CAPÍTULO XXVIII

UN TRISTE DESCUBRIMIENTO

¿POR QUÉ serie de vicisitudes los malteses, que se escaparon en la chalupa muy pocos momentos antes de que estallara el fuego a borde del «Liguria», habrían retrocedido cuando parecía que se dirigían a las costas septentrionales de Borneo?

¿Los habría rechazado alguna tempestad que los obligara a virar hacia el Norte para atracar en alguna de las islas del archipiélago Zulú, o después de trece días de navegación por amplio mar, escasos de víveres y acaso sin agua, no habrían tenido más remedio que poner proa a la isla?

Fuese lo que quisiera, los Robinsones sabían ya quiénes eran los individuos que habitaban en la costa meridional y sabían asimismo con que clase de hombres, quizá peligrosos, todavía tenían que habérselas.

—¡Los traidores! —exclamaba el marinero con voz ronca—. ¡Iré a matarlos!

El señor Albani no había contestado nada a tan fiera amenaza, que revelaba el odio del marinero hacia los autores probablemente voluntarios, de la tremenda catástrofe. Se limitó a cruzarse de brazos y a mirar con gran serenidad la cara del genovés, todavía alterada por una cólera salvaje.

—¡Embarquémonos señor! —dijo Enrique—. ¡Vamos a vengar a las víctimas del «Liguria»!

Albani no se movió. Probablemente, en aquellos momentos se libraba una batalla en el fondo de su corazón entre el deseo de olvidarlo todo y el de seguir al marinero en sus resoluciones de venganza.

—¡No, Enrique! —dijo de pronto—. El sol se va a poner, y en estos parajes que no conocemos puede haber escollos peligrosos para nuestra chalupa.

—¡Nos sostendremos a distancia de la costa, señor!

—No tenemos ninguna prisa, y podemos acampar sobre esta roca.

—¡La prisa la tengo yo, señor Albani! ¡Sorprenderemos durmiendo a esos dos miserables y los mataremos!

—Nosotros no podemos erigirnos en jueces, Enrique.

—¿Y aun quiere usted dejarlos vivir?

—La desgracia los habrá domado.

¡Señor, acuérdese que hicieron volar la nave!

—Puedes engañarte: no sabemos si el incendio habrá sido casual.

—¡Ah! ¡Yo nunca los perdonaré!

¡Yo los perdono!

—¿Usted?

—Sí, Enrique. Yo no permito que los Robinsones italianos manchen con un delito su isla. ¡No amigo mío! Seamos generosos, y en vez de castigarlos, unamos nuestros esfuerzos con los suyos por el bienestar de todos.

—Pero, señor Albani…

—Si son culpables, Dios los castigará.

—¡Sea —dijo el marinero— pero antes han de oírme!

—Anda —repuso el veneciano—. Ve a atar el barco mientras yo improviso un atienda donde pasar la noche.

—¿Está usted decidido a pernoctar sobre esta roca?

—No me parece prudente aventurarme en esta costa, desconocida para nosotros, y en la cual puede haber escollos bajo el agua. Al amanecer desplegaremos las velas y al mediodía llegaremos, con seguridad, a la costa meridional de la isla.

El marinero, que parecía haber apagado sus deseos de venganza, descendió de la roca y fue a atar la chalupa de modo que el reflujo de las aguas no se la llevase mar adentro; mientras tanto, el señor Albani había cortado algunas hojas gigantes y ramas, con las cuales improvisó un cobertizo.

Cenaron una cacatúa negra, que habían asado por la mañana y algunos bizcochos, y colocándose al lado las cerbatanas, se durmieron, seguros de que no habían de ir a atacarlos a lo alto de la roca hombres ni fieras.

La noche pasó tranquilamente. Algunas veces los despertaron los roncos gritos de los tigres; pero ninguno se había atrevido a subir a la peña.

