo mismo. Desde mi asiento veía el cuadro de da Vinci, pero estaba lejos y no distinguía nada, y me daba vergüenza acercarme a él delante de todos.
Pensaba en el cuadro cada vez que pasaba por delante del letrero de la lavandera que planchaba, pues al mirar su escaparate el cielo se reflectaba en él a mis espaldas. Esto me recordaba a la ventana detrás de la mesa de La última cena.
El día de la Traslación de las Reliquias de Santa Eufrosina hubo una procesión con la cruz y maman fue a la catedral tocada con el sombrero que había impresionado al señor Pistsov el año anterior.
Regresó de la catedral resplandeciente y nos convocó a Eugenia y a mí a su habitación para contarnos todo.
—¡Ha sido precioso! —dijo, mientras se quitaba el vestido nuevo y se lavaba, con voz dulce, como si estuviera en casa de unos amigos—. Había muchas flores, y muchas damas han venido expresamente desde sus dachas.
Entonces mencionó como de paso que en la procesión había estado junto a la señora Siou y ésta había sido muy amable e incluso, al despedirse, había invitado a maman a visitarla en Shavskie Drozhki.
Finalmente partió hacia allí. Aquella tarde me pareció que el tiempo se había detenido. Me di un baño muy largo. Regresé a casa caminando lentamente. Hacía bochorno. Las nubes colgaban. Estaba oscureciendo. Resplandecían rayos silenciosos. En el Parque Nikolái había un gran bullicio entre los arbustos. Por las calles la gente reía a carcajadas en la oscuridad. La vieja y Fedka esperaban junto a la casa. Madame Genig caminaba de esquina en esquina. Al verme me retuvo y me dijo que aquel clima le hacía sentirse sola.
Me senté frente a una lámpara y leí largo rato. Eugenia aparecía de vez en cuando en la puerta. Al ver que yo no la miraba, emitía un sonoro suspiro y desaparecía un tiempo.
Maman llegó a las once y media. Llena de regocijo me mostró el libro que la señora Siou le había prestado. Se titulaba ¿Qué debemos hacer entonces? Lo estreché contra mi pecho y lo acaricié, y maman me contó que la sirvienta de Siou estaba excepcionalmente adiestrada.
—¿Has visto a su hija? —pregunté por fin. Al parecer no estaba en casa.
Desde ese día maman se dedicó a adiestrar a Eugenia: le cosió una cofia y le ordenó que si tenía tiempo libre, lo dedicara a coserme medias de lana. Yo dije que no me las iba a poner, y maman sollozó.