EL MALTÉS
HABÍAN salido del bosque que cubría la pequeña península y que formaba el límite extremo de la costa meridional.
El terreno se elevaba suavemente en forma de colina sombreada por arequias, plátanos silvestres, manigua y «rotangs», que se alargaban sobre la pendiente como serpientes desmesuradas.
Un hombre subía penosamente apoyándose en un palo. Tendría unos treinta años y era de alta estatura; pero tan flaco estaba, que las desgarradas prendas de si vestimenta le danzaban como podrían hacerlo sobre un esqueleto ambulante.
Sus cabellos y su barba, inculta y negrísima, le daban un aspecto salvaje.
—¡Es él; es Marino! —repitió el marinero.
—¡En que estado! —exclamó Albani con voz conmovida—. Si tardamos más tiempo en buscarle, no hubiéramos encontrado más que su cadáver.
—¡Eh! ¡Marino! —gritó el marinero, que parecía haber olvidado ya sus propósitos de venganza.
Al oírse llamar por su nombre, el maltés se detuvo de pronto, echando en torno suyo una mirada apagada; después, haciendo un supremo esfuerzo, apretó el paso como si tratase de huir.
—¡Párate, desgraciado! —gritó el veneciano—. ¡No queremos hacerte daño!
El náufrago parecía que no le oía. Agarrándose a la maleza, a las raíces, a las piedras, continuaba huyendo hacia la cumbre de la colina. Debía de estar exhausto de fuerzas, porque vacilaba a cada paso y parecía que iba a caer para no levantarse más.
Los dos Robinsones le seguían escalando rápidamente las rocas y diciéndole que se detuviese; pero sin éxito. Un miedo invencible invadía al maltés, que sin duda había reconocido ya a sus perseguidores.
De repente, después de haber remontado una roca, las fuerzas le fallaron y cayó en medio de una porción de maleza, de donde no pudo levantarse.
En pocos saltos, Albani y el marinero le alcanzaron.
—¡Desgraciado! ¿Adónde querías huir? —le preguntó el marinero.
El maltés abrió los ojos semiapagados, y dijo con voz ronca:
—¡Los vengadores! ¡Mejor…; así concluiremos!
—¡No; no hay vengadores! —dijo Albani—. ¡No es a nosotros a quien corresponde vengar a las víctimas del «Liguria», que vosotros incendiasteis!
Al ir estas palabras, un relámpago iluminó la mirada del maltés.
—¡Incendiada! —exclamó—. ¿Incendiada por quién?
Enseguida, fijando una mirada ansiosa en los bolsillos de sus perseguidores, que parecían llenos, murmuró con voz apagada:
—¡Me muero de hambre!
El marinero se sintió conmovido con aquella exclamación. Metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de bizcochos y se los puso delante, diciéndole con una cierta emoción, que en vano trataba de ocultar:
—¡Toma camarada!
El maltés se abalanzó sobre aquellos bizcochos con la avidez de un lobo que hubiera ayunado tres semanas y los devoró.
—¡Ahora un sorbo! —continuó el marinero, dándole un frasquito de bambú lleno del jugo fermentado de la «arenga sacarífera»—. ¡Esto te hará bien!
El náufrago bebió el contenido y devolvió el frasquito, diciendo:
—¡Gracias, Enrique! ¡Así es como pagáis a los canallas de mi especie!
—¡Déjate de eso! Nosotros lo hemos olvidado todo; ¿verdad, señor Albani?
—Sí —respondió el veneciano.
El maltés los miró detenidamente, y sus ojos hundidos se fueron llenando de lágrimas poco a poco.
—Pero ¿es cierto que el «Liguria» ha sido incendiado? —preguntó lanzando un sollozo.
—Sí —repuso Albani con voz grave—. Habéis cometido una infamia que ha costado la vida a casi toda la tripulación.
—¡Eso no; no, señor! —exclamó el maltés—. Harry me juró que había prendido fuego a unos trapos impregnados en petróleo para asustar a la tripulación e impedirles darnos caza.
—Pues, en vez de eso, prendió fuego a la despensa para desencadenar un incendio horrible y hacer saltar el barco.
—¡Entonces ese infame me mintió! ¡Señor Albani, Enrique, por la memoria de mi madre, les juro que yo no encendí el fuego y que Harry me engañó! Pero ¿es como lo dicen? ¿Voló el «Liguria»?
—Con toda la tripulación.
—¡Entonces, mátenme ustedes! ¡Tienen derecho a hacerlo!
