CAPÍTULO XXX

LOS NÁUFRAGOS

POCOS instantes después de aquel desastre, que privaba a los Robinsones de la embarcación, salía un hombre de entre las olas, que, bramando se estrellaban iracundas contra la base del escollo. Logró aferrarse a las puntas de las peñas, y haciendo desesperados esfuerzos para que no le arrastrara la violencia de las contraolas, subía por la escollera poniendo los pies en los salientes y metiendo nerviosamente las manos en las grietas y hendiduras.

Ya fuera del alcance de los saltos del mar, se detuvo y echó alrededor una mirada apagada. No se veía la chalupa, pero si un bulto negro que se debatía entre la espuma tratando de alcanzar las peñas.

—¡Señor Albani! —gritó—. ¿Es usted?

—¡Quién llama! —preguntó el náufrago que luchaba.

—¿Eres tú, Marino?

—Sí.

—¿Y el señor Albani?

Una voz que venía de mar adentro respondió:

—¡Aquí estoy!

—¡Mil terremotos! —repuso el genovés desde lo alto—. ¿Dónde está usted, señor?

—¡No te inquietes, Enrique! ¡Me llevan las olas!

Entretanto el maltés había conseguido ponerse a salvo; pero se detuvo mirando a las aguas, tan negras que parecían tinta.

—¡Mírale allí, Enrique! —gritó—. ¡Le veo nadar a cincuenta pasos de aquí!

—¡Téngase firme, señor! —exclamó el genovés—. ¡Vamos en su socorro!

—¡Es inútil! —repuso el veneciano—. ¡Ya estoy!

Una ola le había cogido y le impulsaba hacia el escollo. Se le vió un instante sobre el lomo de la ola, cerca ya de las rompientes, y enseguida se oyó un grito de dolor.

—¡Rayos! —tronó el genovés, palideciendo—. ¡Marino!

—¡Aquí estoy, camarada! —contestó el maltés, que descendía a escape por la escollera para ir en socorro del pobre veneciano.

—¿Le ves?

—¡No! —dijo Marino con voz ahogada—. ¡Ya no le veo!

Enrique se había dejado escurrir desde la cima del promontorio.

Echó una rápida mirada aprovechando la luz de un relámpago, pero tampoco vió al señor Albani.

Una emoción horrible descompuso las facciones del valiente marinero, mientras un grito de desesperación se escapaba de su pecho.

—¡Perdido! ¡Muerto quizá! —exclamó con voz agitada—. ¡Marino, es preciso buscarle!

Los dos marineros, sin reparar en el peligro, habían llegado a la base del escollo y empezaron a recorrer las peñas, luchando de un modo desesperado con las olas, que amenazaban con envolverlos y llevárselos mar adentro.

Parecían locos de dolor. Se metían por entre los bancos y las rocas que circundaban el gran escollo, llamando a gritos a su desgraciado compañero; caían bajo el empuje brutal, irresistible, del agua; pero volvían a levantarse, sin hacer caso de las contusiones ni de las agudas puntas que les destrozaban los pies, y continuaban su busca, corriendo de una parte a otra y redoblando sus gritos y llamadas.

¡Ay, ninguna voz humana les respondía! Tan solo el silbido del viento y el mugir del mar tempestuosos se oían alrededor del solitario escollo.

Después de una hora de sobrehumanos esfuerzos, ensangrentados, rotos, fatigados, desanimados, se vieron en la precisión de renunciar a aquella lucha, que podía serles fatal a ellos también.

Marino tuvo que coger a Enrique, porque el bravo marinero estaba decidido a dejarse llevar por las olas, pues no quería interrumpir su obra, aun hallándose como se hallaba, casi sin fuerzas para mantenerse en pie.

—¡Ven camarada! —dijo el maltés, empujándole bajo una roca para ponerle a cubierto del viento y de la lluvia, que comenzaba a caer a torrentes.

—¡Es preciso seguir buscándole, Marino! —sollozó el marinero—. ¡No; no puede haber muerto!

—Lo buscaremos más tarde. Tu ya no tienes fuerzas y yo no puedo tenerme derecho.

—¿Crees que esté muerto?

—¡No desesperemos, Enrique! Pueden haberle llevado las olas lejos de aquí, sobre los parapetos de Levante o del Mediodía.

—¡Pero no han contestado a nuestras voces!

—Con este ruido ensordecedor no nos habrá oído.

—¡Pobre señor Albani! ¡Vamos a buscarle, Marino!

—¡Pero con esta oscuridad es imposible!

—¡Vamos te digo!

