CAPÍTULO XXVII

LOS INCENDIARIOS DEL «LIGURIA»

VEINTE días después del lanzamiento de la chalupa, y habiendo pasado la estación de las lluvias, comenzaron los preparativos para la partida, resueltos ya a explorar la costa meridional de la isla y a saber quiénes eran los misteriosos individuos que habitaban aquella parte de sus posesiones.

Como no podían abandonar a los animales ni tampoco el huerto, porque lo saquearían los monos, resolvieron que se quedaría de guardia en la cabaña Piccolo Tonno. Por su parte, el muchacho había aceptado de muy buena voluntad permanecer en tierra en compañía de «Sciancatello» y de los dos simios, pues quería velar por la conservación de las riquezas acumuladas con tantos trabajos.

En la mañana del 16 de diciembre, el veneciano y el marinero, después de haber embarcado las provisiones necesarias para una semana y de haberse despedido de Piccolo Tonno con un abrazo, saltaron en la chalupa.

—¡No tenga usted cuidado, señor —dijo el mozo—; cuidaré del huerto y de los animales! ¡Buen viaje!

La chalupa bogó mar adentro, rebasada la pequeña península que cerraba por Poniente la bahía, viró costeando la isla. El mozo desde lo alto de la roca, con «Sciancatello» al lado, los saludaba con el sombrero de fibras de «rotang».

Era una mañana espléndida; el cielo estaba purísimo, teñido de color azul intenso, y el sol lucía con todo su brillo alzándose majestuosamente en el horizonte.

El mar, que estaba tranquilo, apenas se rizaba con los soplos regulares del vientecillo del Este. Tan sólo las olas de la resaca, saltando y montándose una es otras y deshaciéndose en una lluvia de oro, rompían junto a la playa.

La chalupa navegaba con rapidez a cuatrocientos metros de la costa; la hinchada vela imprimía una marcha serena a la embarcación, cuya popa dejaba tras de sí una estela de espuma.

El marinero se había colocado cerca de la escota y masticaba dulcemente su «siri», y el señor Albani se sentó al lado de la barra del timón.

Huían con rapidez las rocas y escolleras de la costa; pero los dos Robinsones las observaban cómodamente, manteniendo la chalupa a corta distancia. El señor Albani, que se había provisto de papel y pluma, iba dibujando las puntas, las pequeñas bahías, las escolleras, y poniendo a cada cosa su nombre.

La costa era alta toda ella y muy rocosa, por lo cual resultaba muy difícil de atacar. En la cumbre, los bosques se sucedían unos a otros con lapsos pequeños, casi todos formados por antiguos torrentes.

Se veían masas de árboles: garófanos, ariquias, tamarindos, cocoteros bellísimos, mangostanos y cedros salvajes; enormes plantas de alcanfor, cuyo aroma llegaba hasta la chalupa; duriones altísimos y bambúes desmesurados.

Gran número de pájaros revoloteaban sobre la costa y las escolleras. En las masas de follaje se veían bandadas de papagayos de todos los colores, loros rosa con el cuello negro: cacatúas negras y blancas; terengalos con el dorso color de esmeralda, la cola azul y el vientre de un amarillo dorado; lindísimos pájaros de mar de un color azul metálico por encima y negro reluciente por debajo; espléndidos faisanes; martín-pescadores, que volaban de un modo majestuoso sobre la superficie del mar.

Hacia el mediodía, en el momento en que estaban comiendo algunos bizcochos, los dos Robinsones descubrieron en el fondo de una ensenada, cuyos muros de rocas estaban cortados a pico, unos árboles tan enormes, que ambos lanzaron una exclamación de sorpresa.

Tenían más de cien metros de elevación, y eran tan gruesos, que ocho hombres no hubieran podido abrazar su tronco. Se parecían a los robles gigantes de California, pero tenían flores rosadas muy largas, las cuales exhalaban un perfume tan fuerte, que se extendía a algunos centenares de metros sobre el mar.

—¿Qué árboles son? —preguntó el marinero.

—No lo sé; pero se parecen a ciertos árboles últimamente descubiertos en la isla de Formosa —dijo Albani.

Esos colosos deben tener un bonito número de años.

—Ciertamente que sí, Enrique.

—Dígame usted, señor: ¿viven mucho los árboles?

—Algunos, miles de años.

¡Miles de años! ¿Quiere usted reírse de mí, señor?

—¡Ni mucho menos! Se sabe que los olmos, por ejemplo, viven, por término medio, trescientos sesenta años; los olivos, setecientos; los cedros, ochocientos cincuenta, y los robles, hasta mil quinientos.

—¡Rayos! ¡Mil quinientos años!

—Aun hay plantas de más larga vida. En los anales de la Botánica se registran castaños y plátanos de mil doscientos años, y algunos de dos mil. Y rosales célebres que dieron rosas durante diez siglos. Los árboles que viven más son los boababs, árboles enormes que crecen en África; algunos han visto a los cuales los botánicos no han dudado en atribuirles sesenta siglos de existencia.

—¡Seis mil años!

—Sí, Enrique; seis mil años.

—Y los animales que viven más, ¿cuáles serán?

—Las tortugas gigantes del Himalaya.

—Creí que serían los elefantes.

—No porque esas tortugas pueden pasearse durante quinientos o seiscientos años.

—¡Hermosa existencia!

—No tan hermosa, porque esos animalitos se pasan años enteros en sus conchas y sumidos en una especie de sopor. ¡Cuidado con la vela!, Enrique, tenemos escollos submarinos delante de nosotros, y hay que evitarlos.

Efectivamente delante de la chalupa se veían, a través del agua, puntos grises que tenían extrañas ramificaciones. Algunos de aquellos escollos eran redondos; pero otros, que se veían a mayor profundidad, parecían troncos con ramas, que se alargaban mucho en direcciones varias.

