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—Tienes que comer más arroz —decía maman en la comida—. Entonces serás fuerte. Los japoneses sólo comen arroz y mira cómo nos ganan.

Como cada año, visitamos a los Kondrátiev el día de su santo. Kondrátieva nos leyó varias cartas de su marido. Me gustaron mucho las palabras bonsái y fansa[13]. Andréi, al igual que Serge, se estaba preparando para matricularse en el primer curso de la escuela. Le daba clase el profesor Tével Lvóvich.

De repente, todos los muchachos estaban ocupados y los veía muy poco. Casi no quedaba con Serge. Karmánova, sin embargo, nos visitaba con mucha frecuencia. Le gustaba la iglesia que había frente a nuestra casa. El nuevo cura era un monje. Llevaba una tiara negra de la cual pendía algo por detrás, y un manto. Esto resultaba interesante.

El profesor de caligrafía faltó varios días. Estaba enfermo. Le deseé la muerte y recé para que Dios lo enviara al infierno. Pero pronto volvió. «Judas traicionó a Jesucristo con un beso», escribió en la pizarra, y nosotros nos pusimos a copiar.

En Navidad no fui a casi ninguna parte. Los Karmánov se marcharon a visitar a Sophie en Liepaja y enviaron desde allí una postal con la imagen de una iglesia luterana en la que ponía «Fröhliche Weihnachten».

Aquel año la ingeniera desarrolló un profundo interés por la política. A menudo sacaba temas políticos y entonces a maman y a mí se nos cerraban los ojos.

Los tejados comenzaron a gotear bajo la luz del sol, y yo cada día estaba más harto de la escuela. Me alegré inmensamente cuando una mañana soleada Golovniov, solemne, nos comunicó junto al guardarropa que habían matado a no sé qué príncipe y, por lo tanto, a las doce iríamos a la misa de difuntos y de ahí, a casa. A Golovniov le gustaba anunciar lo inesperado.

Salí de la misa de difuntos con el alma festiva. Olov me propuso ir al bazar. Yo nunca había estado, así que echamos a correr hacia allí. Íbamos riendo y agarrándonos el uno al otro, nos dábamos empujones. Las cocineras casi nos hacen caer de un choque con sus cestas. Las damas se paraban junto a los carros de comestibles y los degustaban. Los muzhiks decían cochinadas en voz alta. Era la primera vez que los veía de cerca.

—Son como ganado —dijo Olov, y nos pusimos a hablar de ellos.

Se acercaba el ayuno, pero yo no pensaba mucho en ello. Había decidido que no le confesaría nada al padre Nikolái porque luego podía chismear o cometer alguna vileza él mismo.

La dama que había venido de Vítebsk aquella vez volvió a enviarnos una postal. Nos invitaba a visitarla. Decidimos ir y maman solicitó un permiso por vacaciones.

El verano llegó por fin. Nos despedimos de los Karmánov, que se marcharon a construir la dacha, y nos pusimos también en camino. Pedimos a Kanátchikov que cuidara de Eugenia.

En la estación de ferrocarril nos recogió un carruaje. Nosotros nos incorporábamos en nuestros asientos con gran interés y observábamos ansiosos esperando que por fin se nos apareciera la hacienda.

Sobre ella había una chimenea de destilación. Los muzhiks gradaban. Los cuervos daban vueltas a su alrededor. Yo imaginé los viajes de Chíchikov.

Finalmente llegamos y nos rociaron a preguntas. Entonces recordamos algo de nuestras conversaciones con Karmánova.

—El pueblo llano se amotina —dijimos—. Se están tomando pocas medidas.

Cuando caía la tarde fuimos a observar cómo los trabajadores bailaban detrás del parque en un terreno rodeado de bancos. Este terreno estaba asignado especialmente a ellos, para que no vagaran en el tiempo libre y estuvieran siempre a la vista. Cuando regresamos, nos sentamos en los escalones del porche, como Gógol en Vasílievka. Un pájaro trinó de repente y silbó.

—Silencio —dijo maman. Se acercó el índice a los labios y, con una expresión beatífica, nos miró—. Un ruiseñor —susurró.

No me estaba permitido salir más allá del portón, pero tampoco me interesaba. Me habría resultado terrorífico encontrarme de súbito a uno de esos muzhiks. Tomé de la habitación llamada «biblioteca» un libro titulado Cuentos árabes para adultos y durante nuestra estancia lo leí en el jardín. En él se narraban «tonterías». Me asombré al descubrir que los chicos no mentían.

La víspera de San Juan vinieron a la casa unos letones con fuegos y ramas y nos pusieron a todos coronas en la cabeza. Se pasaron horas brincando y cantando y quemando barriles con brea. Nosotros les dimos de beber cerveza y nos acostamos cuando se marcharon y las hogueras quedaron sofocadas, el portón cerrado y el tablón fijado, como siempre, por el guarda.

Había unos soldados contratados para proteger la hacienda. Desde la ventana, pronto los vimos entrar al patio. Eran poco agraciados pero fornidos, llevaban armas, y entonaban una canción sobre Stessel:

«Stessel el general informa

De que no hay ningún proyectil».