Mi padre salió a la oficina pública en la que inscriben a los nuevos reclutas. Maman, aún sin vestir, vigilaba la limpieza de la casa. Yo tomé un libro y leí sobre cómo Chíchikov llegó a la ciudad de N y gustó a todos. Sobre cómo preparaban las carretelas e iban a donde los terratenientes y qué comían. Sobre cómo Manílov le tomó aprecio y desde su porche soñaba que el zar oía hablar de su amistad y los nombraba generales.
—¿Con qué se entretiene usted? —me preguntó maman. Siempre decía eso en lugar de «¿qué lee usted?».
—Llama a Cecilia —dijo—, y sal a pasear.
—¡Cecilia! —grité yo y ella, tan bajita, vino corriendo. Mientras se sacaba el delantal, metió la mano en su cofre llamado skrynka[2]. Sonó una música en un castillo y apareció León XIII, que estaba pegado a la parte interior de la tapa.
Era un día soleado y la calle estaba radiante. Una oveja de chocolate brillaba en la vitrina de la panadería. Los carros traqueteaban. Al conversar, teníamos que gritar para entendernos. Observamos a una dama en la cristalera de una barbería y miramos los artículos religiosos expuestos en el escaparate del comerciante Piotr Mitrofánov. Resonó un desfile. La compañía se fue acercando mientras la orquesta tocaba resplandeciente. El director de orquesta Schmidt movía con majestuosidad la mano enguantada. Madame Strauss salió a todo correr de la charcutería con su vestido rojo y lo saludó interminablemente con una sonrisa beata. Arropándose en su pañuelo, L. Kusman se asomó a la puerta.
Se oyó un canto penetrante y apareció un séquito funerario. Un hombre enfundado en una camisa con puntilla llevaba una cruz; el preste católico encabezaba imponente la procesión.
—Allá —dijo Cecilia, devota, mirando al cielo—, reinarán las niñeras y las cocineras, y los señores las servirán. —Yo no me lo creí.
—Aquí parece que hay una callejuela bonita —señaló Cecilia.
Giramos y ante nosotros apareció una iglesia católica. Tenía el tejado rojo y sus muros blanqueaban tras las ramas. Sobre la valla, que se separaba de la calle en un semicírculo, había sentados unos indigentes. Cecilia aprovechó la ocasión y entramos. La iglesia ya estaba vacía, pero aún permanecía el mal olor de los feligreses. Junto a la puerta había dos mujeres de piedra y una de ellas se parecía a L. Kusman y se arropaba igual que ella. Les rezamos y, ya en paz, deambulamos un poco. Nuestros pasos retumbaban.
—Nuestra fe es la verdadera —se jactó Cecilia cuando salimos. Yo no estaba de acuerdo con ella.
Al otro lado de la calle vi a un niño morenito en una ventana y le di un codazo a Cecilia. Nos detuvimos y nos quedamos mirándolo. De repente el niño bizqueó los ojos, se metió los dedos en las comisuras de la boca y, tirando de ellas hacia abajo, sacó la lengua. Yo exclamé horrorizado. Cecilia me tapó con su mano los ojos.
—Escupe —me ordenó, al tiempo que se santiguaba—. Jesús, María. —Y nos marchamos corriendo.
—Qué niño tan terrible —sentenció mi padre sobre lo sucedido. Maman lo miró con enfado. Le gustaba que todo se tomara en serio.
Hacía ya tres días que Alexandra Lvovna Ley no nos visitaba y, en la comida, hablamos de ella. Concluimos que estaría trabajando. Me sirvieron dos raciones de kisel[3] para que recuperara cuanto antes las fuerzas que había perdido por el susto. En la pared frente a mí se encontraba el ángel de L. Kusman. Estaba encima de una nube con una palma. Sobre la cabeza le brillaba una estrella.
Vino Pshiborovski, el practicante. Con sus pelos en punta y su bigote espeso, recordaba a una imagen de Nietzsche. Mi padre se levantó, le ordenó que limpiara el instrumental y salió de la habitación.
—A los brazos de Morfeo —dijo Pshiborovski con deferencia, haciendo una reverencia tras él.
—Colóquese aquí —dispuso maman, aún sentada a la mesa—. Es mejor no encender una segunda lámpara.
—Por supuesto —respondió Pshiborovski.
Relucieron las diversas pinzas y tijeras.
—Hoy —dijo él mientras limpiaba— he tenido ocasión de ir a la iglesia católica. El sermón ha sido sublime.
Y continuó hablándole sobre nuestro deber de obediencia y de cumplir con nuestras obligaciones.
—Cierto —asintió maman con indulgencia y se quedó pensativa—. Pues hay un único Dios —añadió—, tan sólo las fes son distintas.
—Exacto —se emocionó Pshiborovski. Estaba radiante.
En estas deliberaciones nos sorprendió Alexandra Lvovna Ley Nos alegramos, le calentamos la comida y le preguntamos sobre quién había nacido. A las siete me acostaron y cerré los ojos. De repente me vino a la mente el niño terrible. Salté de la cama. Las damas entraron corriendo preocupadas y se sentaron a mi lado hablando en susurros hasta que me dormí.
—No, pero Leikin —oí yo mientras me quedaba dormido—, ¿ha leído la parte en que se pierden en París, contratan a un cochero y le dicen la dirección? —y reían en voz baja.