Al amanecer, los dos Robinsones se pusieron en viaje, con una brisa fresca del Norte y Noroeste. El tiempo seguía espléndido y el mar tranquilo; solamente la resaca se debatía con furia contra las costas y los arrecifes, a causa, sin duda, de la gran profundidad del agua y de los múltiples escollos que allí había.

La isla comenzaba a replegarse hacia el Sudeste, sin ofrecer bahía alguna. La gran montaña que dominaba aquel pedazo de tierra perdido en el mar Zulú aparecía muy lejos.

Faltaba muy poco para que la chalupa virase sobre la punta extrema meridional, que se alargaba en forma de península estrecha y muy baja; tan baja, que por entre los claros de los bosques veía el marino, que iba en pié sobre el banco, el mar de la costa oriental.

A eso de las diez, el señor Albani señaló con el dedo una larga escollera, y en la playa, otra percha con un pedazo de trapo en la punta.

—Allí deben de tener la cabaña —dijo el veneciano—. Aquélla es la punta más meridional de la isla.

—¡Ah! ¿Están ahí? ¡Canallas! ¡Tengo curiosidad por ver la cara que ponen al encontrarse con sus víctimas!

—Su aislamiento y la lucha por la vida los habrá amansado, Enrique.

—Sin embargo no dejaré mi cerbatana; y al primer movimiento ofensivo que hagan, ¡le juro, señor Albani, que les envío un par de flechas envenenadas a esos traidores!

La chalupa se encaminó derechamente hacia aquella señal, que se alzaba al lado de un grupo de árboles muy altos. Los dos náufragos aguzaban la mirada, esperando ver aparecer en la playa a los dos traidores; pero en vano.

Solamente se veían sobre la escollera, tranquilamente acurrucadas, una porción de anhingas.

—¿Adónde se habrán ido? —dijo el marinero—. Cuando estos pájaros que son tan desconfiados, están ahí, es señal de que no hay habitantes en las cercanías.

—Pronto lo sabremos —repuso el veneciano, que parecía un poco contrariado.

En breves minutos la chalupa recorrió la distancia y tocó la arena en un pequeño seno defendido por una escollera coralífera. La ataron a una roca, se armaron con sus cerbatanas, no sabiendo que acogida tendrían, y desembarcaron. La primera cosa que cayó bajo sus miradas fue un resto de chalupa; un pedazo de popa, un pedazo de la quilla y un pedazo de costillaje, sobre el cual todavía se veían pintadas letras rojas que decían: «Liguria - Génova».

—¿Conque han naufragado? —se preguntó el veneciano.

—A lo que parece, así debe ser —repuso el marinero—. Las olas habrán estrellado la chalupa contra la escollera. Dios los ha castigado.

—Pero ¿donde tendrán la cabaña? —dijo el veneciano.

—Quizás detrás de aquella espesura.

Subieron por las peñas y se internaron en el bosque, marchando con precaución y sin hacer ruido. A los pocos minutos encontraron una choza con el techo medio hundido, construida con ramas de árboles y rodeada de una pequeña empalizada de bambú. En el suelo, y fuera de la choza había plumas de pájaros, tizones apagados, trozos de botellas y guiñapos. De aquella pocilga salía un olor acre insoportable.

—Ahí dentro se pudre algo —dijo el marinero, deteniéndose.

—Es olor de carne corrompida —respondió el veneciano palideciendo—. ¿Habrán muerto los dos náufragos?

—¿Los habrán matado? ¡Es el olor de muerto!

—¡Vamos adelante, Enrique!

—Llamémosles primero. ¡Ohé! ¡Marino! ¡Harry!

Nadie respondió; pero, en cambio, salieron varios animalejos muy extraños, semejantes a los erizos, aunque mayores, con el cuerpo lleno de púas y el hocico largo y fino, la boca muy pequeñita y las zarpas armadas de uñas.

—¿Qué animales son esos? —dijo el marinero, dando u salto atrás.

—Equínidos —contestó el veneciano—. Son los animales mas extraños que existen, y todavía no se sabe cómo se reproducen, pues están más conformados como pájaros que como cuadrúpedos.

