EL VARADERO DE LA CHALUPA «ROMA»
DURANTE todo el día y toda la noche el huracán siguió reinando sin interrupción, levantando olas de monstruosa altura, arrancando numerosos árboles, especialmente a lo largo de la costa, e inundando los terrenos bajos. El trueno no calló un instante, con gran susto de los animales encerrados en la caverna.
Los Robinsones, aun cuando desearan ardientemente visitar la costa septentrional para apreciar la gravedad de los daños y asegurarse de si los piratas habían descubierto los viveros, cosa que temían, no se determinaban a abandonar su refugio.
Al día siguiente, un fuerte golpe de viento del Este arrojó las nubes al Oeste, y el sol volvió a lucir.
Sabiendo que el buen tiempo debía de durar muy poco, por la proximidad de la estación de las lluvias, los náufragos del «Liguria» aprovecharon aquella tregua para ir a la costa.
Engancharon la babirusa al carretón, y, siguiendo el descampado, se dirigieron hacia el sitio donde dos días antes se elevaba la elegante y atrevida cabaña aérea.
No había rastro alguno de los piratas, pues se habían llevado con ellos no tan sólo las armas de los hombres muertos con las flechas mortales, sino también los cadáveres. Tan solo dejaron abandonadas algunas balas de las culebrinas.
El huracán había causado grandes estragos a lo largo de la costa que recorrían. Numerosos árboles estaban en tierra, arrancados por la violencia del viento o heridos por los rayos; otros muchos aparecían desmochados de hojas y de ramas. En el suelo había montones de fruta de todas las especies y de plantas trepadoras, especialmente de «nepentes» y «cálamos».
Cuando llegaron al descampado, sobre la playa y cerca de la caleta, sintieron un gran desconsuelo al ver la destrucción bárbara realizada por los piratas. La cabaña estaba totalmente hecha pedazos, y los trozos de los de los pies de sustentación los habían empleado aquellos merodeadores del mar en alimentar el fuego que encendieron para cocinar.
Las empalizadas de los recintos yacían arrancadas y deshechas; el huerto también aparecía devastado y pisoteado; pero por fortuna, apenas habían despuntado las plantas, y no habían podido arrancarlas.
—¡Miserables! —exclamó el marinero, que parecía que iba a reventar de ira—. ¡Qué devastación! ¡Qué placer tan grande en convertir en ruinas nuestra cabaña y nuestros recintos!
—¡No nos desanimemos, amigos! —dijo Albani—. ¡No nos falta la energía, y en una semana podemos reparar todos estos destrozos!
—¿Volveremos a construir otra cabaña?
—Y más amplia que la primera, Enrique. La plantación de bambúes se halla dispuesta a darte cuantos materiales necesites. ¡Vamos a ver si han respetado los viveros!
Tuvieron el consuelo de encontrarlos intactos. Como estaban escondidos entre las rocas más elevadas, habían escapado a la furia de los devastadores, que no se ocuparon en registrar la costa.
Muy contentos con aquél descubrimiento, visitaron la pequeña rada con la esperanza de que los piratas por lo precipitado de su marcha, hubiesen dejado abandonado en la playa algún objeto que pudiera serles útil; pero no encontraron más que el árbol del trinquete del «tia-kan-ting», sin cuerda alguna.
Lo examinaron, y vieron que hacia la mitad de su altura estaba mordido por un proyectil de considerable calibre.
—Con esa avería no hubiesen podido continuar el viaje —dijo Albani—. Han arribado aquí para poder cambiarlo, suponiendo que no estaba lejana la época de las lluvias, en la cual se producen a menudo formidables huracanes.
—¡Es verdad! —confirmó Enrique.
—¿Cree usted que el «tia-kan-ting» se haya salvado del huracán? —preguntó Piccolo Tonno.
