En el Te Deum, Andréi se puso a mi lado. Me alegré de no sentir ningún interés por él. Tomé apostura y me mostré independiente. «Dos tíos y un pájaro», me dijo señalando con la cabeza hacia el altar, donde colgaba una representación de la trinidad. Yo no le respondí.
Cuando nos marchábamos, el director me retuvo en el pasillo. Me invitó a participar como observador en el centro de meteorología. Me explicó que los observadores están exentos de pagar. Con los ojos fijados en su barba, imaginé cómo llegaría a casa y le daría la noticia a maman con tono casual en algún momento de la conversación. El director me dijo que Gvozdiov, de sexto curso, me mostraría qué debía hacer y cómo.
Esperé ansioso, como siempre antes de conocer a alguien, mi primer encuentro con Gvozdiov. «¿Podría ser él el Myshkin que siempre ando buscando?», me decía a mí mismo.
Un día por la mañana vino corriendo a mi encuentro en clase. Era un chico ágil y delgado de pelo negro y ojos verdosos. Aquella tarde parecía de primavera. Los árboles se mecían, soplaba una brisa cálida, los copos de las mullidas nubes volaban ligeros y las estrellas brillaban desde arriba. A ratos llegaba el olor del bosque. Gvozdiov me esperaba en una esquina. Yo le dije «buenas tardes» y me gustó la voz que me salió al decirlo: era grave, sólida, no era como mi voz de siempre.
Por el camino, Gvozdiov me contó cosas de la vida de los profesores y de la vida de Iván Moiseich y madame Golovniova. Él sabía algo de todos ellos. Yo lo escuché risueño.
Sin darnos cuenta llegamos hasta la escuela. Dentro estaba oscuro. La puerta rechinó y se cerró con un sonoro portazo. Nuestros pasos retumbaban. Una luz tenue se filtraba por las ventanas desde la calle. Los guardas estaban sentados en silencio en su puesto. Las puntas de sus cigarros brillaban en la oscuridad. Gvozdiov encendió una cerilla de las de Zaks. Sacamos del despacho de física un farol y un libro para anotaciones. Para llegar a la veleta subimos al tejado. La escotilla estaba rodeada de barandas. Nos detuvimos junto a ellas y escuchamos las voces que llegaban desde el bulevar.
Por el camino de vuelta a casa pasamos por delante de la casa de Jutt. El farol iluminó el bajo relieve de lechuza que había al lado de la entrada y Gvozdiov me informó de que todas las decoraciones de la casa las había creado Sepp, nuestro profesor de caligrafía y dibujo. Me contó que Sepp, Jutt y Matz, el profesor de alemán, eran de Tartu. En los días festivos los tres bebían cerveza, cantaban en estonio y danzaban.
Cuando nos despedíamos me pidió que le presentara a Gregoire. Ya solo, me puse a cantar con la melodía de «Barniz, cola, tiza, clavos y brochas»: «Gvozdiov, mi querido Gvozdiov[18]».
Estudié cuidadosamente los temas de conversación para nuestros próximos encuentros, leí a modo de ejemplo las conversaciones de El Adolescente con Versilov y repasé el libro de catecismo para recordar los pasajes graciosos.
Pero la charla para la que yo tanto me había preparado no tuvo lugar. Al día siguiente Gvozdiov se acercó a mí durante el descanso. Tenía una chinche en la chaqueta. Eso me echó para atrás.
Presenté a Gvozdiov a Sofronychev y se hicieron amigos. Gregoire incluso lo escribió en su Calendario. Una vez se lo dejó en la ventana del pasillo y me lo encontré. Lo hojeé y vi la nota:
«Mis favoritos:
Libro - Balakirev
Canción - Por el Volga
Héroes - Suvórov y Skobelev
Amigo - Gvozdiov».
Aquel otoño no asistí al santo de los Kondrátiev.
—Tengo muchos deberes para casa —dije—, y además tengo que acudir al observatorio meteorológico.
Empezaron las heladas. Maman me compró unos patines y me ordenó que me hiciera con un abono para la pista de patinaje.
—Es bueno para la salud —me dijo.
Yo sabía que lo había leído en el artículo sobre quinceañeros que Karmánova le había enviado en verano.
Yo tomaba los patines y, haciéndolos tintinear, salía con ellos, pero no iba a patinar sino que paseaba por el río hasta el recodo desde el que se veía Shavskie Drozhki a lo lejos, o iba a Griva Zemgálskaia, donde estaba la iglesia en la que se había casado A. L.
Cuando regresaba, a veces iba a la pista de patinaje. Allí, en el tablado, tocaba la orquesta bajo la dirección de Schmidt. Los faroles silbaban y ardían con un fuego lila. Los patinadores se movían dentro del recinto cercado por abetos. Los espectadores, sentados sobre el respaldo de los bancos, se mecían y charlaban con la música de fondo. Yo buscaba a Natalie y la observaba. Ella se sonrojaba y se movía veloz por el hielo con Gregoire. Agarrada a Gvozdiov, Agata, de baja estatura, apretaba y no se quedaba atrás. Karl Pferdchen, resplandeciente, patinaba dentro del círculo, hacía alguna pirueta y de repente se quedaba inmóvil con una pierna levantada y los brazos abiertos. Con el rostro pálido y la nariz ardiendo, Ágata se separaba de sus amigos y, con creciente frecuencia, comenzaba a pasar sola y a dirigirme miradas expresivas.
Allí reparé en una chica envuelta en un abrigo azul. Cuando yo llegaba, ella empezaba a dar vueltas cerca de mí. Una vez me lanzó nieve. Turbado y sin saber cómo reaccionar, me puse en pie y me limpié con porte majestuoso.
Como siempre, durante las fiestas navideñas se celebró el baile estudiantil. Yo acudí con la esperanza de recibir, como siempre, una carta de «Correos de Cupido».
En el gimnasio, igual que en el bosque, olía a abeto. Entre las estufas, radiante, se encontraba la orquesta. Yevstignéieva, flacucha, cantaba al frente del tablado. Todo estaba como siempre, sólo faltaba madame Strauss.
Estefanía se acercó sigilosamente a mí.
—Cuánto tiempo sin vernos —dijo, tomando mi mano y estrechándola.
Entonces llegó la chica que me había lanzado nieve una vez en la pista de patinaje y Estefanía me la presentó.
—Está ansiosa por conocerlo —explicó—. Me lo pidió ya el año pasado, pero se esfumó usted.
La chica asintió con la cabeza para corroborarlo. Era una chica fuerte, pelirroja, de nariz griega y ojos estrechos. Descubrí que se llamaba Luisa Cougenau-Petroshka.