LA FAMILIA DE LOS ROBINSONES
CUATRO horas más tarde, el maltés y los náufragos del junco, que habían caminado con gran rapidez, llegaron a la posesión de los Robinsones italianos, donde les esperaba una comida digna poco menos que de Lúculo.
Renunciamos a describir su estupor al encontrar en aquella punta extrema de la isla desierta y salvaje una mesa tan abundante, una casa tan cómoda, una huerta cultivada con tanto esmero, aquel recinto o corral poblado de animales varios y de numerosos volátiles y aquellos almacenes que rebosaban de víveres.
Y renunciamos también a describir las congratulaciones hechas a aquellos Robinsones trabajadores, que habiendo sin nada, supieron, merced a su actividad y a su constancia, proporcionarse cuanto les era necesario para la existencia. Bien podía decirse que, en su pequeñez, aquella microscópica colonia estaba en el caso de compararse con la seculares y más florecientes de las islas del archipiélago de la Sonda.
El maltés, sobre todo, era el más asombrado, recordando las miserias y los largos ayunos que sufriera en la costa meridional de aquella misma isla, que a él y a su compañero les pareció inhabitable.
Al día siguiente, la pequeña colonia se ponía animosamente al trabajo bajo la dirección del infatigable veneciano. Los tagalos, el moluqués y el maltés querían ser útiles a los Robinsones para no serles gravosos de ningún modo.
En quince días, tres hermosas cabañas más surgieron sobre la costa, formando una aldehuela graciosísima; enseguida surgieron también nuevos recintos, pajareras y viveros.
Un mes más tarde; el huertecito tenía una extensión diez veces mayor. Habían quemado una parcela de bosque y una parte de las plantaciones de bambú y desbrozado la tierra, rodeándola de una gran empalizada para defenderla de contra las incursiones de los animales salvajes.
Habían plantado bananos, duriones, mangostanes, cocoteros, sagú, palmas de toda especie y «arenga sacarífera». Los tagalos habían triplicado la producción de la patata dulce, pues encontraron más plantas en un flanco de la montaña; habían sembrado otras legumbres y tubérculos muy útiles, encontrados también en el bosque; pequeños melones con la carne muy blanca, pero suculenta, y uvas marinas, que tienen el sabor de la grosella.
Acumularon grandes cantidades de harina de sagú, que convirtieron enseguida en bizcochos y galletas, llenando los nuevos almacenes y asegurando la alimentación para mucho tiempo.
No habían olvidado tampoco otras plantas, sobre todo la «arenga sacarífera», de cuyo jugo extrajeron azúcar, jarabe y licores; ni los cocos, que les daban vino blanco en abundancia, muy gustoso, y que se conservaba muy bien en una profunda cueva, socavada bajo una roca y próxima a la costa.
Un día viendo el señor Albani que los vestidos de todos, a causa de las continuas excursiones por los bosques, se iban a pedazos, tuvo la idea de hacer tela. La «arenga sacarífera» le proporcionó la primera materia, o sea una especie de algodón, del cual hacen yesca los habitantes de las islas de la Sonda.
Hizo coger una considerable cantidad, lo mezcló con las fibras más sutiles de los cocoteros y lo hizo hilas a las tres tagalas.
Obtenido el hilo, y ayudado por el marinero, pudo construir, al cabo de mucha paciencia y de muchas pruebas, una especie de telar; la tela que resultó era gruesa y un poco áspera, pero muy fuerte.
La primera pieza se la regaló a la novia del moluqués; la segunda a la de Marino y la tercera a la del bravo Enrique.
Dada la dote, ya no faltaba más que el matrimonio.
Dos meses después, ultimadas tan diversas e importantes labores, los dos marineros y el moluqués, con gran alegría del viejo jefe, se casaban las tres muchachas según el rito tagalo, rito simplicísimo, que no requiere más que una taza con «toddy», que los esposos beben juntos.
Las tres felices parejas se fueron a vivir en tres bonitas cabañas construidas ex profeso detrás de la casa aérea y a la sombra de un grupo de duriones.
La existencia de la colonia quedó asegurada.
Transcurridos cuatro años, esto es en 1845, cuando la escuadra inglesa del Extremo Oriente, que mandaba el contralmirante Cambell, atracó en aquella isla, después de una visita hecha al sultán de los zulúes, encontró la colonia más floreciente que jamás se pudo imaginar, y ya crecida de número.
Gran parte de la isla había sido desbrozada y trabajada, y los colonos nadaban en la abundancia. Había vastos almacenes en la costa septentrional; los campos producían lo más rico y variado del archipiélago de la Sonda; los recintos y corrales estaban poblados de simios, babirusas, osos negros y tapires domesticados.
Entonces fue cuando los colonos (aumentados en cuatro niños y tres niñas) supieron que su isla era la más meridional del archipiélago Zulú y que solo distaba ochenta millas de Tawi-Tawi.
Los colonos eran tan felices que rehusaron abandonar su isla. Se limitaron a aceptar algunos objetos indispensables, sobre todo armas de fuego y municiones para concluir de exterminar a los últimos tigres que infestaban los boscajes de las montañas; aperos rurales y simientes, a cambio de víveres frescos.
También aceptaron una ballenera que les ofreció el contralmirante para que pudieran ponerse en relaciones con Tawi-Tawi.
Hoy esta isla, colonizada por los náufragos del «Liguria», se conoce por Samary. Este mismo nombre tenía antes de que se hubiese arribado a ella los Robinsones italianos. Es una de las más prósperas del archipiélago y la habita una raza de mestizos, descendientes de los marineros italianos, del moluqués y de las tres hijas del jefe de las Calaminas.