Los Karmánov se mudaron a la casa de Janek y ocuparon un apartamento de diez habitaciones. La más amplia de ellas se llamaba «sala». En ella planeaban hacer una representación en Maslenitsa[4] con un verdadero telón de teatro. Los sábados acudían los colegiales a ensayar. Serge y yo una vez vimos un poco por casualidad. Sophie estaba arrodillada ante Kolia Lieberman y tenía la mano extendida hacia él.
—Alexánder —decía ella de una manera conmovedora—, ¡oh, perdóname!
A los Beluguin los trasladaron a Jelgava. Cuando se estaban marchando, nos cedieron su apartamento en la casa de Janek. Ahora podíamos ver a los Karmánov a diario. Ellos nos enviaron a Chaplinski para que nos ayudara con la mudanza. Para frustración de maman, mi padre lo rechazó. Pshiborovski, que ya había empaquetado las cosas, se compadeció de ella.
El ángel que me había regalado L. Kusman no se desprendía y hubo que dejarlo. Me dio mucha pena. Lo besé. Empezaron a venir visitas, nos felicitaban por el traslado y nos regalaban empanadas y pretzels. A maman se le apareció de noche un señor que murió en la casa.
—Imagínense… —decía ella.
Siguiendo el consejo de Alexandra Lvovna Ley, invitamos al padre Fiódor. Éste rezó una plegaria. Alexandra Lvovna Ley, la mujer del ingeniero y Serge estuvieron presentes. Se cubrió la mesita amarilla con una servilleta. Sobre ella colocaron un icono y una ensaladera llena de agua. Tras entonar un himno, como en la iglesia, el padre Fiódor pasó por todas las habitaciones y las roció con el hisopo. Nosotros lo acompañamos. Le ofrecimos café.
Kagan, la agente, tuvo que volver a buscarnos una niñera. La uniata era insolente, así que maman la echó. Aún agitada, esa tarde no leyó a Leikin con la mujer del ingeniero, sino que charlaron juntas sobre el servicio. Alexandra Lvovna Ley entró a todo correr.
—¡Miren qué hallazgo! —exclamó, mientras giraba algo. Entonces vimos un cuadro: era Jesucristo con la corona de espinas.
—Excelente —asentimos. Resultaba, según explicó Alexandra Lvovna, que al salir de casa se había encontrado con la modista, la señora Plepis, y cada vez que la veía sucedía algo bueno. Entonces nos pusimos a hablar de encuentros afortunados.
La Maslenitsa se acercaba. Ya se cocinaban las primeras tortitas de prueba. Serge y yo escribimos una pieza teatral y fuimos a pedir a Sophie que hiciera de espectadora. Estaba con su amiga Elsa Budrij. Las dos se lanzaban miradas coquetas y bailaban, mientras cantaban delicadamente:
«Vamos, vamos, dulce ángel,
Baila una polca conmigo
¿Oyes, oyes esa polca,
Esa polca de son divino?»
Las invitamos. Sobre el escenario había una carretela. Los caballos trotaban. Selifán los arreaba. Nosotros guardábamos silencio. Manílovka nos esperaba, y allí, Alcides y Temístocles de pie en el porche y dados de la mano.
De repente apareció la mujer del ingeniero en la habitación para los espectadores.
—Sophie —dijo, caminando hacia las doncellas—, ahí está Iván Fomich. Ha venido a pedirte matrimonio.
Me apenó que se estropeara nuestra función. La nieve caía tras las ventanas. Se veía la tubería de los baños públicos de Senchenkov De ella salía humo.
Iván Fomich trabajaba como inspector de una escuela de artes y oficios de verdad. Nosotros comenzamos a acudir a la iglesia de esa escuela. La parte frontal la ocupaban, con aire modesto, los alumnos. En el centro, profesores barbudos vestidos de uniforme y con los pelos en punta se santiguaban. Cuando volvíamos, las damas sólo tenían palabras de alabanza hacia ellos y los elogiaban por su devoción. A Serge le dio por jugar a ser estudiante de la escuela de artes y oficios, y la mujer del ingeniero nos mantenía al corriente de las noticias del lugar. Así nos enteramos de lo sucedido con el alumno de sexto, Vasia Strizhkin. Había fumado un cigarro a la hora de física y, con el consentimiento de sus padres, había sido azotado.
El invierno tocaba a su fin. El comisario de policía Lómov hizo su última salida en trineo y dio orden de retirar la nieve. Los drozhki volvieron a retumbar. Nuestras madres ayunaban y nos llevaban con ellas a la iglesia. En el techo de la catedral había un cielo con nubes y estrellas. Me gustaba observarlo.
Un día pasó a vernos la mujer del ingeniero con Serge. Había oído hablar de unos caramelos muy beneficiosos, los caramelos Merci, que se vendían en el puesto de Kriúkov, tras el espolón. Nos dirigimos allí. El sol brillaba. De los baños públicos salía gente con la piel enrojecida. Las vendedoras de kvas[5] los detenían. Ahí mismo se encontraba el puesto farmacéutico. En él resplandecían los jabones y las esponjas. Nos cruzamos con el colegial que me había dado un pescozón en el desfile de Año Nuevo. Pasó silbando.
El caramelo Merci nos agradó. En el envoltorio había dos manos estrechándose. Eran caramelos pequeños, así que por un kilogramo compramos muchos. Mientras Serge y las damas vigilaban el peso, la hija de Kriúkov me llamó aparte y me regaló un melindre con forma de mujer.