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La escuela de artes y oficios era un edificio marrón, y la fachada, dividida por unas ranuras en partes, recordaba a una tableta de chocolate. En el tímpano triangular había fijada un águila de hierro fundido. En una garra sostenía una serpiente, y en la otra, un cetro. Al fondo, donde estaba situada la iglesia, había una cruz sobre el tejado.

No me iba muy bien en aritmética, así que traté de toparme con Vasia Strizhkin. A menudo lo esperaba junto al guardarropa o trepaba arriba, al pasillo de los mayores. Ahí, frente alas escaleras, había un reloj. A los dos lados de éste colgaban varios cuadros: La cristianización de Kiev y El milagro del descarrilamiento en Borki. Bajo el reloj había un tanque de cobre rojo y una jarra atada con una cadena de hierro. El celador Iván Moiseich se lanzó hacia mí para que me marchara. Durante el descanso largo, madame Golovniova vendía en el gimnasio panecillos y té. Era una mujer suntuosa, polaca, e Iván Moiseich la cortejaba. Su marido, el bajito señor Golovniov, guarda de noche, se quedaba junto al horno y los miraba. Yo me puse a su lado, de modo que veía a todos los que compraban. Pero allí tampoco me encontré con Vasia.

Karl Budrij era el hermano de Elsa Budrij. Vivía junto a la iglesia luterana, y volvíamos juntos a casa. Me contó que en una ocasión vio a un señor y a una señora colarse en el viejo cementerio y que, seguramente, allí hicieron tonterías. Fui allí. La bardana florecía entre las sepulturas. Un ángel de piedra sostenía una lira en la mano. Todavía no había señores ni señoras, así que me senté sobre una lápida a esperarlos.

«Los consejeros de estado Piotr Petrovich Schukin y Sofía Grigórievna Schúkina», decía en letras anticuadas. Imaginé cómo serían.

Sin esperar a nadie, me puse en pie, me sacudí y me marché del lugar. Las chimeneas de las casas y las copas de los árboles con sus abundantes hojas estaban iluminadas por el sol. En la taberna, que tenía un pez dibujado sobre la puerta, sonaba una cajita de música. Los racimos de serbas enrojecían suculentos por encima de una cerca verde. Reparé en un rótulo dorado: «Monumentos para todas las confesiones. Prauda». Me vinieron a la mente I. Stúpel, la madonna en su establecimiento y Túsenka.

Poco después vino a vernos la señora Kondrátieva y nos invitó a la celebración de su santo.

—Ahora tenemos un gramófono —dijo.

Nosotros le hablamos de la fotografía viva. En la celebración de su santo hubo muchos invitados. En el gramófono sonaban cuplés. El chiste del niño judío gustó mucho a todos, y lo repetían.

—Pero es una pena —comentó un invitado— que la ciencia haya desarrollado esto tan tarde, pues de lo contrario ahora podríamos oír la voz de Jesucristo diciendo sus enseñanzas.

Yo me sentí conmovido. Andréi me guiñó un ojo y salimos al recibidor. Volví a ver sobre la mesa el Zaratustra y el Revel. Mientras conversábamos, Andréi dibujó algo en los márgenes de Zaratustra. «Rasgos faciales», escribió como título por debajo del dibujo.

Un sábado, cuando yo ya había comido y leía la Bursátil junto a la ventana, de repente apareció Chaplinski al otro lado de la ventana. Me dio dos melones pequeños y me comunicó que habían llegado los Karmánov. Me apresuré a ir con él. Por el camino charlamos juntos. Le pregunté si estaba contento por el regreso de sus señores, y descubrí que en su ausencia él trabajaba en el depósito de locomotoras, donde figuraba en la plantilla, aunque trabajaba principalmente para Karmánov. Serge fue muy amable.

—Es agradable ser amigo de un estudiante —me dijo.

La mujer del ingeniero nos dio de beber té a toda prisa y corrió a reunirse con Sophie. Nos quedamos los dos solos, nos reímos un rato y después nos quedamos callados escuchando la campana. Serge me contó que Túsenka también había regresado de la dacha[11].

—Ella creía —rió él— que os apellidabais Yat.

Al parecer, en un libro llamado Chéjov que criticaba acerbamente a los telegrafistas aparecía ese apellido.

Llegó el ingeniero. Encendió la electricidad que le habían instalado desde la vía férrea, y yo me volví para no estropearme los ojos. Él se sentó con nosotros y charlamos un rato.

—¿Se imaginan? —comenté—. Los estudiantes escriben palabras feas en los pupitres.

—¿Partes del cuerpo? —preguntó Serge, visiblemente animado.

Pensé en Andréi y en los «rasgos faciales», y en lo censurable que era recordar en presencia de un amigo a otros.

El domingo estuvimos en el parque de bomberos. Allí resonaban valientes valses, y los bomberos hacían carreras de sacos. A los niños les daban banderas de papel y los alineaban. Serge y yo marchamos a paso militar en las filas. A un lado de la plazoleta veíamos, como si fuéramos en tren, los árboles y las hojas que caían de ellos. El ingeniero nos elogió.

—La marcha tenía una pinta estupenda —dijo.

A la salida nos detuvimos a observar cómo los alguaciles echaban a un mirón.

—Sí, sí —me empujó Serge, y me susurró que había interrogado a Sophie para darme información sobre Vasia Strizhkin. Su padre había muerto durante el verano y ahora trabajaba en el cuerpo de policía.