Aquel otoño mi padre se contagió realizando una autopsia y murió. Hasta que se lo llevaron a la iglesia, nuestra puerta principal estuvo abierta y todos podían entrar a nuestra casa. Los porteros nos visitaron muchas veces. En lugar de expulsarlos, la cocinera y la niñera salían corriendo a su encuentro y, rodeadas por ellos, les informaban de todas nuestras noticias.
En la misa de cuerpo presente la iglesia estaba abarrotada, y una amable dama de Vítebsk, que había venido especialmente al entierro, se recogió la cola del vestido, me llevó a un lado y se colocó conmigo junto a un crucifijo. Juan ante la cruz, que tenía un aspecto gentil, me recordó a Vasia. Conmovido, observé las heridas de Jesucristo y pensé que Vasia también sufría. El padre Fiódor pronunció aquel día un sermón interesante: se dirigió a maman llamándola por su nombre y patronímico, como si estuviera de visita en nuestra casa, y le habló de «tú».
—Dios te ha enviado un dolor —dijo—, y en él te ha visitado.
Había un santo que no tenía dolores y se lamentaba por ello.
Ya de noche, cuando se habían marchado los últimos invitados y con nosotros tan sólo quedaba la dama de Vitebsk, que se empezó a quitar el vestido de cola y el tocado, nos dimos cuenta de lo grande que era ahora para nosotros ese apartamento.
Maman encontró otro no muy lejos de la iglesia luterana y nos trasladamos allí. Nuestra nueva casa era de madera, con una buhardilla y contraventanas. Al otro lado de la calle colgaba un prétzel de cobre de una puerta, y en la ventana había expuesta una iglesia católica blanca con pilares y estatuas de la que salía con elegancia un cortejo nupcial. Yo me ofrecí a salir por bollitos, y la encargada me dijo que todo aquello era de azúcar.
Cuando desembalábamos, nos lamentamos de que Pshiborovski ya no estuviera con nosotros y maman, vuelta de espaldas, lloró un poco. Cuando ya había oscurecido, se dispararon las sirenas de los talleres y desde las ventanas oímos a los trabajadores pasar corriendo por la calle. Maman se levantó y cerró la ventana porque desprendían un olor a aceite de maquinaria y hollín que entraba en la casa.
Pronto despedimos a la niñera y a la cocinera y, en su lugar, entró a trabajar con nosotros Rosalía por recomendación de la agente Kagan. Cantaba a menudo y además consultaba el breviario, aunque ni siquiera sabía leer.
Cuando queríamos acudir al cementerio, la enviábamos por un coche y venía montada en él desde la parada hasta casa. Solíamos ir al cementerio por la tarde y lo encontrábamos tranquilo, y decíamos que daba la sensación de que el invierno llegaría pronto.
En la marmolería fúnebre de I. Stúpel maman encargó una verja y un monumento. En la pared vi una imagen parecida a la Virgen de mejillas sonrosadas de la iglesia de la prisión. Debajo tenía escrito: «Madonna de San Sixto». Karmánov consiguió a maman un puesto de aprendiz en el telégrafo. Ella se puso un sombrero negro con cola y salió, yo me puse a escribir y Rosalía me sirvió té, como a un adulto.
Tras las celebraciones tuve que comenzar a instruirme para el curso de preparación. Maman fue conmigo a ver a Gorshkova y llegó a un acuerdo con ella. Gorshkova vivía junto a la escuela de artes y oficios. Nos recibió vestida con una bata roja. Las paredes del recibidor estaban cubiertas de perchas. El papel de las paredes tenía un estampado de pagodas con tejados de muchos pisos.
—Venimos a hablarle de un asunto —dijo maman, y ella nos hizo pasar al salón. Yo me senté muy recto en el sofá. Por las ventanas se veía el atardecer y yo pensé que aquél debía de ser el color de las llamas y el humo de Navárino.
Pasó la Navidad. Los Kondrátiev me regalaron cartonaje que representaba al Almirantazgo. Me gustaba mucho. Cuando me quedaba solo, lo observaba e imaginaba los magníficos edificios de la Ciudad de N.
La dama de Vítebsk nos escribió una larga carta contándonos lo que había hecho después de visitarnos.
«Lo recuerdo todo», escribía ella entre otras cosas. «La corona que depositó sobre el ataúd Karmánova, la mujer del ingeniero».
—Ah —dijo maman, con una sonrisa en la boca.
El día de Año Nuevo nevaba. Los visitantes llegaban en vehículos. Yo deambulé por los alrededores de la iglesia luterana y, a través de sus paredes, llegó a mis oídos la música del órgano.
El cartero dejó de traernos la Gaceta Rusa y comenzó a traer la Bursátil. Maman comprobaba la lotería, pero por el momento no nos había tocado nada. Tuvo que seguir yendo al telégrafo. Al cabo de varios días me enseñó cómo atar los cuadernos y los libros, y me llevó.
—Desde luego —comentó por el camino—, los días se han vuelto notablemente más largos.
Nos separamos en el soportal. Yo llamé al timbre. La guarda me dejó entrar. En casa de Gorshkova vi a la niña Sinítsina, que llevaba un collar, y al hijo de la guarda. Gorshkova les daba clase.
—«En vano» —les decía ella— significa «inútilmente».
Me hizo tomar asiento y comenzamos a escribir.