—No; la tierra de los Robinsones italianos no se manchará con un delito. Te traemos el perdón.
El maltés se había puesto de rodillas a los pies de ambos y lloraba. El marinero y el veneciano lo levantaron, diciéndole:
—¡No se hable más de eso; todo se ha olvidado!
—¡Gracias, señores! ¡De hoy en adelante seré su esclavo!
—Esclavo, no; amigo. ¡Ven a la chalupa!
—¡No por ahí, no! —dijo con terror el maltés, viendo que el veneciano descendía en dirección a la choza—. ¡Allí está Harry!
—Le hemos visto, Dime: ¿hace mucho tiempo que ha muerto?
—Siete días, señor.
—¿De que ha muerto?
—Por comer un pescado.
—¡Lo había supuesto!
—Yo había ido al bosque en busca de frutas, pues no teníamos otra cosa que llevarnos a la boca, y Harry bajó a la playa a buscar ostras y otros mariscos. Cuando volví, le vi revolcándose por la tierra, presa de atroces dolores. Al principio creí que había sido mordido por una serpiente. Al principio creí que había sido mordido por alguna serpiente venenosa; pero como le preguntase que sucedía, me señaló los restos de un pescado que había asado y comido. Traté de calmar sus dolores haciendo hervir en una cartuchera unas hierbas que parecían medicinales, pero no le sirvieron, porque el desgraciado dejó de existir tres horas después. Entonces me acometió un miedo horrible y vine huyendo a esta colina. Hace siete días que ando errante por la espesura como un animal salvaje, muerto de hambre y sin ánimos para descender a la choza. Sepa usted, señor, que hemos sufrido mucho. ¡Ya ve usted a que estado misérrimo me hallo reducido! ¡No tengo más que piel y huesos!
—¿No os dirigíais a las costas de Borneo?
—Sí, señor; pero como no teníamos brújula, tuvimos miedo a perdernos y alejarnos más, y volvimos hacia el Norte, con la esperanza de llegar al archipiélago Zulú, hasta que una noche naufragamos en esta costa. La chalupa se había deshecho contra la escollera, y solo a fuerza de fatigas enormes pudimos llegar a tierra con un fusil, treinta cargas y algunas botellas de Marsala. Mientras tuvimos pólvora y balas, pudimos vivir mejor matando pájaros; pero cuando se terminaron las municiones, nos encontramos frente a frente con el hambre. Las frutas de la floresta no eran suficientes para mantenernos, y fuimos perdiendo fuerzas, concluyendo por pasar ayunos tremendos, que nos redujeron al estado de esqueletos vivientes.
—¡Una pregunta!
—Hable usted, señor.
—¿Sabíais que nosotros estabamos aquí?
—Si —respondió el maltés—. Emprendimos un viaje a través de la isla, esperando encontrar indígenas, y un día los vimos cultivando un huertecito.
—¿Y porqué no fuisteis a pedir hospitalidad?
—Por miedo a que nos prendieran y nos ahorcasen, como tenían derecho a hacerlo. Antes habíamos visto a Piccolo Tonno. ¿Se ha quedado en la chalupa?
—No; está en la cabaña.
—¡Una cabaña, un huerto, una chalupa, un recinto con animales, monos!… ¡Ah! ¡Cuánto los hemos envidiado, señor Albani! ¡Ustedes en la abundancia y nosotros muriéndonos de hambre! ¡Oh! ¡Crean ustedes que hemos expiado nuestro delito!
—No tendrás nada que envidiarnos, Marino. Desde ahora en adelante formarás parte de nuestra familia, y todos trabajaremos por el bienestar de la pequeña colonia. Vámonos a la chalupa. Enrique; ya no tenemos nada que hacer aquí.
Descendieron de la colina y abriéndose paso a través de la floresta, llegaron a la playa, que recorrieron hasta la pequeña bahía, cerca de la cual estaba amarrada la chalupa.
Dirigieron una postrera mirada hacia la choza en la cual dormía Henry, el maltés, su último y eterno sueño; despegaron la vela y, tomando la mar alta a toda prisa, viraron sobre la península, pues querían visitar las costas orientales de su posesión.
A aquella península se la llamó península de Harry, en recuerdo del desgraciado maltés.
El mar no estaba tan tranquilo como antes, pues la brisa habían aumentado. Del Este venían largas olas que iban corriendo a romperse con estrépito sobre las escolleras, saltando y lanzando a lo alto sus espumas.
También el cielo, tan limpio por la mañana, se cubría de nubes procedentes del Sudoeste, que amenazaban cubrir el cielo y descargar un fuerte aguacero sobre la isla.
