LAS SEÑALES ENTRE LA ISLA Y EL ESCOLLO
AL llegar la noche volvieron a subir al cono los tres náufragos, llevando consigo sendos brazados de malezas y algas marinas, que recogieron en los parapetos de la escollera y que habían secado al sol.
Tenían intención de encender varias hogueras para atraer mejor la curiosidad del muchacho, el cual, probablemente al ver repetirse y multiplicarse las señales, comprendería al fin que les había sucedido alguna desgracia.
Primero miraron con profunda atención hacia la punta extrema de la isla, y el maltés, que tenía mejor vista que los otros, no tardó en distinguir el punto luminoso que observaron la noche anterior. Sin embargo parecía que no surgía entonces al nivel del mar, sino que ardía en un sitio más elevado, quizá en la cumbre de una roca.
—¿Habrá ido Piccolo Tonno a guisar la cena en la escollera? —dijo Enrique—. ¿O habrá encendido ese fuego en altura para hacerlo más visible?
—Yo creo que nuestro valiente Piccolo Tonno tendrá algún motivo para haberlo encendido ahí —dijo Albani.
—¿Cuál, señor?
—Ver si le contestamos.
—¡Pues apresurémonos a encender nuestras hogueras!
Hicieron tres montones de ramas y algas, distanciados algunos pasos unos de otros, y los encendieron, soplando en ellos para que ardiesen mejor.
Cuando se irguieron, pudieron ver que el punto luminoso de la extremidad de la isla se había agrandado de un modo considerable. Poco después aparecieron otros dos puntos luminosos a cierta distancia del primero.
Un grito de alegría salió de los labios de Enrique y del maltés.
—¡Ya no hay duda; Piccolo Tonno responde a las señales!
—¡Así lo creo yo también! —dijo Albani.
—¡Entonces mañana vendrá en nuestro socorro!
—Pero ¿cómo, si la chalupa no existe? —preguntó Marino.
—Construirá una balsa —repuso Albani—. El muchacho es inteligente y no retrocederá ante dificultad alguna.
—Es preciso continuar con las señales —dijo Enrique—. Vamos a coger más leña, Marino.
Los dos marineros descendieron a la quebradura en busca de mas ramaje, mientras Albani permanecía vigilando en la cumbre del cono.
Había transcurrido un cuarto de hora, cuando se vió aparecer un cuarto punto luminoso casi frente al escollo pero mucho más abajo y a flor de agua. Muy pronto el punto dicho se dilató, agigantándose, y una gran columna de humo, con reflejos rojizos, se elevó sobre la isla, coronada de haces de chispas. No parecía sino que estuviese ardiendo un pedazo de bosque.
—Piccolo Tonno nos dice que ya sabe que nos encontramos aquí —dijo Albani a los dos marineros, que ascendían por el cono cargados de ramas y plantas trepadoras—. ¡No podemos engañarnos!
—¿Cómo se habrá arreglado para saberlo tan pronto? —preguntó Enrique—. ¿Habrá llevado el agua a la isla alguna cosa de nuestra pertenencia?
—Puede ser —respondió Albani—. Algún remo, o las cerbatanas, o el mástil, que se habrá salido de la chalupa.
—¡Oh! ¡Está quemando otro grupo de árboles un poco más al Sur! ¡El pequeño se propone quemar nuestra floresta entera!
—No será tan imprudente, Enrique. Echad más leña a las hogueras, que se están apagando.
Nuevas ramas hicieron revivir los fuegos. El cono estaba iluminado por completo y debía verse a gran distancia. También las hogueras de la isla proyectaban una luz muy viva, distinguiéndose con gran precisión sobre el fondo oscuro del cielo.
Durante dos horas, el mozo y los náufragos continuaron cambiándose señales, hasta que por fin se apagaron las hogueras de una parte y de otra. Pero ni Albani, ni Enrique ni el maltés pensaban en dormir ni abandonar la cresta del cono, esperando que apareciese alguna otra señal en la playa de la isla.
Con gran ansiedad esperaron la llegada del día, pues hacia ellos en alguna balsa; con esta ansiedad la noche les parecía eterna.
Por su parte, el tiempo amenazaba aguar sus esperanzas, pues el cielo se cubría otra vez de pesadas nubes, cuál si se preparase un nuevo huracán, y la brisa aumentaba, soplando de cuando en cuando con cierta violencia.
Si el mar volvía a encresparse, Piccolo Tonno no podría ir tan pronto a liberarlos de aquella prisión, que todos comenzaban a encontrar insoportable.
Hacia las tres de la mañana, el trueno comenzó a rugir entre las nubes, y algunos relámpagos surcaron el espacio en dirección del Este. El mar se encrespó y se estrelló con furor contra el islote y las rompientes.
—¡Mil millones de relámpagos! —exclamó, furioso, Enrique—. ¡No nos dejan en paz estos condenados huracanes!
—Probablemente será el último de la estación —dijo Albani.
—Sea el último o el penúltimo, vendrá a impedirnos salir de aquí. ¡Es demasiado! —repuso Enrique.