—¡Hum! Tengo mis dudas —repuso Albani—. No me sorprendería si un día cualquiera las olas o las corrientes nos trajesen sus restos o los de su bajel. Amigos míos, empuñemos los útiles de trabajo y volvamos a cortar los postes y puntales. Las grandes lluvias no están lejos, y apenas si tendremos el tiempo necesario para construir la cabaña.
—Tenemos la caverna, señor —dijo Piccolo Tonno.
—Pero prefiero la cabaña —dijo Enrique—. Allá dentro parece que estoy preso. ¡A trabajar!
No perdieron el tiempo los tres Robinsones. La plantación de bambúes no estaba lejos, y dio el material necesario para la obra y para rehacer los recintos de los animales.
La cabaña, elevada en el mismo sitio donde se alzó la primera, era más amplia, más cómoda y más sólida, pues habían puesto dobles sostenimientos y alargado la techumbre de modo que cubriese toda la terraza.
Diez días después estaba terminada, incluso los recintos de los animales. Esta parte era también mayor, y con un cobertizo a todo lo largo para poner a cubierto de las lluvias las aves, los cuadrúpedos y los monos.
Por último, labraron de nuevo el huerto, labor que realizó el mono, y lo circundaron con una empalizada para defenderlo de los destrozos que pudieran producir los animales salvajes. Terminados estos trabajos fueron a la caverna para llevar los animales al nuevo domicilio. Aun cuando Piccolo Tonno los había cuidado llevándoles diariamente comida fresca y agua, las pobres bestias parecían muy tristes en aquella prisión, tan escasa de aire y de luz; así, pues, mostraron gran alegría al volver al recinto.
El 25 de octubre, Albani y el marinero, aprovechando el buen tiempo, hicieron una rápida exploración de los bosques de la costa oriental. Hacía varios días que los atormentaba el deseo de buscar el cadáver del pirata que por poco los descubre, cuando se hallaban escondidos entre las ramas del árbol. Esperaban que no le hubiesen encontrado sus compañeros y, por tanto, que podrían apoderarse del fusil y de sus municiones.
Como aquella parte de la floresta la habían atravesado corriendo, no les era fácil dar con el cadáver. No quedaba de él más que el esqueleto, malamente descarnado por los tigres. El fusil y las municiones habían desaparecido; pensaron que se los habían llevado los otros piratas; pero sobre una mata cercana encontraron un corto y pesado cuchillo o puñal de acero, arma que podía serles de mucha utilidad.
—Se empleará en la construcción de la chalupa —dijo Albani.
—¿Todavía piensa usted en construirla? —preguntó el marinero.
—Sí, por cierto; pues siempre tengo el vivo deseo de visitar la costa meridional de la isla.
—¿Quiere usted ver si encuentra los hombres que perdieron la cápsula y que encendieron aquél fuego que divisó desde la montaña?
—Sí, Enrique.
—¡Si los piratas no los han matado!
—No es posible que hayan podido llegar a la costa meridional de la isla. Si así hubiera sido, no habrían podido venir a asediarnos tan pronto en la caverna. Volvámonos, amigo mío; el cielo comienza a nublarse, y muy pronto tendremos agua. Ahora ya ha terminado la buena estación.
El veneciano no se engañaba. Al día siguiente, las lluvias torrenciales comenzaron con gran violencia y casi sin interrupción.
Desde el amanecer hasta la puesta de sol, aun durante gran parte de la noche, se sucedieron aguaceros violentísimos, acompañados de relámpagos cegadores y de sacudidas tan formidables, que parecía que la isla entera iba a hundirse.
Vientos huracanados soplaban frecuentemente, encrespando el mar, cuyas olas se rompían sobre la playa, y produciendo bruscos cambios de temperatura, sobre todo por la noche.
Por todas partes se formaban lagunas y torrentes, que iban derechos al Océano, tanta humedad en vez de producir estragos en los bosques, favorecía su desarrollo.
El mismo huerto agradecía los violentos riesgos del cielo, pues las patatas dulces, las cebollas y demás tubérculos crecían a ojos vistas.
