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—Mi mamá desea que me dé usted clases —dijo Luisa, y acordamos que al día siguiente yo iría de la escuela al «despacho» y madame Cougenau-Petroshka me atendería sin esperar turno. Me puse a pensar qué hacer con el dinero que ganaría.

Por el camino, los gorriones brincaban y bebían en los charcos. En el bulevar, alrededor de cada árbol se derretía la nieve y se comenzaba a ver el césped cubierto por las hojas marrones del año anterior. En los letreros brillaban letras doradas. Junto a la entrada del sótano había una vara con un copo de algodón y su vendedora estaba sentada en una silla al sol tocada con un sombrero negro de terciopelo con una pluma; meciéndose, tejía una media con las manos enguantadas. En la esquina de la casa de Cougenau-Petroshka me alcanzó Ágata, que regresaba del liceo. Entró sigilosa tras de mí al zaguán y miró a casa de quién iba.

Cougenau-Petroshka me dejó pasar y, tras ofrecerme asiento, se sentó coqueta sobre la camilla dental. Tenía el rostro empolvado y con hinchazones, y el pelo chamuscado. Entornando los ojos, igual que había hecho Gorshkova la primera vez, se puso a regatear conmigo.

—Es costumbre hacer una rebaja a los conocidos —decía.

Al salir, desencantado, me felicité por no haber presumido ante maman demasiado pronto.

El hielo de la pista de patinaje se derritió. Se puso de moda llevar una rama de sauce en la mano. Empujados por los barrenderos, arroyos de agua fluían por los bordes de las aceras con gran estruendo.

—¡La primavera la sangre altera! —comenzaban ya a decir los caballeros entre risas.

Al parecer, se cumplían cien años del nacimiento de Gógol. En la escuela organizaron un acto. Durante la misa el padre Nikolái leyó un sermón en el que nos recomendaba «imitar a Gógol como hijo de la Iglesia». Después celebró una misa de réquiem. Cuando ésta finalizó bajamos al gimnasio, donde el director dijo algo citando la Troika. Los de séptimo curso recitaron algunos fragmentos. El profesor de literatura declamó una oda que había escrito él mismo. A continuación la entonaron los cantores.

Me sentí conmovido. Pensé en la ciudad de N, en Manílov y Chíchikov, y recordé mi infancia.

En la temporada de exámenes vino el «inspector de enseñanza» y lo vi en el pasillo. Era flaco y moreno, con una barba maligna como la de un rufián que salía en la portada de un Pinkerton titulado El mal sino de las minas Victoria. Suspendió a la tercera parte de los alumnos de sexto. En otoño yo estaría con ellos. Era posible que trabara amistad con alguno de ellos.

Volví a ir cada día a las balsas. Allí leía a Molière por consejo del bibliotecario. Por las tardes deambulaba como de costumbre con las alumnas del liceo Brun. A nosotros se unía Luisa con su nuevo amigo. Ahora ella me trataba de forma satírica y me llamaba truhán, pues estaba enamorada de un estudiante de la escuela municipal de artes y oficios. Esto no gustó a las otras alumnas, todas las cuales la censuraban.

A veces, después de escribir mis «observaciones», me quedaba en el tejado de la escuela. Escuchaba cómo se admiraban los paseantes del bulevar. Observaba el crepúsculo vespertino, que oscurecía las complejas tuberías de la farmacia, y pensaba que quizás en ese momento el licenciado tomaba una cerveza y disfrutaba de la compañía de sus amigos.

Un día frau Anna vino a la ciudad y nos contó que ahora A. L. cada día después de comer se retiraba sola a la montaña y se quedaba hasta que salían las estrellas pensando en cómo hacer testamento.

Maman me llevó a Sventa-Gura. En el comedor de A. L. reparé en un cuadro que me resultó muy agradable. En él estaba pintada La última cena. Busqué el apellido del pintor y resultó ser da Vinci. Recordé los cuadros que había visto en una galería de Moscú y a Serge, maravillado con una representación de Iván IV mirando con ojos incrédulos el cadáver de su hijo asesinado.

Los pequeños Sourire y von-Bonin seguían revoloteando alrededor de A. L. Eran los primeros en ocupar la hamaca del porche y los sofás del salón. Maman decía que estaban muy mal educados.

Una vez, cuando vagaba al final del día, subí a la montaña y me topé con A. L. Estaba sentada encogida sobre un terrón con un sombrero y una bufanda y, envejecida, con la barbilla apoyada en un puño, pensaba algo mirando hacia abajo donde se veía el paláts. Pasando inadvertido, traté de hipnotizarla desde detrás para que me dejara a mí su dinero.

Recibimos una carta de Karmánova. Era bastante gruesa, por lo que cabía pensar que contenía algo indeseado. La abrí. Decía que Olga Kuskova se había mudado a Eupatoria y Serge vivía con ella, que «ya que él tiene ese temperamento, mejor que sea con ella que Dios sabe con quién», y que Karmánova incluso le hacía pequeños regalos a ella de vez en cuando. «A Serge le gustaba la publicidad», me dije enarcando las cejas ante el espejo.

Maman, tras desellar la carta, la leyó varias veces. De nuevo comenzó a lanzarme de reojo miradas perspicaces durante la comida y la cena. Yo temía que de repente se decidiera a decirme algo de la «edad peligrosa». Evitaba quedarme con ella y cuando lo hacía, trataba de cotorrear todo el tiempo para que no lograra decir ni palabra.

Fui con ella a Utochkin. Vimos por primera vez un aeroplano. Éste despegó de la tierra y, zumbando, subió e hizo diez grandes círculos en el aire. Asombrados, nos pusimos contentísimos.

Regresé a casa solo porque maman veía conocidos a cada instante y se detenía a hablar con ellos. Cuando más tarde llegó animada, se puso a criticar a cierto «opositor a la judicatura» cuyo padre había muerto y él lo había encerrado y se había paseado toda la noche por Shavskie Drozhki como si nada. Entonces yo le dije que «naturalmente, pues quedarse sentado junto a un cadáver no es agradable». De pronto ella empezó a sollozar y chillar que por fin sabía qué esperar de mí.

Se pasó todo el mes siguiente secándose los ojos y suspirando cada vez que me miraba. Esto carecía de sentido y me resultaba indignante.