—¡Van a arrastrarnos las olas!

—¡Lo buscaremos sobre la playa! ¡Es preciso que le encuentre, vivo o muerto!

El marinero, que estaba fuera de sí, se había levantado haciendo un llamamiento a toda su energía, y, seguido por el maltés, recorrió la playa y las peñas, uniendo sus llamadas a los mugidos de la tempestad.

Se detenían de tiempo en tiempo, pues se les figuraba oír entre los silbidos del aire la voz del desgraciado compañero; enseguida volvían a indagar, llegando hasta la línea de los rompientes.

Llovía a torrentes. La oscuridad era tan profunda, que no había posibilidad de distinguir nada a seis pasos de distancia; pero los marineros no cejaban. Encorvados, para no ofrecer tanta resistencia a los soplos del huracán; calados de agua salobre y dulce; descalzos, pues habían perdido los zapatos, ya muy maltratados, registraban las cavidades abiertas en las peñas, dentro de las cuales entraban las olas lanzando mugidos atronadores; las grandes hendiduras, y ayudándose el uno al otro.

Menudeaban las llamadas para dominar el fragor de la tempestad, pero sin obtener respuesta. Exhaustos por completo, se detuvieron por segunda vez dentro de una oquedad situada en el parapeto de la escollera septentrional.

—¡Ha muerto! —sollozó Enrique—. ¡Se lo ha tragado el mar!

El maltés no contestó; también él había perdido toda esperanza.

—¿Qué vamos a hacer nosotros sin ese hombre, que era nuestra providencia? —continuó el marinero con creciente desesperación—. ¿Qué me importa ya esta isla sin él? ¡Y todo por salvaros a vosotros, a unos incendiarios!

—¡Enrique! —dijo Marino con dolor.

—¡Sí, por salvaros! —repitió el genovés con voz ronca—. ¡Si no fuese por vosotros, no hubiéramos emprendido este fatal viaje!

—¡Es verdad! —murmuró el maltés—. ¡Tienes razón para culparme, pero yo encontraré al señor Albani o me tragará el mar!

—¡Te digo que ha muerto!

—¡Por lo menos encontraré su cadáver!

Se había levantado e iba a descender, cuando entre los ruidos de la tempestad, le pareció oír una voz humana. Volvió rápidamente adentro, gritando:

—¿Has oído, Enrique?

El marinero, abstraído en su dolor, no le escuchaba.

—¿No has oído? —repitió el maltés, sacudiéndole.

—¿Qué? —preguntó el marinero, levantando la cabeza.

—¡Una voz humana!

—¿Dónde?

—Ahí abajo —dijo el maltés, indicando la punta extrema del escollo.

—¿Será él?

—¡Calla!

Entre los rugidos del viento y de las olas se oyó un grito. Parecía que alguien pedía socorro.

Enrique se puso en pie de un salto.

—¡Sí! —exclamó—. ¡He oído, Marino!

—¿El señor Albani?

—¡No lo sé, pero corramos!

Se lanzaron fuera los dos, dejándose escurrir por la pendiente, a pique de romperse las piernas en las escolleras.

La voz se oía, pero a intervalos, y parecía la del señor Albani. Venía de la punta extrema del escollo; pero dicha parte estaba llena de cortaduras, pues más bien era una serie de peñas aisladas y fragmentos de roca caídos roca caídos de lo alto, todo lo cual obligaba a los marineros a marchar con cuidado para no resbalar o precipitarse al abismo, abierto a cada instante a sus pies.

Al cabo de diez minutos llegaron a la punta dicha, la cual, a causa probablemente de su forma, estaba todavía más aislada de rocas y corroída por las olas que de continuo la combatían. Se detuvieron un instante, escuchando atentamente, y oyeron con claridad una voz extenuada que pedía socorro, pero que parecía que salía de las olas.

—¡Mil millones de rayos! —gritó Enrique—. ¡Está en el agua todavía el señor Albani y no tenemos ni una luz para guiarle!

—¡No es posible que esté nadando todavía! —dijo el maltés—. ¡Hace dos horas, por lo menos, que se ha volcado la chalupa, y ningún nadador podría resistir tanto tiempo con este oleaje!

—¡Pues te digo que viene del mar! ¿Oyes?

No era posible engañarse; la voz resonaba en la base del escollo; pero, cosa extraña, la voz más parecía salir de debajo de la tierra que no de entre las olas.

—¡Señor Albani! —gritó Enrique—. ¿Es usted?

—¡Sí! Respondió la voz un instante después.

—¿Está nadando todavía?