Nuestros Robinsones no podían salir de la cabaña aérea; pero no por eso permanecían ociosos, y encontraron modo de emplear el tiempo.
Habían construido un anafre de arcilla, que colocaron en medio de la casa, y sentados alrededor del fuego remendaban sus ropas, ya muy destrozadas; hacían nuevas chaquetas con los restos de la lona de las velas, y el señor Albani daba lección a los dos marineros, que hacían extraordinarios progresos, aun cuando al principio se hubiesen visto muy apurados, pues nunca habían cogido una pluma entre los dedos.
Parecerá muy extraño que tuviesen papel, tinta y pluma; pero el señor Albani había encontrado todo sin gran dificultad.
La floresta, y siempre la floresta, le había suministrado dichas cosas.
Para obtener el papel recurrieron al «gluga» (brousanética papyrifera), llamado por los javaneses y los malayos «daluwang», del cual sacan el papel conocido con ese nombre.
El señor Albani escogió varias plantas adultas y les arrancó la corteza, que hizo macerar después de cortarla en pedazos cuadrados. Al cabo de algunos días la extrajo el agua, la golpeó con un mazo de madera, e hizo con ella hojas más o menos grandes, las cuales adquirían al enjuagarse la consistencia necesaria.
Debía haber sumergido aquellas hojas en agua de arroz; pero como carecía de ella, las bañó en una cola muy clara de fécula de sagú, obteniendo el mismo resultado.
Con procedimiento tan sencillo, usado hace siglos por los pueblos de la Malasia, obtuvo un centenar de hojas de papel bastante bueno, en el cual se ejercitaban los marineros.
Las plumas se las proporcionó la «arenga sacarifera». Esta preciosa planta, además de dar, como ya hemos dicho, el «toddy» o licor azucarado; el «tuwak», licor que embriaga; las fibras de «gamiti», con las cuales se hacen cuerdas muy sólidas, que no se pudren aun cuando estén largo tiempo bajo el agua, y una especie de algodón que se emplea como yesca y que es susceptible de ser hilado, suministra también las plumas de escribir a los malayos y a los javaneses. Para obtenerlas, se escogen las fibras más gruesas que se hallan en las hojas y que sirven para la fabricación del «gamuti», y se disponen de modo que se puedan trazar con ellas rasgos, etc. Más que plumas son pinceles.
Los marineros supieron adaptarse enseguida al manejo de tales plumas.
Más difícil fue encontrar la tinta; pero al cabo de mucho buscar, también fue vencida esa dificultad, con mayor éxito del que se esperaba. La floresta la suministró, como siempre todo.
El señor Albani había visto en una de sus excursiones varios árboles, conocidos con el nombre de «eucaliptus microcorys», o árbol del sebo, así dicho porque después de cortados conservan cierta untuosidad.
Al principio no hizo caso alguno, aun cuando no ignoraba que de dichos árboles se extrae un aceite esencial que emplean y buscan mucho los barnizadores; pero después se acordó de que los esquejes de aquellos troncos se extrae una buena tinta teniéndolos sumergidos en agua durante algún tiempo.
Hizo la prueba cortando unos pedacitos y poniéndolos en una cazuela llena de agua, juntamente con un pedazo de hierro; al cabo de tres días se encontró con una tinta negrísima y de buena calidad.
Como se ve, los náufragos, gracias a una actividad incansable, podían esperar tranquilamente el fin de la estación de las lluvias sin sufrir aburrimiento ni inquietudes.
Quince días mas tarde, las lluvias violentas habían cesado. Todavía llovía en abundancia, pero a intervalos, en la madrugada y hacia la noche, por efecto de los vientos del Sur, que acumulaban a esas horas sobre la isla grandes masas de vapor.
Era preciso una canoa, pues no creían cosa fácil atravesar la larga floresta que los separaba de las playas del otro lado, sabiendo, además, que en los bosques pululaban los tigres, y que, en caso de.
