«Serge», escribía yo durante las clases en hojas arrancadas del cuaderno, «me he dado cuenta de que me estoy haciendo como los mayores. A veces ya recuerdo momentos de mi infancia. Me parece que los demás también lo notan. Por ejemplo, nuestra cocinera Eugenia, cuando maman no está, parece cada vez más interesada en venir a mi habitación y charlar conmigo».
Le escribí sobre lo que ella me contaba de Kanátchikov, que debajo de su casa tenía un hijo encadenado y que ese hijo era tonto, y también de la portera Annushka, que durante las maniobras militares acompañaba a las tropas y les vendía comestibles, y cuando las maniobras terminaban también ganaba algo de dinero con las tropas, pero Kanátchikov se enfadaba y la reñía si iba gente a verla a casa.
«Serge», escribía yo, «¿Sabes? Te escribo esto en clase de aritmética. De todos modos nunca se me ha dado bien. Me pregunto si no será porque no logro distinguir las cifras pequeñas de la pizarra. Por eso no consigo seguir la clase».
«Leo mucho. Ya he leído a Dostoievski dos veces. Me gusta, Serge, porque escribe muchas cosas graciosas».
«¿Has oído, Serge, que al parecer Chíchikov y todos los habitantes de la Ciudad de N y Manílov eran unos canallas? Nos están enseñando esto en la escuela. Yo me he echado a reír al oírlo».
«Serge, ¿qué dirías tú de una persona que a) se hace la importante y b) va al teatro sin pagar por enchufe?».
Rompía mis cartas después de terminarlas y tiraba los pedazos detrás del armario porque no tenía dinero para sellos y maman las habría leído antes de enviarlas.
«Serge», escribía yo de nuevo, «¿No habrás visto luchadores? A mí no me importaría verlos, pero ya sabes, maman oyó en alguna parte que es algo burdo».
Durante las fiestas navideñas se celebró en la escuela un baile estudiantil. En el gimnasio, decorado con abetos, había multitud de lámparas encendidas. Entre unas estufas se encontraba la orquesta militar, que tocaba bajo la dirección de Schmidt. Madame Strauss quiso escuchar de cerca, así que se aproximó a las estufas y se quedó allí atenta, sosteniendo en las manos la azucarera que había ganado en la rifa.
Unos actores de teatro salieron al escenario y recitaron versos. Mademoiselle Yevstignéieva cantó. Tocó también Schúkina, la directora de Formación Musical para Todos, y mientras lo hacía balanceaba la pluma que adornaba su cabeza. Yo me pregunté si sería la hija de aquellos «consejeros de estado Schukin y Schúkina» sobre cuya lápida me había sentado a esperar al señor y a la señora.
Se anunció un intermedio para abrir los postigos y retirar las sillas. Entre los que trajinaban estaba Lieberman. Estaba muy engalanado con su uniforme, su espada y su lazo de oficial. Yo me acordé de Sophie, que era de su misma edad y en el pasado había hecho una gran interpretación junto a él de un drama, y me entristecí: pobrecita, ahora ya parecía veinte años mayor que él.
Cuando hubieron recogido todo, los bailarines comenzaron a girar al son del vals. Karl Pferdchen danzaba en círculos con su hermana Edith. La mujer de Conrad von Sasaparel salió a la pista con Bodrévich, el editor del periódico Dvina. Natalie, sonrojada, aceptó la invitación de Gregoire, que se le había aparecido de un salto. El profesor de literatura, cuando yo pasaba por su lado, le guiñó un ojo. Él sonrió satisfecho. Me dieron una carta de «Correos de Cupido».
—¿Por qué está usted tan pensativo? —me preguntaba alguien.
Intrigado, me puse a observar todos los rostros y, al igual que Chíchikov, me esforcé por adivinar quién me había escrito. En aquel momento reparé en L. Kusman y salí corriendo.
No regresé a casa de inmediato, sino que me paseé por el espolón. Ilusionado, saqué del bolsillo la nota que había recibido en el baile y volví a guardarla. La temperatura disminuía y comenzaba a helar, y ante mis ojos las nubes se dispersaron y se abrió el cielo oscuro lleno de estrellas. Dos trineos que avanzaban sin prisa me adelantaron.
—¿Tienes tabaco? —preguntó el muzhik de detrás al de delante.
Me sorprendió descubrir que los muzhiks conversan, igual que nosotros.
Guardé bien la carta y de vez en cuando la volvía a leer durante minutos que yo consideraba poéticos.
Se acercaba la primavera. Los Karmánov me escribieron invitándome a pasar el verano con ellos. Prometían venir a buscarme. Maman me hizo calzoncillos a rayas.
Aquel invierno vimos a un miembro de la Duma estatal. Kanátchikov estaba haciendo una inspección para ver qué reparaciones había que hacer. Estaba palpando los marcos junto a la ventana cuando de repente pasó un miembro de la Duma en un trineo tirado por un gran caballo gris y cubierto por una red de color oliva. Kanátchikov nos llamó de un grito. Corrimos hacia él y llegamos a ver una mejilla gallarda y una barba negra.
—Es uno de los nuestros, de la extrema derecha —nos informó Kanátchikov. Nosotros sonreímos encantados.