SOBRE EL ESCOLLO
EL huracán imperó toda la noche, sin dejarlo un solo momento. El mar, fuertemente agitado por el ventarrón de Poniente, azotó sin descanso el escollo, mugiendo de un modo pavoroso, penetrando con violencia en las grietas, cavernas y cavidades, conmoviendo masas de granito de muchos quintales de peso y lanzando sus espumas hasta la roca en que se habían recogido los tres náufragos.
La lluvia, que continuó cayendo y batiendo la cima del islote, descendía por las cañadas en impetuosos torrentes.
Hacia el amanecer, las nubes acumuladas se rasgaron a un golpe del viento del Norte, y la lluvia cesó casi en el acto.
Poco después, el sol hizo su aparición por entre un jirón de aquella masa de vapores, ahuyentando las tinieblas e iluminando el mar, todavía tempestuoso. La isla pareció hacia el Este, pero a una distancia tal, que los náufragos se miraron asustados.
—¿Pero, es nuestra isla o es otra? —se preguntó el genovés—. ¡Me parece imposible que nos hayamos alejado tanto!
—No veo otra —dijo Marino—. Además, la nuestra debe de encontrarse en esa dirección.
—¿Está muy lejos? —preguntó Albani, que hallándose todavía acostado, no alcanzaba a verla bien.
—A veinticinco millas lo menos, señor —respondió Enrique.
—¿Tanto corrimos ayer tarde para encontrar un paso entre las rompientes? ¡Eso es grave, amigos míos! ¡Ayudadme a levantar!
—No, señor; siga acostado, está usted todavía muy débil.
—Me encuentro mejor, Enrique.
—¡Pero está usted herido, señor! ¡Veo algunas gotas de sangre en sus pantalones!
—Tengo una contusión en la rodilla derecha, pero no es nada, amigo mío. En un principio creí que había sufrido heridas de verdadera importancia.
Apoyándose en los brazos del genovés y de Marino, se levantó y miró hacia el Este.
A una distancia de veinticinco, o quizás treinta millas, se divisaba la alta montaña de la isla, destacándose limpiamente sobre el fondo luminoso del cielo; lo que no era visible eran las costas. Una larga fila de rompientes se extendía en aquellos escollos, todos de origen coralífero; no estaban unidos, y parecía que a cierta distancia faltaban por completo. De seguro que había bancos, los que impidieron el paso de la chalupa; pero como todavía el mar estaba muy agitado, no se podían ver.
—¡La cosa es grave! —repitió el señor Albani, que había quedado pensativo—. ¿Cómo vamos a atravesar esas veinticinco o treinta millas ahora que hemos perdido la chalupa? ¿Estaremos destinados a permanecer en este islote?
—Usted encontrará el medio de salir de esta situación, señor —dijo Enrique—. Sabe tanto que puede sacar utilidad de cualquier cosa.
—Pero este islote me figuro que será un árido escollo privado de todo, Enrique.
—Todavía no lo hemos visitado, señor.
—Ayudadme a subir a aquella roca. Desde allí podremos ver mejor si esa línea de rompientes se extiende hasta nuestra isla, y al propio tiempo nos daremos cuenta de los recursos que puede ofrecernos este escollo.
Los dos marineros pasaron los brazos por debajo de los del veneciano, y así suspendiéndole le condujeron a la cima del islote, que se elevaba a unos cincuenta metros por encima del nivel del mar.
Desde allí se podía ver todo lo que los rodeaba; distinguir todo lo que los rodeaba; distinguir, un poco confusamente, la alta costa de la isla, y reconocer con una sola mirada su nuevo refugio.
El señor Albani no se había engañado; aquel islote, que surgía en el extremo de la larga fila de rompientes y bancos, no podía ofrecerles recurso alguno, ni mucho menos proporcionarles un medio para volver a su cabaña. Parecía el extremo del cono de un volcán levantado por algún cataclismo submarino, porque las vertientes de la cumbre estaban cubiertas de lava vieja, grafitos cristalizados e incrustaciones marinas. Sobre todo, se veían aún en la cumbre abundantes conchas y pedazos de coral, común en aquellos mares, cuyos microscópicos infusorios habían construido la escollera maravillosa, que concluiría por convertirse en una verdadera isla.