Peligro, difícilmente podrían volver con rapidez a la cabaña para defender las riquezas allí reunidas con tantos trabajos e ir en socorro del que quedaba de guardia de la posesión.
Con una chalupa de vela, el regreso era más fácil y rápido.
Pero la gran dificultad consistía en el modo que debían emplear para construirla. Árboles no faltaban; herramientas eran las que hacían falta, pues no poseían más que un hacha, la cuchilla del pirata y algunas barrenas que habían hecho con las barras de hierro de los penoles. Si tuviesen que ahuecar el tronco con aquellas herramientas, necesitarían meses, y además, no resistiría el hacha, que estaba ya medio consumida, pues la habían afilado más de veinte veces.
—¿Y si empleásemos el fuego? —dijo el marinero—. Yo sé que los isleños del Gran Océano no emplean otro medio.
—¡He aquí una idea que no se me había ocurrido! —dijo el veneciano—. Con el fuego podemos llegar al finque perseguimos; ahora es preciso encontrar el árbol.
—Sé donde hay un «durión» de dimensiones gigantescas, señor Albani —dijo el mozo.
—Pero que no esté muy lejos de la playa.
—A pocos pasos; desde la plataforma podemos verlo.
—¡Vamos!
Salieron a la plataforma, y el muchacho enseñó a sus compañeros un árbol enorme, que se hallaba cerca de una cala pequeñita, situada detrás de la caverna marina donde habían encontrado al monstruo en la madrugada que llegaron a la isla.
Aquel «durión» tenía más de cuarenta metros, y un diámetro de dos y medio. Cortándolo de modo que cayera sobre el parapeto de la playa, el lanzamiento de la chalupa será muy fácil.
—Aprovechemos esta clara en el tiempo —dijo el veneciano—. Mañana puede estar en tierra el tronco.
Cogieron el hacha y se dirigieron hacia la minúscula ensenada, cuya escollera descendía suavemente hacia el mar como un pequeño astillero.
El «durión» se hallaba en la misma cresta del borde, y cortándolo o quemándolo por el píe, necesariamente tendría que inclinarse hacia el agua.
—Nos ahorraremos mucho trabajo —dijo el veneciano, después de haber examinado el terreno—. Hacer descender la chalupa hasta el agua será fácil. ¡Animo amigos; cortemos algunos arbolillos para deslizar sobre ellos el tronco del «durión» cuando haya llegado el momento oportuno!
Muy cerca de allí crecían mangostanos, árboles que tienen el tronco liso y perfectamente redondos. Cortaron cuatro y los colocaron en la playa, a una distancia de cinco metros uno de otro, y enseguida empezaron a cortar con gran empeño la base del árbol gigantesco.
Era una labor larguísima, y dura; pero como no poseían una sierra, no se podía escoger otro medio. Si estuviera seco el árbol hubieran encendido fuego alrededor; pero la corteza estaba demasiado húmeda para arder.
Todo el día manejaron el hacha, relevándose de media en media hora; pero se hizo de noche antes de que hubiesen llegado a cortar la mitad del tronco.
Arrancaron toda la corteza de alrededor, reunieron grandes montones de ramas secas y les prendieron fuego, pensando carbonizar así una parte de las fibras interiores, lo cual simplificaría la labor del día siguiente.
No quedaron defraudadas sus esperanzas: al amanecer vieron carbonizada una parte de la base del colosal «durión». Con pocos hachazos, ya se le podía tumbar.
Buscando el modo de hacerle caer hacia el mar y sobre los rodillos del mangostanos, mandaron a «Sciancatello» a lo alto del árbol para que atase las cuerdas de «rotang»; después, mientras el muchacho daba los últimos hachazos, el veneciano y el marinero se colocaron en los dos extremos de la pequeña rada, haciendo vigorosos esfuerzos con las cuerdas. El «mias» los ayudaba, poniendo a contribución su extraordinaria fuerza.
A las diez de la mañana, después de una ligera oscilación, el gigante cayó con gran estrépito sobre los troncos rodillos. Sus enormes ramas se sumergieron en el agua de la cala produciendo verdaderas olas.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron los dos marineros alegremente.