—¡Ah! ¡Si Piccolo Tonno se apresurase!
—No se atreverá a aventurarse entre los rompientes y los bancos antes de que se haga de día. ¡Armémonos de paciencia!
Se acurrucaron detrás de una roca para resguardarse del viento, que soplaba violentamente en aquella altura aislada, sin apartar la vista de la isla.
El huracán, en tanto, avanzaba con rapidez extrema; pero venía de Oriente.
Las estrellas habían desaparecido tras espesísimas nubes de vapores que el viento amontonaba, y el mar rugía sordamente al pie de los escollos.
Si continuaba aquello, Piccolo Tonno se detendría, no atreviéndose a afrontar las olas en una balsa.
A las cuatro comenzó a clarear por Oriente, tiñéndose las aguas de un color de acero.
Albani, el genovés y Marino se habían levantado, presa de una ansiedad vivísima, mirando hacia la isla.
Les pareció distinguir casi de repente una mancha grisácea que avanzaba a lo largo de los rompientes.
—¡Es una vela! —exclamó el maltés—. ¡Estoy seguro de que no me engaño!
—¿Se habrá lanzado al mar el muchacho? —dijo Enrique—. ¡Ah, con qué ganas voy a abrazar a ese animoso pequeño!
—¡Sí; es una vela! —afirmó Albani, después de una observación atentísima—. ¡Piccolo Tonno ha construido una balsa y ha izado en ella una vela!
—¡No es una balsa! —dijo el maltés, que había subido gateando a la punta más alta del cono—. ¡Veo una mancha negra de forma alargada bajo la lona!
—¡Tu sueñas, camarada!
—No, marinero —repuso Marino—. Te digo que Piccolo Tonno viene en nuestro socorro con una chalupa.
—¡Con una chalupa! —exclamaron Albani y Enrique.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Ahora la distingo bien!
—Pero ¿dónde quieres que haya encontrado una chalupa? —preguntó Enrique.
—¿Será la nuestra? —se preguntó el veneciano.
—¡Es imposible, señor!
—¿Por qué ha de ser imposible? Puede haberla llevado cualquiera corriente hacia la isla y Piccolo Tonno haberla encontrado encallada, Enrique.
—Efectivamente, señor; si el muchacho no la hubiera encontrado, creo ahora que no habría respondido tan pronto a nuestras señales. Piccolo Tonno es prudente, y en lugar de encender aquellas hogueras hubiera apagado hasta la lumbre del hornillo por temor a atraer nuestra atención, teniendo, como todos nosotros, motivos suficientes para sospechar de los piratas.
—¡Sí; es nuestra chalupa! —gritó Marino—. ¡La reconozco perfectamente!
Ya no había posibilidad de equivocarse. Albani y Enrique la distinguían también cerca de las primeras rompientes a la luz del sol, que había asomado por entre el jirón de una nube.
Piccolo Tonno la guiaba con mano firme, manteniéndose siempre lejos de las rompientes por temor de que las olas le arrojasen contra aquellos obstáculos peligrosos.
Las oleadas le acometían con gran ímpetu, pero el muchacho no se aterrorizaba; antes bien, se le veía con cuna mano en el largo remo que le servía de timón y con la otra la escota de la vela.
El señor Albani, Enrique y el maltés, fuera de sí, con alegría y hondamente conmovidos, bajaron la cumbre del volcán y se habían reunido cerca de las primeras rompientes.
—¡Bravo, mi Piccolo Tonno! —gritaba el genovés—. ¡Eres un verdadero marinero!
A las siete de la mañana, la chalupa, después de haber remontado un banco, embarrancaba en la playa arenosa, y el mozo, que reía y lloraba a un mismo tiempo, se precipitó a los brazos del señor Albani, primero; después en los de Enrique, y, por último en los de Marino.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Los he llorado creyéndoles ahogados a todos! ¡Otro abrazo, señor Albani! ¡Otro más, mi buen Enrique!
—Pero ¿cuándo has encontrado la chalupa? —le preguntó Albani.
—Ayer tarde, poco antes de anochecer.
—¿En donde?
—Había embarrancado en la arena cerca de los viveros de las tortugas. Ya puede usted imaginar cuál sería mi desesperación al encontrarla volcada, y cuál mi alegría cuando divisé las tres hogueras en este escollo. No dudé que fuesen ustedes, y me apresuré a contestarles.
—¿Habrás visto el fuego que encendimos hace dos noches?
—Sí, señor, y me asusté mucho temiendo que fuesen piratas. ¡Que feliz soy, señor! ¡Los creía perdidos, y los encuentro con un compañero más!
—¿Tu también me perdonas? —preguntó Marino.
—Si te han perdonado el señor Albani y Enrique, ¿no he de perdonarte yo? Ahora abrázame, eres de los nuestros: un Robinsón italiano también. Pero ¿y tu campanero? Huisteis dos.
—Ya te contaremos todo eso después, Piccolo Tonno —dijo Albani—. Apresurémonos a dejar este escollo o corremos el peligro de volver a naufragar.