Sin embargo, el escollo era de muy regulares proporciones, pues muy bien podría tener una circunferencia de mil metros. No todo él era quebrado, pues mientras que por la parte meridional descendía casi a pico, por el Norte y Occidente bajaba suavemente, y en la base se extendía formando una verdadera playa arenosa.
No crecía ningún árbol entre aquellas rocas, tan solo algunas matas, no muy lozanas, y plantas sarmentosas se veían en lo hondo de pequeños barrancos, alimentados por las lluvias, que se estancaban en aquellos bajos.
También debían de faltar animales, pero no pájaros, porque sobre ciertas rocas talladas a pico, que caían al mar, se oían de cuando en cuando píos y chillidos de alegría.
Probablemente serían golondrinas marinas de la especie de las «salanganas», volátiles muy comunes en todas las islas de aquél archipiélago, sobre todo en las desiertas o poco habitadas, pues les gusta mucho el reposo y la tranquilidad.
—¿Qué dice usted, señor? —preguntó Enrique al veneciano, que proseguía observando el islote—. ¿Cree usted que podamos volver a nuestra isla?
—Temo mucho, amigo mío, que esta inesperada aventura nos haga pasar momentos muy malos —respondió Albani—. Dime: ¿tu crees que la chalupa se haya roto contra los escollos?
—No, señor; porque se volcó antes de tocar las rocas de este condenado islote.
—Entonces si no se ha roto, flotará todavía.
—Lo creo, porque como era de una pieza y muy pesada…
—Esperemos pues, que la hayan embarrancado las olas en algún banco de arena. Sin ella no podemos salir de este islote.
—Pero las olas no pueden haberla llevado muy lejos, señor. El viento soplaba del Oeste y la habrá llevado al Este —dijo Marino.
—¡Es verdad! —dijo Albani moviendo la cabeza.
—Pero hay escollos —dijo Enrique—. Nadando podemos pasar de uno a otro y acercarnos a la isla.
—Pero hay interrupciones considerables en la línea —repuso Albani—. Además tu no ignoras que son numerosos los tiburones y los torpedinos en esta agua y que no poseemos arma alguna para defendernos.
—Entonces ¿vamos a perecer de hambre en este escollo desierto?
—No hay que desesperarse tan pronto, Enrique. Cuando se haya calmado el mar, veremos si los escollos y los bancos nos permiten acercarnos a la isla; además encenderemos una hoguera muy grande que quizás pueda divisarse desde la plataforma de nuestra cabaña.
—¿Conserva usted todavía la yesca y el eslabón?
—Sí, Enrique; lo llevo siempre encerrado en un botecito impermeable.
—¿Y cree usted que Piccolo Tonno pueda alcanzar a ver una hoguera encendida en este escollo?
—Probablemente, porque yo no creo que este volcán esté muy lejos de la costa septentrional. Mientras tanto amigos míos vamos a buscar donde cobijarnos, y, si es posible, algo de comer. Mariscos no han de faltarnos en esta playa arenosa.
Bajaron la cumbre, recorrieron la base de aquel cono volcánico y descubrieron una profunda cavidad, suficiente para librarlos de los rayos del sol, que eran ardientísimos, pues el cielo se hallaba casi despejado por completo.
El señor Albani y Marino se despojaron de sus vestidos para ponerlos a secar; pero Enrique continuó explorando el islote con la esperanza de encontrar varada la chalupa en algún arenal o descubrir en el fondo de cualquier depresión de la montaña árboles que pudiesen proporcionarles una balsa.
Pero perdió el tiempo, puesto que no vió mas que malezas y arbustos, y aún estos en tan escasa proporción que no se podía el intentar hacer con ellos ni una balsa.
Visitó la playa arenosa e hizo una gran recolección de mariscos, entre los cuales había algunas ostras llamadas de Singapoore, que son tan apreciadas y que pesan varios kilogramos.
Vió rastros numerosos de tortugas, pero no alcanzó a descubrirlas, aun cuando estaba seguro de que se hallaban escondidas entre las escolleras.
