Cuando la terminaron, A. L. nos la mostró. Nos subió a un automóvil y éste nos llevó rápidamente. La capilla era bajita y estaba decorada con una cabeza dorada con forma de sopera. A. L. nos enseñó a observar una pintura a través del puño. Vimos a Herodes, frente al cual danzaba su mofletuda hijastra con la mano en la cadera. Yo pensé que quizá también Sophie había bailado así para su padrastro. La cabeza de Juan Bautista yacía sobre un mantel entre panecillos y tazas, mientras que el cuerpo estaba tirado en una esquina. El cuello estaba rojo oscuro en la zona del corte y tenía un punto blanco en el centro. La sangre brotaba a chorros.
Nos quedamos en casa de A. L. hasta el último tren. Después de comer vino a verla desde la ciudad una madame y A. L. se puso a charlar con ella. «Qui se ressemble, s’assemble», murmuraba ella silabeando en el despacho. Más tarde llegaron muchos invitados: funcionarios de Sventa-Gura, jubiladas y veraneantes de las dachas. A. L. los alimentó y habló de «unión» y de «resistencia».
—Resulta interesante que tengan en el paláts un mástil y que no cuelguen de él ninguna bandera —señaló el administrador de correos Repnin.
A continuación hablaron de lo triste que es descubrir de repente que alguien está en contra del gobierno y frau Anna, que callaba con una agradable sonrisa, de pronto se estremeció.
—Recuerdo el año 95 —dijo—. Entonces la gente no tenía escrúpulos, eran como animales salvajes.
Después salimos al «parque». A. L. llevaba un sombrero de automóvil y en la mano sostenía una fusta. Marchamos a paso rápido tras ella por los caminos.
—¡El himno! —exclamó el administrador de correos Repnin cuando llegamos a la plaza principal donde había tablas. Todos se quitaron el sombrero. Los que estaban sentados se pusieron en pie. Unos farolillos de papel verde y azul crujían colgados de un alambre tendido entre los árboles. La orquesta de tres músicos dirigida por M. Tsiperóvich (el pintor) comenzó a tocar. Nosotros exclamamos «¡Hurra!» y nos regocijamos y pedimos otra y otra y otra vez.
—No entiendo por qué revolotean a su alrededor los hijos de Sourire y von Bonin —dijo maman cuando regresábamos sentados en el vagón mirando las estrellas por la ventana.
Yo no le dije nada. «Una edad peligrosa», pensé yo. «Lo entenderé cuando tenga quince años, de momento sólo tengo catorce».
Al cabo de varios días recibí una carta. Maman no estaba en casa, por lo que no cayó en sus manos. «Le ruego que acuda al bulevar», decía.
Cuando llegó la hora, salí inquieto. Aguardé en el portal porque vi a Gorshkova. Había engordado. Tenía una barriga enorme. Apenas capaz de moverse, ataviada con un sombrero de flores y una pelerina de encaje, caminaba hacia la catedral.
Cuando se alejó salí corriendo. Madame Genig estaba junto a un árbol y al verme me abordó.
—Estaba observando el patio —me dijo, obstruyéndome el paso—, cómo cuelgan vuestras sábanas. Es todo tan bueno y abundante… —trató de tomarme de la mano—. Si los hijos de Shuster fueran como usted… —suspiró lánguida mirándome a los ojos.
Retrasado por los contratiempos, llegué corriendo al lugar de la cita. Allí encontré a Ágata. «Estupendo, que mire y luego se lo cuente todo a Natalie», pensé yo. Se la veía agitada, sentada en un banco y con los ojos abiertos como platos. Pasó Mitrofánov Charlé con él. Me contó que ya no volvería a nuestra escuela, iba a estudiar en la de comercio. Entendí que debía sentirse incómodo en la nuestra después de las conversaciones que tuvo con el padre Nikolái durante la confesión. Pensé satisfecho que a mí nunca me pillarían de ese modo. Volví a mirar a mi alrededor. Ágata se levantó bruscamente y volvió a sentarse. Me marché con Mitrofánov. Claramente, la dama que me había invitado allí se había ido sin esperarme. Me sentí disgustado.
Tras despedirme de Mitrofánov, tomé el camino de regreso por el espolón. Sonaban las campanas de las iglesias. Los trabajadores del saneamiento viajaban con gran estruendo en mi dirección. Me sorprendí al reconocer entre ellos a Ósip, el chico que estudiaba conmigo en casa de Gorshkova. Él también me vio, pero no se dignó saludarme. Aquella tarde por primera vez yo tampoco quise saludarlo a él.
Al final del verano sucedió una tragedia. Un jamón de cobre se desprendió y cayó sobre la cabeza de madame Strauss y la mató ante los ojos del director de orquesta Schmidt, que estaba con ella junto a la entrada de la charcutería.
El funeral fue muy solemne. Un agente de policía caminaba y obligaba a la gente a quitarse el sombrero. Tras él viajaba el pastor. Por detrás del coche fúnebre iba Strauss. Lo llevaban de la mano Jozes (el vendedor de pianos) y Jutt. Después iban madame Jutt, madame Jozes y la mujer de von Bonin, que había venido del pueblo. Tras ellas comenzaba la multitud. Entre ellos estaban Pferdchen, Zaks (el de las cerillas), Bodrévich, Schmidt, Griliches (el de las pieles) y el padre de Mitrofánov. Las campanas de la iglesia luterana tañían. Entristecido, yo observaba desde la ventana. Me imaginé que quizás en algún momento llevarían así a Natalie y, al igual que Schmidt hoy, yo iría por detrás, entre los extraños.