CAPÍTULO XXXIII

EL NAUFRAGIO DEL JUNCO

ENCONTRARON una cavidad que podía servirles de refugio. Era una especie de gruta abierta en la base de una alta peña, de cuatro metros de ancho; pero a lo que parecía, muy profunda.

Sin preocuparse de visitarla para cerciorarse de si la ocupaba algún habitante peligroso de los vecinos bosques, se metieron en ella para ponerse a salvo de las cataratas que descendían de las nubes.

Comieron algunos bizcochos de sagú, y una vez vaciado el recipiente de «toddy», que el mozo había tenido la precaución de embarcar al salir de la isla, se acomodaron en un ángulo y trataron de dormir, pues no habían pegado ojo en toda la noche. Estaban seguros de que ningún animal feroz dejaría su cueva par ir en busca de presas. El huracán estallaba entonces con fragor horrible de truenos, señalando probablemente de aquél modo el fin de la mala estación.

La lluvia caía a torrentes, como si entre las nubes se hubiese roto un depósito de agua.

El viento silbaba en la selva vecina, torciendo las ramas y los troncos y desgajando las más grandes cañas de bambú, el mar rompía con ruido atronador contra las escolleras, mugiendo en veinte tonos distintos.

De cuando en cuando, relámpagos cegadores surcaban las nubes e iluminaban el espumante Océano, siguiendo los truenos, tan fuertes que hacían retemblar toda la isla. Los cuatro Robinsones, a pesar de su cansancio, no podían dormir con aquel ruido. De cuando en cuando salía alguno para echar una mirada a la chalupa, temiendo que hiciesen irrupción las olas en el canal y que la estrellasen contra las rocas.

Con frecuencia también volvían la vista en dirección del solitario escollo, creyendo que iban a ver aparecer de improviso el junco; pero la nave no aparecía.

Por la tarde, como continuase el huracán, se retiraron al fondo de la caverna, y acomodándose como pudieron, trataron de dormir un poco.

Los truenos habían ido haciéndose cada vez menos frecuentes; pero el viento seguía soplando con ímpetu y retorciendo los árboles de la floresta.

—Esperemos a mañana para regresar a nuestra caverna —dijo Enrique—. Me parece que ha transcurrido un siglo, y tengo ganas de ver a «Sciancatello».

Sus compañeros no contestaron, dormían como lirones.

Su sueño, sin embargo, no fue muy largo, pues no habían transcurrido dos horas, cuando a los oídos del maltés llegó el eco de un estampido, que parecía proceder de la parte del mar. No era el estampido de un trueno, ni el de una ola contra los escollos, sino un sonido seco y rápido, que se parecía al de un disparo de una pequeña pieza de artillería o, por lo menos de una gran culebrina.

Sorprendido y algo inquieto, se levantó y echó al mar una larga mirada; pero no vió mas que tinieblas, entre las cuales apenas se divisaban las crestas espumosas de las olas.

—¿Me habré engañado o estaría soñando? —murmuró.

Escuchó durante unos minutos, pero como no volviera a oír la detonación, tornó a acostarse. Iba a cerrar los ojos, cuando oyó otro disparo.

No se había engañado: mar adentro tronaba un cañón o una gran culebrina.

—¡Señor Albani! —exclamó, sacudiéndole vigorosamente.

—¡En pie, Enrique, arriba, Piccolo Tonno!

El veneciano y sus compañeros se levantaron enseguida.

—¿Qué sucede? —preguntó Albani.

—¡Están disparando cañonazos ene l mar! —dijo el marinero.

Un tercer disparo resonó fuera, repercutiendo entre las rocas.

—¿El junco quizá? —se preguntó Albani.

Abandonaron precipitadamente la gruta y se lanzaron hacia las rocas, sin cuidarse del aguacero que los calaba.