—Son escollos coralíferos —dijo Albani, que miraba con gran curiosidad—. Están en elaboración, y dentro de pocos años, todas esas ramas se hallarán a flor de agua.

—Pero ¿son corales vivos? —preguntó Enrique, estupefacto.

—Vivos, Enrique. Mira en la extremidad de aquellas tramas; ¿qué es lo que ves?

—¡No sé! Una cosa así como florecillas.

—Son grupos de pólipos coralinos.

—Pero ¿cómo se arreglan esos moluscos, que me han dicho que son gelatinosos y pequeñísimos, para hacer esos escollos que parecen de granito?

—Es una cosa facilísima de explicar. Un día cualquiera, y a la profundidad de cuarenta o cincuenta metros, se fija un pólipo coralino; se nutre, crece, echa ramas como una planta y produce huevos, los cuales a su vez, se fijan al cabo de cierto tiempo muy cerca del primero.

—Nacen otros pólipos, crecen y comienzan también a dividirse en ramas.

—Poco a poco la colonia se hace mayor, se entrelaza, y forman un banco rudimentario, llamado ordinariamente «fundamento de coral».

—Sobre ese banco brotan millares de semillas y pólipos, y, por tanto, millares de ramas, que se solidifican y se van elevando y alargando continuamente y entrelazándose, hasta que llegan a la superficie del agua. Entonces es cuando cesan de elaborar, pues los pólipos huyen de la luz directa del sol; pero si no se elevan, se extienden.

—Las olas despedazan a menudo los arrecifes coralinos; pero muy pronto se reparan esos destrozos, sirviendo los pedazos arrancados para cimentar otros bancos. De este modo el escollo puede llegar con el tiempo a ser un isla.

—El coral que sirve de base a las islas construidas por los pólipos, ¿es igual al que pescamos en las costas de Sicilia, de Cerdeña y de Argelia?

—No, Enrique. El coral noble, que tiene aquel bellísimo tono rosado, no se encuentra nada más que en el Mediterráneo. Los pólipos son de una especie algo distinta, y las plantas están revestidas de una membrana con flores, de las cuales salen los pólipos.

—Pero ¿por qué causa tienen aquel tono rosa tan bonito?

—Se creyó en un principio que ese color lo producía el óxido de hierro, pero ahora se ha descubierto que es una particularidad de los pólipos.

—¿Y cree usted que nuestra isla esté sobre bancos coralíferos?

—No, Enrique; pero… ¡mira allá lejos!

—¿Dónde? —preguntó el marinero.

—¡Sobre aquella roca!

El marinero miró en la dirección indicada y, con gran sorpresa descubrió una percha muy alta, en la que ondeaba un trapo blanco.

—¿Una señal? —preguntó.

—Eso parece —repuso el veneciano, poniendo la vara del timón a orza.

—¿Quién la habrá colocado?

—Probablemente, los individuos que han perdido la cápsula.

—Entonces deben ser marineros; si fuesen salvajes, no hubieran puesto esa señal de socorro.

—Eso mismo creo yo.

—¿Habrá algún papel al pié de ese palo? —dijo Enrique.

—Precisamente para saberlo dirijo la chalupa hacia la roca.

—Así nos enteraremos de quiénes son esos hombres —dijo el marinero.

Viraron de bordo y dirigieron la chalupa hacia las escolleras. En aquél sitio se replegaba la costa formando una ensenada profunda, cuya extremidad cerraba una gran peña, que tenía ochenta o noventa metros de altura.

Toda la cresta de la parte alta de la playa estaba cubierta de árboles, sobre los cuales revoloteaban grandes masas de anhingas, pájaros que tienen el cuello tan largo, que se los conoce por eso con el nombre vulgar de «pájaros serpientes». La cabeza es muy pequeña, estrecha y cilíndrica, y termina en un pico muy agudo y derecho.

Estos volátiles son grandes nadadores porque tiene membranas interdigitales, pero en tierra marchan con gran trabajo. Son muy suspicaces, y no merecen siquiera que se les dispare un tiro, porque su carne es detestable.

Embarrancada la chalupa sobre un pequeño banco de arena, el marinero y el señor Albani se dispusieron a escalar la roca, agarrándose a los «rotangs» que salían de lo alto y metiendo los pies en las hendiduras. En diez minutos llegaron arriba. Ante la percha del trapo había un montón de piedras que parecían haber sido acumuladas para ocultar algo.

—Ahí abajo hay algún escrito o cosa parecida —dijo el veneciano.

De un puntapié deshizo el montón, y ante sus ojos apareció una botella, sobre la cual había una etiqueta pegada que decía:

MARSALA PALERNO

Los dos Robinsones se miraron a la cara, grandemente sorprendidos.

—¡Marsala! —exclamó Albani—. ¿Habrá pertenecido esta botella a algún barco italiano?

—Mire usted si tiene dentro algún documento, señor —dijo el marinero, que estaba emocionadísimo.

El veneciano la levantó a la altura de los ojos, y exponiéndola a los rayos de sol vió en el interior un pedazo de papel.

Rompió la botella, cogió el documento que dentro había, lo desdobló y leyó estas líneas, trazadas con lápiz:

«Harry Thompson y Marino Novelli —naufragados el 6 de septiembre de 1842—: Punto meridional de la isla».

De la garganta de ambos Robinsones salieron dos gritos: uno de sorpresa; pero el otros de ferocidad.

—¡Los malteses! —exclamó el veneciano.

—¡Los traidores! Gritó el marinero con un acento terrible de odio. —¡Iré a buscarlos para matarlos!