Rebuscó entre la arena, porque no ignoraba que dichos animales tienen la costumbre de poner ahí sus huevos; mas sin resultado alguno, pues es sabido que las tortugas borran hábilmente todo rastro que pueda descubrir su nido.
Al regresar encontró una especie de estanque de gran capacidad entre dos rocas profundamente socavadas. Aquel descubrimiento le alegró bastante, porque por lo menos no se correría peligro de morir de sed en el caso de que se prolongase la prisión.
Todo el día continuó el mar muy agitado impidiendo a los náufragos acercarse hasta donde arrancaba la línea de rompientes y se amontonaban los bancos que no habían dejado pasar a la chalupa. Hacia el anochecer, las olas comenzaban a ser menos impetuosas y a chocar contra el escollo con más blandura.
Cuando se hizo de noche del todo, los náufragos volvieron a la cumbre, llevando consigo plantas trepadoras secas, ramas desgajadas y maleza, con objeto de hacer la señal.
Llegados a la cumbre, miraron hacia la isla, cuya alta montaña se diseñaba confusamente en el estrellado horizonte, procurando ver algún punto luminoso que indicara la dirección de la cabaña aérea.
—Vea usted, señor Albani —dijo de pronto el maltés, que miraba fijamente hacia el Noroeste.
El veneciano y Enrique miraron en la dirección indicada y descubrieron en la margen extrema de la isla, casi a flor de agua, una lucecita que no podía confundirse con ninguna estrella.
—Es Piccolo Tonno, que prepara la cena delante de la cabaña —dijo Enrique—. ¡Si ese valiente muchacho supiera que le espiamos ansiosamente y que invocamos su socorro! ¡Ah! ¡Que contento se pondría compartiendo su cena con nosotros!
—Sí —dijo Albani—; ese fuego lo ha encendido el muchacho. No me equivoco acerca de la posición de este escollo. Debe ser el que veíamos desde la ventanilla de la caverna.
—Entonces, ¿nos encontramos frente a nuestros almacenes?
—Si no enteramente de frente, un poco hacia el Sur, pero a veinticinco o treinta millas de distancia.
—¿Cree usted que Piccolo Tonno llegará a distinguir nuestro fuego?
—Sí, lo creo.
—¿Y que venga en nuestro socorro?
—Eso es lo que no podemos saber. Puede figurársele que el fuego lo han encendido los piratas, y en vez de contestarnos, huya.
—¡Demonio! —murmuró Enrique rascándose con furia la cabeza—. Pero viendo que no volvemos, debe imaginar que nos ha sucedido alguna desgracia.
—Antes transcurrirán varios días, pues no le hemos fijado la fecha de nuestro regreso; mas viendo como verá, todas las noches esta lumbre, concluirá por pensar que es alguna señal que se le hace. Ahora encendamos esas raíces.
Reunieron en lo mas alto del cono la leña y le prendieron fuego.
Una gran llamarada se elevó rápidamente, lanzando al espacio nimbos de chispas, que el vientecito de la noche esparcía sobre el mar como otras tantas estrellas diminutas.
Parecía que había despertado de su sueño de siglos el antiguo volcán. Sus vertientes, iluminadas por aquella hoguera, que reavivaba el viento, parecía cubierto de ardiente lava, mientras el mar se teñía de reflejos sanguinolentos.
Aquel gran resplandor, que se destacaba de un modo preciso bajo el cielo oscuro y sobre las aguas, no podía pasar inadvertido para el mozo, a pesar de la distancia que separaba el escollo de la costa septentrional de la isla.
La hoguera brilló durante un cuarto de hora entre las tinieblas; después faltas de leña, se fueron bajando las llamas poco a poco, hasta que se extinguieron por completo.
Los náufragos, en pie sobre la roca más alta, miraban siempre hacia el Noroeste, en espera de ver agrandarse el punto luminoso; pero en vez de eso, desapareció de repente.
—¡Piccolo Tonno no nos ha comprendido! —dijo Enrique—. ¡Ha debido de asustarse a lo que parece!
—Es probable —respondió Albani—: pero concluirá por persuadirse de que este fuego es una señal que le hacemos.