—¡Lo más está hecho! —dijo el señor Albani, que no estaba menos contento que sus compañeros—. ¡Dentro de quince días tendremos la chalupa!
Como el tronco tenía cuarenta metros, decidieron quemar una gran parte, dejando diez para la construcción del barco.
El mozo se encargó de aquella fácil operación, pues no había que hacer otra cosa que coger leña y procurar que el fuego no se apagase. El veneciano y el marinero se dedicaron a construir la nave.
La persistencia de la estación de las lluvias les obligó a levantar un cobertizo para poder trabajar resguardados en él. Los bambúes fueron puestos a contribución en esta nueva obra, en la cual emplearon tres días.
Mientras Piccolo Tonno mantenía una hoguera infernal alrededor del tronco y carbonizaba lentamente la parte que no era necesaria, el veneciano y el marinero manejaban el hacha y el pesado cuchillo del pirata, explanando la parte superior.
Hecho esto, recurrieron al fuego, acumulando una gran cantidad de carbones encendidos, los cuales iban poco a poco destruyendo las fibras interiores del «durión», que después pulían con las armas.
Necesitaron diez días para socavar el árbol; otros tres, para cortar la proa, y otros tantos para la popa.
El 28 de noviembre colocaron las bancas y el palo; el 29, el timón ocupaba su lugar, y el 30, a las diez de la mañana, quedaba flotando en el varadero, entre los hurras de los marineros.
La embarcación media nueve metros y podía desplazar seis toneladas. Era un poco pesada, pero flotaba muy bien, y con la vela debía bogar admirablemente.
—¡Pongámosle un nombre, señor! —dijo el marinero antes de izar la vela.
—Le daremos un nombre que recuerde nuestra patria, tan lejana —dijo el veneciano.
Se quitó el sombrero, hecho con fibras de «rotang» y con voz conmovida gritó:
—¡Viva nuestra «Roma»!
—¡Viva nuestra «Roma»! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! —gritaron los marineros descubriéndose.
—¡Arriba la vela! —dijo Albani—. ¡A la barra, Piccolo Tonno!
El penol se izó en el árbol, llevando la vela, que se hinchó enseguida con la brisa del Noroeste. El marinero lió la escota, y el mozo puso la barra a orza.
La «Roma» viro de bordo, dejó la playa a estribor, remontó la escollera que surgía de la caverna marina y se lanzó a las olas graciosamente inclinada a babor.
Bogaba como un pájaro de mar, saltando con ligereza y rompiendo las olas espumantes. Parecía haber perdido su pesadez, y no oponía dificultad alguna a las bruscas viradas de bordo que le imprimían el mozo y el marinero.
Después de haber bordeado un poco a alta mar, los Robinsones viraron hacia el Este, pues querían visitar aquella parte de la playa que se unía a su caverna, y que no habían podido observar todavía por impedirlo la elevación de las rocas, talladas a pico que la defendían.
Como el viento les era favorable aun para la vuelta, pues soplaba el levante, pusieron proa al Sudeste, manteniendo manteniéndose a alguna distancia de la costa.
Varias escolleras defendían por aquel lado la isla, agujereadas y minadas por la eterna acción de las aguas. Se veían cavernas marinas muy espaciosas, dentro de las cuales se veían salir de cuando en cuando tentáculos armados de ventosas.
En aquellas negras cavidades debían de abundar grandes pólipos y cefalópodos, no tan grandes, sin embargo como el que asaltara a los náufragos.
También abundaban los peces, que nadaban a través del agua tranquila y trasparente de pequeños senos.
El veneciano que todo lo observaba con atención, vió que el mozo metía en el agua un brazo con el cuchillo, para clavarlo en una especie de «raya», de cuerpo muy extendido y redondeado en forma de disco, y con las aletas de los pectorales, así como la cola, muy anchas, que pasaba cerca de la proa; el veneciano, repetimos, dio un grito, y le detuvo.