El retardarse podría en efecto serles fatal, porque las olas continuaban levantándose, el viento arreciaba y grandes goterones comenzaban a crepitar en la superficie del mar.
Abandonaron el volcán, donde habían corrido el peligro de tener el fin de los náufragos del «Medusa», a no haber encontrado aquellas providenciales ostras, y navegaron mar adentro, poniendo la proa hacia la costa oriental de la isla.
Albani se puso al timón; Enrique a la proa, para ver mejor los escollos, y Piccolo Tonno y el maltés a la vela.
La oscuridad crecía por momentos. El sol había desaparecido detrás de densos nubarrones, y aun cuando no eran más que las diez de la mañana, parecía que comenzaba a anochecer.
Afortunadamente, el viento les era favorable, y la chalupa, recibiendo las olas por popa, no corría peligro alguno, al menos por el momento. Corría como una gaviota, dejándose llevar por aquella masa espumante y líquida, sosteniéndose siempre a doscientos o trescientos pasos de la linera de las rompientes.
—¡Pronto, pronto! Decía el señor Albani, que veía acercarse el huracán a toda velocidad, y que de cuando en cuando se sentía inundado por las olas. —¡Largad toda la vela!
Ya se distinguían perfectamente las costas de la isla, cuando el marinero, volviéndose hacia el Este para medir la distancia recorrida, vió destacarse en el horizonte dos puntas blanquecinas, que parecían correr hacia el Sur.
—¿Dos pájaros muy grandes o dos velas? —se preguntó—. ¡Mira hacia allí, Marino, tú que ves mejor que yo!
El maltés se volvió; fijando su mirada, que podía desafiar a los mejores gemelos, en los dos puntos indicados.
—Son dos grandes velas —dijo.
—¿Otro «tia-kan-ting» probablemente? ¡No nos hacía falta más que otro ataque de piratas!
—¡Mira bien, Marino! —dijo Albani.
—Por la forma de las velas, me parece que más bien es un junco[11] —respondió el maltés.
—¿Te parece que se acerca a la isla?
—Sí; intenta guarecerse en esta costa.
—¿Serán piratas, señor? —preguntó Enrique.
—Ordinariamente, los juncos van montados por marineros chinos. Si estuviésemos en el golfo de Ton-Kin, podría haber dudas; pero los juncos que navegan por estos mares se dedican a un tráfico honrado.
—¿Nos enviará el huracán otros compañeros? Porque en nuestra isla no hay puertos que puedan servir para refugiarse.
—Es probable que los que van en esa nave piensen en hallar alguno. Si esos marinos encontrasen manera de poder desembarcar, no tendrían porqué quejarse de nosotros; el mar engruesa cada vez más y nos va a hacer pasar un mal cuarto de hora.
No distaba en aquellos momentos más de dos millas de la isla, pero las olas, encontrándose estrechadas por la costa, llena de rocas, y la línea de las rompientes, volvían mar adentro de un modo tumultuoso, provocando contraolas peligrosas.
El señor Albani se había puesto en pie para ver mejor donde se escondían los pequeños escollos, señalándose aisladamente por un espumeo incesante y por columnas de agua que saltaban a gran altura.
La chalupa, ahogada bajo los asaltos de aquellas masas líquidas, parecía que iba a desaparecer a cada instante; pero se enderezaba siempre.
Hacia el mediodía dio una virada sobre otra escollera que se extendía por delante de la costa y penetró en una especie de canal formado por rocas cortadas a pico; una especie de «fiordo» profundo, que estaba a cubierto de las olas y del viento.
—¡Por fin! —dijo Enrique.
Amainaron la vela y ataron la chalupa a un enorme pedrusco, mientras caía una lluvia torrencial.
—¡Busquemos un refugio! —dijo Albani, saltando a tierra—. ¡Con este temporal y tan cansados como estamos, no es posible ir hasta la cabaña!
—Pero nuestros almacenes no deben estar lejos —dijo Enrique.
—A dos millas de aquí —respondió Piccolo Tonno.
—¡Es mucho para recorrerlas bajo este diluvió!
—¡Aquí debe de haber cavernas! —dijo Albani—. ¡Todas estas rocas están más o menos perforadas!
—¡Busquemos una, señor! ¡Yo me caigo de sueño! Dijo Marino.
Estaban a punto de volver la espalda al mar y meterse entre las altas rocas de la costa, cuando preguntó el maltés:
—¿Y el junco?
—¿Se ve todavía? —preguntó, a su vez Albani, deteniéndose.
El maltés miró hacia el Este, pero no se veía nada en el horizonte. Cierto que la lluvia impedía ver, pero bien podía haber sucedido que la tripulación hubiese renunciado a la idea de aproar hacia la isla, volviendo sobre su ruta al Norte.
—Ha desaparecido —dijo Marino.
—¡Mejor para ellos! —respondió Enrique—. De otro modo se hubieran estrellado contra estas escolleras. Vámonos esto es un verdadero diluvió, y no tenemos el arca de aquel buen hombre que se llamó Noé.