Sin embargo, los Robinsones, viendo que, a pesar de su pesadez, la chalupa saltaba ágilmente sobre las olas, continuaron navegando a lo largo, pues tenían prisa por llegar a su vivienda.
El señor Albani seguía apuntando las playas, ensenadas, cabos y peninsulillas, poniéndolas a todas un nombre.
Hacia las cuatro de la tarde, estado de la mar empeoró tanto que, comenzaron a inquietarse. Olas altísimas continuaron subiendo del lado del Este, amenazando con hundir la chalupa, e impetuosas ráfagas atirantaban la vela, cuyo mástil se doblaba de tal modo que parecía que iba a romperse.
—Es el mar de fondo —dijo el veneciano—. Debe de haber estallado hacia el Este una tempestad violenta.
—Pues esta mañana el cielo estaba limpio y el mar tranquilo —dijo Enrique—. Y nosotros no hemos oído ningún trueno.
—Las olas de mar de fondo, producidas por una borrasca de mucha duración, recorren distancias increíbles, Enrique. Probablemente la tempestad que ha movido este oleaje tan alto habrá estallado a algunos centenares de millas de nuestra isla, acaso en los parajes de la isla Sanghier o en las Molucas, o quizá en las costas de Mindanao.
—¿Y cree usted que estas olas pueden recorrer distancias tan grandes sin perder su fuerza?
—Sí, Enrique. En el océano Pacífico se han observado olas que venían recorriendo más de mil millas.
—Diga usted, señor Albani: ¿es cierto que en algunas tempestades se han visto olas de cientos de metros de altura? Yo nunca las he visto.
—Son cuentos esparcidos por los marineros. A los que van a bordo, especialmente en naves pequeñas, algunas olas les parecen montañas de agua, de altura inverosímil; pero se ha comprobado que la altura media se reduce a pocos metros.
—¡Oh! ¡Lo que es eso!
—Es ciertísimo, Enrique. Por observaciones muy precisas hechas en el océano Atlántico durante tempestades furiosas, se ha visto que en general, no tienen más de seis metros, sin embargo se han observado algunas que alcanzaron nueve y trece metros de elevación.
—¡Siempre es una buena altura!
—Cerca del cabo de Hornos se han registrado algunas de quince, y el navegante Dumont d’Urville afirmó haber visto varias que superaban los treinta y tres metros.
—¡Que sacudidas tan terribles deben de producir esas masas de agua!
—Para el barco que tenga que soportarlas, tremendas sin duda alguna. ¡Cuidado con la escota! ¡Está para alcanzarnos una ráfaga impetuosa, Enrique!
El viento aumentaba en violencia con la venida de la noche, soplando del Oeste, o sea de tierra, y las olas redoblaban su rabia estrellándose con mayor ímpetu contra la chalupa.
Los Robinsones habían llegado a un lugar peligrosísimo, erizado de bancos y escolleras a flor de agua, muy difíciles de sortear.
No era prudente seguir en el mar con aquel huracán, que crecía visiblemente, sobre todo con aquella chalupa tan pesada y falta de quilla; así, pues, decidieron dirigirse hacia la costa.
Desgraciadamente, los bancos y las sirtes crecían en número hacia la izquierda, y, para colmo de la desventura, el viento era contrario y tendía a lanzarlos a alta mar.
—¡Mil terremotos! —exclamó el genovés, que comenzaba a inquietarse—. ¡Me parece que va a ser difícil arribar, señor Albani! ¡Es preciso virar mar adentro, o perderemos la chalupa!
—¿No se ve ningún paso entre los escollos?
—Es imposible verlo con esta oscuridad que se nos viene encima y con esta espuma que deslumbra. ¡Corremos el peligro de chocar!
—Y mar adentro engruesan las olas —dijo Marino.
—Tentemos la suerte, amigos míos.
—¡Es imposible, señor! —repitió Enrique—. ¡No se puede pasar!
—En ese caso viremos a alta mar.
Volvieron la popa a la isla y se alejaron hacia el Este, para poder remontar los bancos y las escolleras, pero estos parecían que se extendían mucho, porque a dos millas de distancia se veían las olas levantarse a prodigiosa altura, cual si encontrasen continuos obstáculos.
En tanto el mar seguía embraveciéndose de un modo espantoso y el viento ululaba entre el cordaje de la pequeña chalupa. La noche había descendido con gran rapidez, y las tinieblas, esclarecidas de tiempo en tiempo por un relámpago, hacían más crítica la situación de los Robinsones, pues apenas podían divisar los rompientes, que se multiplicaban delante de ellos.