—¡Pues repitámosla, señor!
—Es inútil, Enrique. Piccolo Tonno debe de haber divisado nuestra lumbre y tenemos que economizar la leña, puesto que son muy escasas las plantas en este islote. Aun cuando tuviésemos encendido el fuego toda la noche, no lograríamos, persuadir al mozo de que es una señal de peligro. Repitiéndola varias noches, y viendo que no volvemos, entonces puede ser que crea que somos nosotros, que pedimos socorro. Bajemos amigos míos y vamos a dormir.
Como era inútil velar, pues no había temor a que los asaltase nadie, y estaban, además rendidos por no haber dormido la noche anterior, se apresuraron a volver a la cabida para cerrar los ojos.
Nada turbó el sueño de los náufragos, y, por tanto, reposaron tranquilamente hasta el amanecer, a pesar de los mugidos de las olas, que se deshacían siempre con gran violencia contra el islote.
Por la mañana, el mar había vuelto a calmarse; solamente recorrían su superficie largas ondulaciones, las cuales se deshacían en las rompientes.
Comieron unas docenas de ostras que el maltés cogió en la playa, y enseguida volvieron a subir a la cima del volcán, con objeto de ver si en la isla se descubría alguna señal. Todo en vano; ni en la playa ni en la montaña se veía alzarse ninguna columna de humo.
Sin duda, Piccolo Tonno, no pensando quienes eran los autores de aquella señal, había creído prudente no contestar. Acaso sospecharía que fuesen piratas o pescadores de las islas Zulúes o de Borneo, individuos todos que estaban muy bien cuanto más lejos.
Entonces volvieron su atención hacia los escollos de las rompientes para ver si era posible intentar el paso; pero las grandes ondulaciones, que de cuando en cuando se estrellaban sobre la escollera, no les permitieron distinguir los bancos que debían prolongarse en dirección a la isla. Era, pues, preciso esperar a que estuviese el mar perfectamente tranquilo.
—Por hoy no podemos intentar nada —dijo Albani—. Esta noche repetiremos las señales, y si no obtenemos respuesta, si el mar está tranquilo, nos aventuraremos en las rompientes.
Un poco desilusionados, descendieron hacia la playa para coger moluscos, ostras, etc. Pues no había otra cosa que comer.
Mientras los dos marineros, metidos en el agua hasta las rodillas, registraban los escollos vecinos y recogían los apetitosos moluscos y pescaban cangrejos, el señor Albani, aun cuando cojeando todavía, exploraba el islote con la esperanza de descubrir alguna tortuga o, por lo menos, algún agujero lleno de huevos de dichos reptiles. Pero fueron en balde sus pesquisas. Se distinguían señales recientes del paso de las tortugas, más ninguna salía a la orilla.
Se encaramó a las rocas, mirando a los repliegues y pequeños vallecitos que formaba la montañuela por si encontraba alguna planta que fuese útil, y no vió más que malezas medio secas, plantas trepadoras, casi secas también, y raíces. En cambio abundaba la lava, la piedra pómez, sobre todo en una depresión que subía hacia el cono. Allí encontró un verdadero torrente de lava enfriada, y que no parecía tan vieja como la otra. Con una piedra partió las diversas costras, y pudo contrastar que, a cierta profundidad, todavía dicha lava conservaba algún calor.
—Señor, ¿qué hace usted? —le preguntó Enrique, que había terminado la recolección—. ¿Cree usted que puede haber algún tesoro oculto bajo esas piedras?
—No; miraba si entre esta lava había alguna sustancia mineral aprovechable.
—¿Oro quizá?
—Oro, no; hierro.
—¿Y lo ha encontrado usted?
—No, Enrique; pero en cambio, he hecho un descubrimiento curioso.
—¿Cuál señor?
—He encontrado lava que todavía conserva algún calor.
—¿Lava que arrojó este volcancito?
—Sí.
—¿Caliente todavía? —exclamó, asombrado el marinero—. Entonces ¿éste no es un volcán apagado?
—El cráter no existe; por lo tanto debe de estar apagado.
—Nosotros no lo hemos visto nunca en erupción, señor.
