19

El otoño volvía a echarse encima. En el jardín, las vainas de las acacias ya comenzaban a estallar abiertas. Cuando se ponía a llover y el polvo se asentaba, los porteros abrían los ventanucos. Entonces nosotros nos apresurábamos a cerrar las ventanas para que el hedor no penetrara en nuestra casa.

—Antes podíamos simplemente enviar a Eugenia a que se lo prohibiera —decía maman.

En la escuela ya no estaba Friedrich Olov. En verano lo habían llevado a Riga y lo habían colocado en la firma comercial Kni, Falk y Fiódorov En su lugar se había matriculado un chico nuevo apellidado Sofronychev Lo llamaban Gregoire. Era el hijo de un comisario de policía que habían enviado para reemplazar a Lómov. Túsenka trabó amistad con la hermana de Gregoire, Agata, e iba gratis con ella al teatro y al circo. Podía haberla visto a menudo si me hubiera hecho amigo de Gregoire, pero era un niño desaseado y yo a lo largo del año anterior había desarrollado ciertas reservas hacia los agentes de policía.

Un día festivo Andréi vino a visitarme. Hojeó mi manual de catecismo y, tras reírse de la ilustración de un felonio[16], me propuso ir a dar una vuelta con él.

Maman estaba en la oficina de telégrafos, así que salí con Andréi sin pedir permiso. No estaba seguro de si hacía bien yéndome con él. Contemplamos las construcciones. Se nos acercó una mujer judía cubierta con un pañuelo con flecos.

—No peguéis al niño de las medias grises —dijo. Nosotros nos echamos a reír. Luego escuchamos a un hombre que llevaba tirantes tocar la trompeta sentado junto a una portezuela. Fijada a ésta había una tablita en la que se enumeraba lo siguiente:

«Barniz, cola, tiza, clavos y brochas».

Nosotros lo leímos y, tras meditarlo, nos pusimos a cantar las palabras al son de la trompeta.

Mientras charlábamos, aparecimos en el cementerio. El ocaso se reflejaba ya en las letras sobre la entrada. Sobre las tumbas, las flores terminaban de abrirse. Los árboles se deshojaban. Unos ángeles desgarbados que se apoyaban sobre una sola pierna en un pedestal miraban al cielo como si fueran a echarse a volar. Contagiado por la atmósfera apacible, comencé a decirme a mí mismo que Andréi también era bueno, al fin y al cabo. Pero de repente, junto a la columna sobre la que se encontraba la urna con las cenizas de Karmánov, se puso a decir toda clase de disparates.

—No lo habrían matado si no hubieran tenido razones —dijo él entre otras cosas.

Yo, indignado, traté de no escucharlo y me arrepentí de haber accedido a ir con él.

Decidí que lo mejor era que no nos viéramos en absoluto. Pero los Kondrátiev volvieron a invitarnos por su santo y maman me llevó con ella. Los invitados estaban sentados contra las paredes. En los cuadros había dibujada una montaña y, debajo, una japonesa se inclinaba sobre un banco con comida. Yo me senté detrás de maman. Decían que cuando instalaran la corriente iban a poner un teatro eléctrico. Andréi, como siempre, me guiñó desde la puerta del recibidor y yo fingí no entender. Pero pronto maman me ordenó que no me quedara sentado con los adultos. Tuve que acceder a salir al jardín.

Encontramos varias manzanas y las derribamos. Dimos cuenta de ellas sentados en un escalón. Entre mordisco y mordisco, tratábamos de imaginarnos el teatro eléctrico. Debía de ser, con toda seguridad, excepcionalmente bello.

—Andréi —dije yo, arrimándome a él—, hay una alumna llamada Túsenka.

—¿Súsenka? —preguntó él.

Me levanté y me marché de su lado. Cuando me acosté aquella noche, pensé que en realidad Túsenka sí era un nombre un poco tonto, y que lo mejor sería llamarla Natalie.

El domingo después de misa bajé a la parte trasera del espolón. Allí observé los andamios de la estación eléctrica y deambulé un poco. Las huertas, ya vacías, comenzaban tras la tienda más lejana y en sus vitrinas, igual que antaño, vi unas velas que colgaban. También estaba la viejecita de algodón, ahora cubierta de hollín cual deshollinador. Había moscas muertas pegadas a ella. El arándano rojo que tenía en una cesta a la espalda blanqueaba. Me sobrecogió una agradable nostalgia y me alegré de sentirme ya un adulto que «recuerda momentos de su infancia».

Maman se encontró en los baños con Alexandra Lvovna. Se había casado con el doctor Váguel.

—Aún no se ha curado totalmente de la cabeza y a veces tiene comportamientos extraños —le contó ella.

No habían celebrado una boda por la iglesia. Se habían casado por lo civil en una discreta ceremonia en Griva-Zemgallen.

Nosotros nos reímos satisfechos.

Sofronychev hizo novillos varios días: salía de casa por la mañana y no venía a la escuela. Después se descubrió que el profesor de literatura había ido a ver al comisario de policía. Juntos azotaron a Gregoire con una cuerda.

Yo pensé que quizá después de esto Natalie se sentiría incómoda sentándose con él en el palco del comisario.