—¡Imprudente!
El muchacho le miró sorprendido.
—¡Era un hermoso pescado para cenar, señor! —dijo.
—¡Pero que te hubiera inutilizado para un rato! —añadió Albani—. Las descargas eléctricas de esos peces no dan gusto ninguno.
—¿Qué pez es ese?
—Un pez torpedo.
—¡Ya lo creo! —dijo Enrique—. ¡Conozco esos peces del diablo!
—Pues yo no los he visto nunca —contestó el mozo.
—Te digo que poseen una verdadera batería eléctrica. ¿Verdad, señor Albani?
—Sí Enrique; una batería que entorpece los miembros y hace saltar de dolor a quien recibe la descarga.
—Pero yo no tenía intención de cogerle con la mano, sino de clavarle el cuchillo.
—Hubieras sufrido la descarga lo mismo. Poseen tal fuerza fulminante, que la comunican a los cordeles de las redes que sostienen los pescadores, he visto más de una vez caer a tierra un pescador por haber puesto el pié encima de la arena bajo la cual se había escondido el pescado.
—¿Poseen, en efecto, una verdadera batería eléctrica? —preguntó el marinero.
—Algo parecido a eso. Sus escamas son unos discos diminutos constituidos por una sustancia especial, dispuesta en pilas verticales y sobrepuestas, y a las divisiones membranosas vana a parar múltiples vasos e hilos nerviosos, que terminan en la superficie de los discos.
—Armados de ese modo, no se dejaran comer por sus enemigos.
—No, porque pueden hacer la descarga a cierta distancia; pero después de la primera descarga pierden gran parte de su fuerza defensiva, y…
—¿Qué es?
—¡Mirad allá cerca de aquella escollera! —dijo Albani, que se había levantado de improviso—. ¿No veis algo que zarandean las olas?
—Si —dijeron los dos marineros—; parecen los restos de un buque.
—¡Gobierna hacia allí, Piccolo Tonno! —dijo el veneciano.
La chalupa se apartó de la playa y se dirigió hacia una masa negruzca que se debatía contra una serie de sirtes que asomaban a flor de agua.
A los pocos minutos llegaban al sitio indicado. En efecto: eran los restos de un barco, un pedazo de popa de una embarcación pequeña, que debía estar pintada de negro. En un trozo de dicha popa se distinguían unas letras blancas, pero que el agua salada había corroído, haciéndolas indescifrables.
—¡Mil terremotos! —exclamó el marinero—. O yo me engaño mucho, o esa es la popa del «tia-kan-ting» de los piratas.
También yo me lo figuro —dijo Albani—. Recuerdo haber visto en la popa letras y signos pintados de blanco.
—¡Dios ha castigado a esos canallas, señor! El mar se los ha engullido a todos.
—Lo había previsto. Era imposible que pudiesen afrontar con una embarcación tan pequeña aquel formidable huracán. Ahora ya podemos emprender con tranquilidad nuestro viaje alrededor de la isla.
Iba a ponerse el sol, temiendo que cambiase la dirección del viento, viraron a bordo, y una hora después entraron en la pequeña cala.
—¿Estáis contentos amigos? —preguntó el veneciano, desembarcando.
—¡Tan contento, señor, que yo no pienso salir de esta isla! —dijo el marinero.
—Ni yo tampoco —agregó Piccolo Tonno—. ¡Aquí me quedo, aun cuando vengan a buscarme diez barcos! ¿Qué es lo que nos hace falta? Hemos llegado sin tener un pedazo de pan, y ahora somos más felices que el rey. ¿Qué más podemos desear?
—Cierto, señor; y todo esto se lo debemos a su actividad y a su ciencia —añadió Enrique.
—¡Gracias, señor Albani! ¡Le debemos la vida!
—¡Abrazadme, amigos míos! —dijo, conmovido el veneciano—. ¡Yo soy feliz, puesto que estáis contentos!