Colocado en la proa, Enrique miraba afanosamente y señalaba al veneciano donde rompían las olas; pero no siempre podía ver los escollos o presentir la cercanía de los bancos submarinos. Ya por dos veces había tocado la chalupa en alguno de aquellos obstáculos, corriendo el peligro de volcar o partirse.
Marino, con la escota en la mano estaba siempre pronto a restringir el viento de la vela o a dejarle andar soltando cabo, y Albani maniobraba con el largo remo que servía de timón.
Se habían alejado de la isla cinco o seis millas; pero la fila de escollos continuaba alargándose, sin permitirles el paso. Afortunadamente, la chalupa resistía la furia del viento y del mar, pero danzaba de un modo desesperado, precipitándose con sacudidas inquietantes en el vacío que formaban las olas y embarcando agua de cuando en cuando.
De pronto, a la luz de un relámpago, Enrique descubrió hacia el Este una masa oscura, que parecía ser un escollo de grandes dimensiones o un islote.
—¡Rayos y terremotos! —exclamó.
—¿Qué hay? —preguntó Albani.
—¡Me temo señor que tengamos que remontarnos muy lejos si hemos de doblar esta condenada cadena de rompientes! ¡Se me figura que termina en un islote que he visto hacia el Este!
¿Está muy lejos?
—A varias millas aún.
A pesar de su valor extraordinario, Albani experimentó verdadera inquietud.
—Y¿Y si intentásemos el regreso?
—¡Tendremos olas de proa, señor! —contestaron Enrique y Marino.
—¡Es verdad, y la chalupa correría el peligro de hundirse de pronto! Pero no me atrevo a alejarme tanto de la isla, amigos míos.
—La chalupa resiste, señor —dijo el genovés—. Si se pudiese virar sobre esta escollera, encontraríamos de la parte de allá un mar más tranquilo, pues todas estas sirtes le forman una muralla.
—Pero las olas aumentan y están a punto de romper el remo; por su parte el viento del Oeste sopla con más furia.
—¡Condenado huracán! —exclamó Enrique—. ¡Es preciso seguir adelante, señor! ¡El peligro está lo mismo delante que detrás de nosotros!
—¡Coge otro rizo más, Marino! —dijo Albani—. ¡Adelante y que Dios nos proteja!
La chalupa, impulsada por aquel ventarrón furioso, en aumento siempre, bogaba como una flecha.
No obstante su pesadez, saltaba atrevidamente sobre las olas, viéndosela tan pronto sobre las crestas espumantes, lo mismo que un martín-pescador, como hundiéndose en el vacío, del cual volvía a salir; pero embarcaba siempre agua.
Enrique había tenido que dejar su puesto de observación a proa, y con su gran sombrero de fibras de «rotang» empezó a achicarla para que el barco estuviese más ligero.
Los escollos continuaban siempre a estribor. A la claridad de los relámpagos se veía emerger aquellas puntas agudas y negras, alrededor de las cuales se debatía el mar entre mugidos terroríficos, lanzando a gran altura columnas de espuma.
El escollo grande divisado por el marinero se veía ya claramente a la lívida luz de los relámpagos.
Parecía ser la extremidad de un monte submarino, con los flancos rocosos y la base corroída de mil maneras por la acción eterna de las olas.
Alrededor de aquel picacho solitario, las masas de agua se deshacían rabiosamente, extendiéndose la espuma sobre otros escollos pequeños.
—¡Atención, señor Albani! —gritó de improviso Enrique, que había vuelto a su puesto en la proa—. ¡Rompientes a babor!
El veneciano que se había puesto en pie a fin de estar más pronto para la maniobra, puso el remo a orza, y Marino dejó correr la escota de la vela.
La chalupa estaba entonces frente al escollo y se preparaba para virar en redondo.
—¿Ves algo delante de nosotros? —preguntó Albani.
—Me parece que el mar está libre delante del escollo.
—¿Podemos virar?
—Eso creo, señor.
—¡Vira! —gritó Albani.
Apenas había dado la orden, cuando una ola gigantesca, cogiendo de través a la chalupa, la lanzó fuera de ruta y hacia la parte oriental del escollo.
Se oyó un golpe violento seguido de tres gritos de espanto.
La «Roma», volcada por el ímpetu de la ola, volvió a enderezarse, y enseguida desapareció en medio de la espuma; mientras tanto el huracán redoblaba su violencia.