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Pensé en Olga Kuskova y me entristecí. Era pesada y, cuando no la tenía delante, me recordaba a Sophie. Hacía bien poco que en Shavskie Drozhki, con un vestido por encima de la rodilla, nos había dibujado una «chica de perfil con un traje de Rusia Menor». También había amenazado impetuosa con el puño a la brigada punitiva cuando pasaba por el bosque junto a la vía del ferrocarril. Se aproximaba el Te Deum. Mis amigas y yo nos lamentábamos de que se terminara el verano. Una vez salió un día gris, oscureció temprano, comenzó a llover y nos marchamos a casa poco después de encontrarnos. Cuando nos despedíamos, Katya Golubeva me puso una castaña en la mano. Era muy tersa y me resultaba agradable sujetarla. Llovía silenciosamente. En la oscuridad olía a álamo. No fui a casa directamente, sino que giré al llegar a la valla y me senté en un banco. Nuestras ventanas, iluminadas, estaban abiertas. Kondrátieva estaba visitando a maman y yo oí sin esperarlo algunas cosas interesantes.

En Utochkin, donde maman había llevado un sombrero decorado con un racimo de uvas y plumas, estaba el coronel retirado Pistsov, al cual maman había causado una gran impresión. Él había enviado a Ivánovna, una exmonja (la misma a la que el año anterior Kondrátieva había dado a azotar las mantas), para preguntar cómo reaccionaría maman si él acudiera a su casa con una proposición.

—Traslade al señor Pistsov mi agradecimiento —había dicho maman—, pero me he consagrado a la educación de mi hijo y ya no vivo para mí.

Oí cómo empezó a sollozar y a decir que los padres sacrifican todo y no reciben ninguna gratitud de sus hijos.

—No puede imaginarse lo ultrajante que llega a ser su insensibilidad —se lamentaba ella.

Desde aquella ocasión traté de que los conocidos de mi madre no me vieran. Estaba seguro de que al verme pensarían: «¡Déspota! Ése es el niño que ultraja a su pobre madre».

En clase había doce repetidores, todos los cuales eran chicos fornidos. Decían que el inspector tenía la debilidad de suspender a los alumnos de buena apariencia. Ellos se hacían los importantes con nosotros, y el más importante de todos era Yershov. Era un chico moreno de ojos marrones, como los de Natalie. Su mirada era arrogante y me parecía misterioso. Me asombraba. Traté de acercarme a él. En la iglesia de la escuela me coloqué junto a él y, tras señalarle el icono con la cabeza, le dije: «Dos tíos y un pájaro». Él movió los labios y ni me miró. Yo saqué mi castaña (la de Katya Golubeva) y quise regalársela, pero él no la aceptó.

Salí del pase de lista con Andréi. Me reía sonoramente y hablaba bien alto, por si era Yershov quien acababa de adelantarnos.

Andréi me acompañó hasta casa y entró conmigo. Como siempre, abrió mi libro de texto de catecismo por el capítulo del Monacato eremítico: «El desierto, hasta entonces inhabitado, de repente se llenó de vida. Una gran cantidad de eremitas lo ocuparon y en él leían, cantaban, ayunaban y rezaban». Él tomó un lápiz y un papel y dibujó a los eremitas.

Karmánova, que aún tenía algunos asuntos en nuestra ciudad, llegó y se quedó en nuestra casa varios días. Bondadosa, con una sonrisa agradable, entregó a maman una Biblia.

—¡Aquí ya hay de eso! —dijo ella.

Escuché algo a hurtadillas cuando las damas, radiantes, tras darse un abrazo se retiraron a la habitación de maman. Resultó que Olga Kuskovaya no seguía entre los vivos. Ella entendía mal su posición, y la mujer del ingeniero había tenido que mantener una conversación seria con ella. Pero ella se mostró susceptible. Fue al terraplén del ferrocarril, se echó un saco de lienzo sobre la cabeza y, colocada sobre los carriles, dejó que el tren de pasajeros la pasara por encima.

El tiempo que Karmánova pasó con nosotros fue bueno en tanto en cuanto maman se despreocupó de mí y no me lanzaba miradas dramáticas acompañadas de suspiros.

Aquel otoño empecé a dar clases particulares a un alumno de quinto. Era un chico fornido, más grande y gordo que yo, y hablaba con voz de bajo. A veces, cuando estaba con él, entraba su padre y me decía:

—Si le causa cualquier problema, hágamelo saber y le daré una buena tunda.

Me contó que se las propinaba en presencia de la policía, pues en casa el canalla vociferaba y los vecinos acudían corriendo. Entonces recordé a Vasia. La poesía de la infancia renació en mí.

Aquella época estaba muy ocupado, por lo que ya no tenía tiempo de pasear con las chicas. Durante el tiempo libre leía El misántropo o Don Juan. Me habían gustado en verano y, cuando el alumno me pagó, los compré.

Ese invierno no me sucedió nada interesante. Desencantado, enfurecido y asqueado, ya no sentía fascinación alguna por Manílov y Chíchikov. Ahora me burlaba de la amistad, me reía de Gvozdiov y Sofronychev, y de Jutt, el licenciado de la farmacia.

En los días festivos, desde mi sitio en la iglesia sabía que a diez pasos de distancia, al otro lado del pasillo, estaba Natalie. Al parecer mi visión había empeorado. No veía su cara, sólo distinguía cuál de las manchitas era su cabeza.

Sin darnos cuenta, nos plantamos en la época de exámenes. Una mañana, antes del examen escrito de matemáticas, llamaron inesperadamente a la puerta de nuestro apartamento y Eugenia me dio un sobre. En él, escritos con la misma caligrafía de las notas de «Correos de Cupido», estaban pegados los ejercicios del examen y las soluciones. El paquete se lo había dado a Eugenia un alguacil.