Como los relámpagos brillaban de tarde en tarde, la oscuridad era tan grande, que no podía verse lo que sucedía en el mar. Pero entre los silbidos del viento y el rugir de la solas se oían gritos de gentes que venían del Océano.

—Es algún barco que está a punto de naufragar —dijo Albani—. El huracán le empujará, seguramente hacia esta isla.

—Pero no se ve nada —respondieron los tres marineros.

—Es preciso encender fuego para que comprendan esos desgraciados que aquí pueden encontrar socorro.

—¿Con esta lluvia?

—Tratad de arrancar alguna planta resinosa o gomífera. He visto algunos «giunta wan» cerca de esta gruta, y arderán como paja mojada en resina. ¿Tenéis algún arma?

—Si —dijo Piccolo Tonno—; tengo un cuchillo.

—Anda a cortar lo que te he dicho.

En aquél momento se vió en el tenebroso horizonte el resplandor de una llama y poco después resonó un cañonazo.

—¡Pronto! —gritó Albani—. ¡Es un barco!

Los tres marineros se lanzaron hacia la gruta, cortaron algunas ramas de aquellas gruesas plantas trepadoras, saturadas de goma y las transportaron al acantilado, amontonándolas bajo la defensa de la roca. El señor Albani había encendido algunos copos de algodón y un pedazo de vela que le dió el mozo. En pocos instantes los «giunta wan» comenzaron a arder, aún cuando estaban mojados, y se levantó una gran llamarada, que iluminó las escolleras y las olas que contra ellas se debatían.

En aquel instante, el cielo, como envidioso de aquella lumbre, se iluminó; un vívido relámpago hendió las nubes cual cimitarra gigantesca, haciendo brillar las aguas hasta los extremos confines del horizonte.

—¡El junco! —gritaron los tres marineros.

No se habían engañado. A la lívida luz de aquel relámpago habían visto, a una milla escasa de la playa, una de esas naves pesadas, con la proa alta y casi cuadrada que los chinos llaman juncos. Debía ser la que divisaron por la mañana.

A pesar de no habérseles visto mas que breves momentos, los tres marineros comprendieron que el barco se encontraba en condiciones desesperadas, pues no tenía palo ni vela alguna.

Sin duda habían cortado la arboladura o la había roto el viento, y el esquife, impotente para regirse, iba a la deriva hacia la escollera al impulso del huracán.

De cuando en cuando tornaba el cañón sobre el puente del pobre barco y se oían agudos gritos pidiendo socorro.

—Enrique —dijo el veneciano, que no podía estarse quieto—, ¿crees que se pueda afrontar las olas con nuestra chalupa?

—No, señor; sería una imprudencia que nos costaría la vida, sin que pudiésemos prestar socorro alguno a los náufragos.

—¿Pero podemos permanecer indiferentes mientras esos desgraciados corren peligro de irse a pique?

—Las olas los empujan hacia nosotros, señor —dijo el maltés—. Cuando la embarcación caiga contra las rocas, estaremos prontos para socorrer a los náufragos.

—¡Calla! ¡He oído un crujido!

Un grito inmenso se elevó en el mar, seguido de un disparo y de otro crujido horrible.

—¡A tierra! Gritó el señor Albani, agitando un tizón encendido y acercándose a la escollera.

Otro relámpago iluminó la noche.

El junco había embestido la escollera y se había tumbado sobre estribor, abriéndose el casco en las agudas puntas de los corales. A la luz del relámpago, los Robinsones vieron correr desordenadamente sobre el puente inclinado de la nave a varias personas en medio de las olas que saltaban a bordo espumantes y mugidoras.

El señor Albani, los dos marineros y el mozo, con tizones encendidos a guisa de antorchas, saltaron a la chalupa, la cual, encontrándose dentro de aquel tranquilo canal resguardado por la escollera, podía hacerse a la mar sin correr el peligro de hundirse.