—¿Son peligrosos?

—No; no pueden ni morder. ¡Vamos adelante, Enrique!

A pesar del hedor horrible que salía de ella, los dos Robinsones entraron en la choza; pero se detuvieron enseguida lanzando un grito de horror.

Allí, tendido sobre un montón de hojas secas, estaba un hombre con los músculos enteramente podridos, flaco como un faquir indio, con el huesudo pecho medio desnudo, las manos contraídas convulsivamente y en plena putrefacción.

Alrededor suyo veíase un fusil; una cartuchera, que debía de haber contenido pólvora; los restos de un pescado, y algunos guiñapos.

A los dos Robinsones les bastó una mirada para reconocer a aquel hombre.

—¡Harry! —exclamaron.

—¡Muerto! —dijo el genovés—. ¡Asesinado quizá por su compañero!

—No —dijo Albani—; no veo que tenga herida alguna.

—Entonces, ¿ha muerto de alguna enfermedad?

En vez de responder, el veneciano se inclinó sobre los restos del pescado.

—¡La justicia de Dios le ha castigado! —murmuró.

Cogió el fusil, miró la cartuchera para ver si contenía pólvora todavía, y volvió a tirarla al suelo al encontrarla vacía; enseguida salió rápidamente, seguido del marinero.

—Busquemos a Marino —dijo—; si ha comido de ese pescado no puede estar muy lejos.

—¿Qué pescado? ¿Qué es lo que ha sucedido, señor? —preguntó Enrique.

—Ese desgraciado Harry ha muerto envenenado.

—¿De qué manera?

—Ha comido un tetrodón.

—No comprendo.

—El tetrodón es un pescado muy venenoso, probablemente esos dos náufragos, que habían sufrido largas privaciones desde que se quedaron sin pólvora, a juzgar por la horrible flaqueza de Harry, han pescado tetrodones y se han envenenado.

—Pero ¿son tan peligrosos esos peces?

—Sí. En estos mares, como también en los de Australia y en el Océano Pacífico, hay algunos pescados que no se pueden comer sin peligro. Quirós y Cook, esos dos grandes navegantes, estuvieron a punto de morir por haber comido esta clase de pesca; y los isleños de estas regiones saben que los tetrodones son venenosísimos.

—Pero ¿y Marino?

—O ha huido al ver morir a su compañero, o ha muerto en el bosque.

—¡Dejemos que se lo coman los tigres y volvamos a nuestra cabaña! ¡Estoy inquieto por Piccolo Tonno!

—No, Enrique; primero debemos asegurarnos respecto a la suerte que ha corrido Marino.

—Probablemente, los tigres habrán devorado su cadáver.

—Estará el fusil.

—¿Cree usted que esos bribones han concluido las municiones?

—Seguramente. Debieron de huir con muy pocos tiros.

—Siendo así, se habrán encontrado enseguida frente a frente con el hambre, mientras que nosotros, que hemos desembarcado sin armas y sin nada, nadamos en la abundancia, gracias a usted; pues sin usted, Piccolo Tonno y yo nos hubiéramos encontrado enseguida en las mismas condiciones que los dos malteses.

Sin embargo, en esta misma isla abundan los árboles frutales, y para dos marineros no puede ser difícil proporcionarse mangostanes, duriones, nueces de coco, etc.

—¿Y crees tú que con las frutas hay bastante para vivir? Durante algunos días, sí; pero después se agotan las fuerzas si no se comen materias suculentas o carne. ¡Quién sabe las panzadas de fruta que se habrán dado esos desgraciados para engañar el hambre insaciable que eles roía las entrañas! Ya has visto el estado en el que hemos encontrado a Harry, y… ¡Toma! ¿Qué es esto? La caja de las cápsulas, vacía —dijo—. Esto prueba que se les han concluido las municiones.

—¡Calle señor!

—¿Qué es?

—¡Mire usted!

—¿Adónde?

—¡Allá arriba, en aquella altura! ¡Es él!