—¡No, estoy ahogándome!

—¡En nombre de Dios, diga donde está!

Esta vez no obtuvo contestación.

—¡Bajemos Marino! —dijo Enrique—. ¡Por fuerza está agarrado a los escollos!

Descendieron y se entraron adelante, luchando contra las olas, que por todas partes los asaltaban. Cogidos de una mano para estar prontos a prestarse ayuda, llegaron poco a poco ante una negra boca, que parecía internarse en el parapeto de la costa.

—¡Una caverna marina! —exclamó el maltés.

—¡Entremos! —repuso Enrique, con resolución.

—¿No nos ahogaremos ahí dentro? ¡La invaden las olas!

—¡No importa! ¡Adelante!

Esperaron a que la ola levantada por el viento se rompiese, y enseguida se deslizaron dentro de aquella tenebrosa galería, donde rugía el agua, estrellándose contra las paredes.

—¡Señor Albani! —gritó Enrique—. ¿Está usted aquí?

—¡Socorro, Enrique! —articuló una voz desmayada.

El marinero, suspendido por una nueva ola, que se arrojaba dentro del antro con fragor infernal, se dejó llevar adelante, y fue a caer contra in cuerpo que no tenía la consistencia de la roca y que parecía acostado en el fondo de aquella caverna.

Acordándose en aquél instante del horrible cefalópodo que le asaltó en la caverna de la isla, se puso en pie para huir, pero le contuvo un gemido.

—Pero ¿es usted, señor Albani? —gritó.

—¡Ayúdame, Enrique! —dijo el veneciano—. ¡Las olas me ahogan!

—¡Mil terremotos! ¡Usted, señor! ¿Está usted herido acaso? —preguntó, precipitándose hacia su desgraciado compañero.

—¡Sí, Enrique, sácame de aquí!

El marinero se inclinó, buscándolo a tientas, hasta que lo encontró, entonces lo cogió entre sus robustos brazos, apretándole contra su pecho; Marino iba en su ayuda.

Esperaron a que la ola desalojase y salieron precipitadamente de la caverna, corriendo a lo largo de la costa para no verse arrojados contra los escollos, al cabo se detuvieron, tendiendo al señor Albani en el lugar menos expuesto al viento y la lluvia.

—¡Gracias amigos! Balbució con voz débil.

—Dígame usted, señor: ¿dónde está herido? —preguntó el marinero, cogiéndole la cabeza.

—¡Estoy lleno de contusiones, pero creo que no será cosa grave! ¡Me parece que tengo rotas las costillas, tan violento fue golpe que recibí de la ola que me arrojó contra las peñas!

—¡Gran Dios!

—Tranquilízate, Enrique; no tengo nada roto —dijo Albani, esforzándose por sonreír—. ¿Y la chalupa?

—Perdida, señor; pero dejémosla que el mar se la lleve a donde quiera y cuidemos de usted. ¿Qué es lo que debemos de hacer?

—¿Qué? ¿Querrás acaso llamar a un médico?

—¡Bromea usted, hombre admirable!

—Déjame descansar, que por ahora no necesito más.

—¡Pero debe usted de sufrir mucho!

—¡Bah! ¡Todo pasará, Enrique! Mañana por la mañana veremos si se ha estropeado algún resorte de mi máquina, aun cuando espero que estará todo intacto. Lo que tengo es que estoy desencuadernado, eso es todo.

—¿Hacía mucho tiempo que estaba usted en aquella caverna?

—Un par de horas o algo más.

—¿Le llevaron hasta allí las olas?

—No lo sé. Cuando me arrojaron contra los escollos recibí tal golpe, que casi perdí el sentido. De lo que sucedió después no me he dado cuenta, únicamente sé que al volver en mí me encontré en el fondo de la caverna, que invadían las olas a cada instante, y que concluirían por ahogarme. Haciendo un esfuerzo enorme, me arrastré hasta la extremidad del antro, y allí me desvanecí por segunda vez.

—¿No oyó usted nuestros gritos, señor? —preguntó Marino.

—Era imposible oírlos con el fragor ensordecedor que producían las olas al penetrar en la caverna.

—¡Le teníamos por muerto! —dijo Enrique—. ¡Que desgracia para nosotros si usted hubiera llegado a faltarnos!

—Ahora ya hubierais podido arreglaros sin mí.

—¡No señor! ¡Sin usted, nuestra isla ya no tendría atractivo!

—¡Bravo muchacho! —murmuró el señor Albani conmovido—. ¡Cuánto cariño hay en estos hombres de mar!