Apoyando los remos en el bajofondo atravesaron en pocos momentos el canal y se encontraron detrás de las peñas; pero entonces se oyó otro crujido más formidable que los primeros, y a la luz de las antorchas vieron los Robinsones abrirse por medio al desgraciado barco, y enseguida, hundirse de proa y popa bajo el empuje irresistible del oleaje.

—¡Rayos! —exclamó Enrique, palideciendo.

—¡Se han ahogado! —gritaron el maltés y el muchacho.

—¡No! —dijo Albani—; ¡oigo gritos!

En efecto entre los rugidos de las olas se oía el eco de la gritería. Parecía que algunos hombres habían podido agarrarse a la escollera.

—¡Ánimo! —gritó el veneciano—. Vamos en vuestro socorro.

Se cogió a los salientes de la escollera y la remontó, seguido de Enrique, mientras el maltés y Piccolo Tonno mantenían inmóvil la chalupa.

Las olas saltaban sobre las rocas y descendían por el lado opuesto como furiosas cataratas; pero los dos Robinsones continuaban subiendo, registrando las hendiduras y los huecos y mirando a los restos de la nave.

De pronto tropezaron con algunos obstáculos amontonados en una cavidad de las peñas.

—¡Demonio! Gritó el marinero, recobrando prontamente el equilibrio.

Unas voces lastimeras respondieron a aquella exclamación.

—¿Hay náufragos aquí? —preguntó Albani.

Varias formas humanas se alzaron delante de él, gimoteando.

—¡Animo jóvenes! —dijo el marinero—. Aquí cerca hay una chalupa dispuesta para transportarlos. ¡Arriba! ¡Poneos de pie, y cuidado con las olas!

—¡Caballeros! —dijo una voz.

—¡Son españoles! —exclamó el veneciano—. ¡Seguidme!

—¡Somos unos pobres tagalos, señor! —dijo la voz.

—Tagalos o españoles, seguidnos; pero cuidado con las olas. ¿Hay más supervivientes?

—Faltan los chinos.

—Enrique encárgate de los chinos, pues se encontrarán todavía algunos vivos. Yo me cuidare de estos pobres náufragos. ¡Apresurémonos, o si no nos arrastrarán las olas!

Se levantaron cinco personas, le cogieron de las manos, le siguieron y descendieron por la escollera con grandes precauciones. El maltés y Piccolo Tonno los esperaba con gruesas ramas de «giunta wan» encendidas todavía.

El veneciano y los náufragos saltaron a la chalupa. Solamente entonces vieron los Robinsones que no eran hombres todos aquellos desgraciados libertados de las olas: eran tres muchachas, un jovencito y un viejo.

—Conducidlos a los acantilados —dijo Albani al maltés—; yo voy a seguir registrando la escollera.

La chalupa fue bordeando la costa, y Albani se reunió con el marinero, que registraba las peñas por todas partes, dando grandes voces.

—¿Has hallado alguno más? —le preguntó.

—Me parece que las olas han arrastrado a los chinos —respondió el marinero—. No oigo voz alguna.

—¿Y el junco?

—Lo ha despedazado el mar y se ha llevado los restos.

Recorrieron toda la escollera, teniéndose fuertemente cogidos por las manos para resistir la furia del oleaje, registrando huecos, cavidades, etc.; pero no encontraron más náufragos.

—¡Se los ha tragado el mar! —dijo el marinero—. Ya es inútil que prolonguemos nuestras pesquisas, pues un golpe de agua de éstos nos envolvería.

—¡Desgraciados! —murmuró Albani—. ¡Volvámonos!

El maltés y Piccolo Tonno habían desembarcado a los náufragos cerca de la caverna; enseguida volvieron a atravesar el canal y esperaron bajo la escollera. Albani y Enrique se apresuraron a reunirse con ellos y se hicieron conducir junto a los tagalos.

Ahora pensemos en estas pobres gentes —dijo el veneciano—. Tú, Marino, ve a cortar una nueva brazada de «giunta wan» para que se sequen un poco.