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La nieve caía sobre los guijarros. Todo se volvió silencioso. A Cecilia la despedimos. Ella despreciaba nuestra religión y esto llegó a oídos de maman.

Sonó la música desde el castillo de la skrynka y, una vez más, apareció el Papa León con el solideo y la esclavina. Conmovido, decidí despedirme de Cecilia amistosamente y llevarle pan y sal. Salé un trozo de pan y se lo ofrecí, pero ella lo rechazó.

La agente Kagan nos envió una nueva niñera. Era de los uniatas y esto gustó a todos.

—Existe incluso una medalla —nos decían los invitados— que conmemora la supresión de la unión.

Llegó la Navidad. Maman sonreía y se paseaba contenta.

—Me recuerda a mi infancia —repetía.

Los Beluguin la invitaron a celebrar el Año Nuevo. Peinada extraordinariamente con el pelo ondulado, se miraba erguida en el espejo. La iluminaban dos velas. De pie sobre una silla, yo le ataba los corchetes de la espalda del vestido. Mi padre ya se había puesto la levita. Nos roció con el pulverizador de perfume.

—Tengo el alma radiante —dijo maman, acercándose a él y tomándolo de la mano—. ¿Por qué será? Ni que hubiéramos ganado doscientos mil.

Cuando la niñera me hubo desvestido, me quedé pensando en qué haríamos con esa suma. Podríamos comprarnos una carretela y partir a la ciudad de N. Allí nos querrían. Yo trabaría amistad con Temístocles y Alcides Manílov.

La mañana fue agradable. Vinieron a felicitarnos guardas de las oficinas públicas, deshollinadores y bañeros.

—Bien, bien —decíamos, y les dábamos unos rublos.

El cartero trajo un fajo de postales y sobres con tarjetas de visita: orquestas de ángeles tocaban los violines, hombres en fraques y damas con vestidos de cola brindaban y sobre los nombres y patronímicos de nuestros conocidos aparecían impresas las coronas.

Maman, sonriente, se sentó junto a mí.

—Anoche —dijo— conocí a una dama que tiene un hijo llamado Serge. Debéis haceros amigos. Mañana vendrá a visitarnos. —Se levantó, miró el termómetro y me envió a pasear con la niñera.

Olía a nieve. Los cuervos graznaban. Los caballos de los cocheros trotaban sin prisa. Desde los tejados caían gotas.

—Aquél podría ser Serge —comentábamos la niñera y yo sobre los niños que nos gustaban. El gordo Strauss pasó en su carruaje ataviado con un abrigo gris y un pequeño sombrero con una pluma verde. Con una mano conducía y con la otra sujetaba a madame Strauss por la cintura. Llamaban de la catedral y todos se dirigieron hacia allí para contemplar el desfile.

Tras hacernos hueco a empujones entre la multitud, encontramos un sitio. Los soldados marchaban. Los agentes de policía, montados sobre sus grandes caballos, apartaban a la gente. Las campanas repicaron. Todos se estremecieron. Los confalones aparecieron inclinados en las puertas y a continuación se enderezaron. Se rezó un Te Deum. El desfile comenzó. Alguien me dio un pescozón. Era un alumno envuelto en un abrigo con botones dorados. Con el rostro alzado, seguía el movimiento de las nubes. Me recordó a nuestro ángel (en el empapelado del comedor) y me sentí conmovido. «Ay, pillín», pensé.

Regresamos a paso militar acompañados del sonido de la música cada vez más inaudible. Nos encontramos con mi padre, que había estado visitando diferentes lugares para felicitar a la gente. Me sentó en el trineo y me llevó. La niñera echó a correr tras nosotros.

Cuando llegamos, había un visitante en el sofá del salón. Maman, manteniendo la compostura, lo atendía. Él volteaba en sus manos el cenicero con la imagen Dreyfus lee el boletín y contaba que en San Petersburgo habían aparecido los neumáticos de caucho.

—Vayan —dijo—, y verán cómo los drozhki de los cocheros se mueven silenciosamente.

Durante la comida nos lamentamos de que Alexandra Lvovna no estuviera con nosotros. Mandamos a Pshiborovski a buscarla, pero resultó que la pobre estaba trabajando.

Por la noche tuvimos invitados y les hablamos de los neumáticos de caucho.

—¡Sí que avanza la ciencia! —se asombraron. Barbudos como sacados de la Historia Sagrada, se sentaron a jugar a las cartas. Mi padre a su lado parecía un jovenzuelo.

—Paso —anunciaban. Uno de ellos no jugaba esa ronda, y maman lo entretenía.

—Ayer —decía ella— conocí a la mujer del ingeniero Karmánova. Es una mujer muy agradable. No fue casualidad que, cuando me preparaba para ir a donde los Beluguin, estuviera llena de buenos presentimientos. Mañana vendrá a visitarnos.

—Y Serge también —añadí yo.

Por fin llegó la hora de su visita. La campanilla repiqueteó. Yo salí corriendo. La lámpara del recibidor iluminaba la estancia. Maman ya exclamaba de alegría. Ante ella sonreían, sonándose las narices y desprendiéndose de las pellizas, la dama Chíchikov y el niño terrible.