—Puede haberse apagado hace veinte, cincuenta, quizá cien años.
—¡Pero, señor, si dice usted que la lava está caliente todavía! Siendo así, debe haberla arrojado hace muy poco tiempo, y nosotros no hemos visto llamas en esta dirección.
—Amigo mío, debo decirte que la lava que se cubre enseguida con alguna capa de tierra o de otra cosa por el estilo, como tiene una irradiación muy débil, conserva el calor durante muchos años, y, según algunos hombres de ciencia, dignos de fe, hasta un siglo.
—¡Anda! Si estas cosas me las contase otro, palabra de marinero que no las creería.
—Añadiendo que la irradiación de la lava es tan ínfima, que se ha visto volcanes que vomitaban juntamente masas de hielo y lava.
—¿Salir masas de hielo de un volcán que llamea?
—Sí, Enrique. Caso tan extraño se ha producido en Islandia con frecuencia.
—Diga usted, señor: ¿será muy antiguo este volcancito?
—No lo creo, a juzgar por el buen estado de las conchas amontonadas en las cenizas.
—Yo quisiera saber como surgen o porqué surgen del mar estas islas. Que se hundan, medio lo comprendo; pero que se eleven, me parece inexplicable.
—Se levantan por la fuerza del poderoso empuje que produce la masa de vapores encerrados en la costra terrestre. Como sabrás, probablemente, no se ha extinguido el fuego en el interior de nuestro globo.[10] El agua que se filtra a través de los poros de la corteza, al encontrarse un día en contacto con ese fuego se evapora.
—Le comprendo, señor Albani: el vapor, no encontrando por donde salir, sacude y rompe la costra.
—Eso es, Enrique; pero la rompe con fuerza irresistible, derrumbando las galerías subterráneas y produciendo estragos inmensos, sobre todo en la superficie, donde tritura la costra terrestre. Un cataclismo semejante, formidable, con seguridad, ha acaecido en época más o menos lejana en el fondo del mar, y la sacudida y el empuje han debido ser de tal naturaleza, que han desgarrado la costra y han hecho salir este cono fuera del agua. No son escasas las islas que se han formado de esa manera. Casi todas las Azores son de origen volcánico, y aun no hace muchos años, en mil ochocientos doce, si no me equivoco, surgió de improviso una isla cerca de las costas de Sicilia, pero que las aguas destruyeron muy pronto.
—¿Producen esos levantamientos los terremotos?
—¿Y porqué se habrá apagado este volcán?
—Quizá por la brusca invasión del mar.
—Debe haber estallado como una bomba.
—Ciertamente, Enrique. Debió ser en un principio mucho más elevado; pero al seguir en erupción fue descendiendo, rellenándose al fin el cráter con sus propios restos.
—¿Hay otros muchos volcanes en erupción, señor Albani?
—Varios; pero no siempre ha sido causa de sus erupciones el agua, y no todos se han extinguido. Los ejemplos los tenemos en el Etna, que con sus erupciones formó el llamado «Val del Bove», y en el Vesubio, que el setenta y nueve de nuestra era enterró, bajo una lluvia de ceniza y lava, las poblaciones de Herculano, Pompeya y Stabia. Cuando hizo erupción en la América Central el Coseguina, cubrió los campos que lo rodeaban con una capa de ceniza de cinco metros de altura en una superficie de cuarenta y nueve kilómetros, y la detonación se oyó a mil quinientos sesenta kilómetros de distancia.
—¡Rayos, qué estampido!
—Cuando, a su vez, estalló, en mil seiscientos noventa y ocho, el Timbono, en la isla de Sumbava, produjo la caída de tan gran masa de rocas, tierras, etcétera, que equivalían a tres veces la mole del Mont Blanc, extendiéndose toda esa masa sobre una superficie igual a la de Italia y media Francia, y la piedra pómez nadaba ene l mar con un espesor de un metro.
—¡Relámpagos y terremotos! ¡Demos las gracias a este volcancito, que ha tenido la buena ocurrencia de hacer explosión hace cincuenta o cien años! ¡Por tales muestras, lo mejor es estar lejos de ellos!