EL HURACÁN
LA situación de los Robinsones era bastante grave, pues los piratas, furiosos con la muerte de sus cuatro compañeros, parecían decididos a vengarlos y a intentarlo todo para poner la mano encima a los habitantes de la isla.
Como eran muchos y estaban armados de fusiles, y tenían además piezas de artillería, aunque fuesen pequeñas, no se podía fiar mucho en la resistencia que pudieran oponer a las embestidas de los asaltantes las masas de piedra que obstruían la galería. Sin embargo, los tres valientes náufragos del «Liguria» no parecían inquietos.
En lugar de perder el tiempo en discutir acerca de los mejores medios de defensa, continuaban trabajando con energía.
No satisfechos con haber cerrado la galería primera, acumularon otros obstáculos cerca de la segunda, que conducía a la última gruta. Como dicha galería era muy estrecha y más tortuosa que la otra, se prestaba mejor a la defensa, pues no podían entrar los asaltantes más que de uno en uno.
Terminados todos los preparativos, volvieron a la caverna primera para informarse de lo que hacían los piratas.
El ataque no comenzaba todavía. Oían hablar a los sitiadores, que de cuando en cuando disparaban contra las piedras, que formaban una masa compacta, o las golpeaban con las culatas de los fusiles.
Parecía que deliberaban o que esperaban socorro.
—Esperarán a que salga el sol —dijo Albani— para ver si esto tiene alguna entrada.
—¡Perderán el tiempo inútilmente! —dijo el marinero.
—Pero la galería tiene una ventana —dijo el mozo.
—Es tan pequeña, que no puede pasar por ella ni un niño —repuso Albani—. Además, está a una altura de quince pies, y la roca es completamente lisa.
En aquél momento resonó un disparo que despertó los ecos de la caverna e hizo ponerse bruscamente en pie a los animales; un pirata había metido por el agujero de las piedras el cañón del fusil, sin conseguir otro efecto que armar un estrépito de los diablos, pues la bala debió estrellarse contra otras piedras.
—¡Desperdician la pólvora! —dijo Enrique, riendo.
—¡Y pierden el tiempo! —Añadió Piccolo Tonno—. Únicamente lo siento por nuestros animales, que al oír esta música, nueva para ellos, se espantarán.
Los disparos se sucedían con frecuencia, haciendo un ruido ensordecedor, pero sin ventaja alguna, pues todas las balas se estrellaban en aquellos obstáculos que formaban un muro de cuatro metros de espesor.
Solamente penetraba un poco de humo en la caverna a través de las rendijas; pero al llegar a la segunda caverna salía por la ventana.
Sin embargo, los piratas se convencieron enseguida de la inutilidad de sus tiros de fusil, porque cesaron en ellos. En lugar de esto se oyó golpear fuertemente contra la sólida barrera, cual si tratasen de abrir agujeros para introducir las armas y hacer más eficaces los tiros; pero como la galería era de forma de embudo, las piedras se sostenían fuertemente y era difícil desencajarlas; hubiera sido preciso un ariete o una pieza de artillería para demoler aquella enorme masa.
Ya había despuntado el día y todavía los piratas no habían logrado forzar el paso. Los Robinsones se felicitaban de aquél primer éxito, cuando oyeron fuera gritos de alegría.
—¡Terremotos y relámpagos! —exclamó el marinero, que se puso nervioso—. ¿Qué será lo que habrán discurrido?
—¿Habrán descubierto otra entrada? —preguntó Piccolo Tonno, echando una mirada alrededor.
—Se les habrán unido sus compañeros; acaso los que registraban ayer la montaña —dijo Albani—. ¡Bah! ¡Diez o treinta, todo es lo mismo! Si…
Una formidable detonación que hizo retemblar el piso de la caverna le cortó la palabra.
—¡Una mina! —exclamó el mozo.
—No; es un disparo de culebrina —respondió el marinero—. ¡Conozco esas armas!
—¡No será con balas de una libra con lo que desharán la barricada! —dijo Albani, que conservaba una calma admirable—. ¡Tirad con comodidad, señores saqueadores del mar, y tú, mientras tanto, mi Piccolo Tonno, prepara algo que poner entre los dientes!
Los piratas se habían detenido después de aquel primer zambombazo, acaso para ver el efecto que producía; pero muy pronto reanudaron el fuego.
El marinero y el señor Albani oían chocar las balas en los pedruscos; pero la masa que obstruía la galería era tal, que se hubieran necesitado cien libras de pólvora para abrir una brecha.
Al décimo disparo, una bala que se deslizó de rebote por entre las piedras penetró en la caverna y fue a clavarse en la pared opuesta.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el marinero—. ¡La cosa se pone seria, señor Albani!
—¡Ya es tiempo! —repuso el veneciano.
—¡Si continúan con esa música, concluirán por abrir un agujero!
—Y nosotros contestaremos con nuestras flechas.
—¡Pero si se atreven a entrar…!
—¿Tendrán tiempo para eso?
—¿Qué quiere usted decir?
—¡Escucha! —dijo el veneciano.
Se había oído en la lontananza como un rumor sordo.
—¿Un trueno? —preguntó Enrique.
—Un huracán que avanza y que viene en nuestra ayuda —respondió Albani—. Hace una hora que ruge el trueno y que oigo deshacerse las olas con creciente empuje contra la base de la roca.
—Entonces, ¿contaba usted con ese aliado, señor Albani?
—Sí, Enrique, dentro de muy poco comenzará a soplar el viento y el mar se pondrá borrascoso; y como en la isla no hay bahía resguardada, los piratas se verán obligados a correr mar adentro, o su «tia-kan-ting» se hará pedazos contra la costa. Esta es la razón por la que estaba tranquilo y seguro de la inutilidad de los esfuerzos de esas gentes. ¿Oyes?
—Sí; el trueno que retumba lejano.
Mientras tanto, los piratas continuaban disparando sus fusiles contra la galería, cada vez con más furia.
Debían presentir el peligro que podía correr su «tia-kan-ting», porque redoblaron los esfuerzos para derribar aquel obstáculo, que ofrecía tan increíble resistencia.
De tiempo en tiempo suspendían el fuego y golpeaban la barricada con gruesos troncos de árbol; aquellos golpes producían mayores daños que las balas, porque desencajaban las piedras medio fragmentadas.
Los tres Robinsones, que comenzaban a inquietarse, pues tardaba en estallar el huracán, se colocaron detrás de los ángulos de la caverna para que no los hiriesen los gruesos proyectiles de las culebrinas, y esperaban el momento oportuno para lanzar sobre los asaltantes sus flechas envenenadas.
También «Sciancatello» se les había unido se les había unido empuñando una tranca formidable, arma terrible en sus manos.
Fuera seguía resonando el trueno, y las olas se rompían con furor creciente contra la base de la gran roca, pero todavía no se había desencadenado el viento. Tan solo algunas ráfagas pasaban rastreando sobre la isla.
De pronto, los pedruscos sacados de su apoyo por las balas, cedieron ante un último y más vigoroso golpe, dado, probablemente, con el tronco de un árbol de gran peso y con toda la fuerza de los asaltantes, que debían de ser muchos.
Introdujeron varios fusiles e hicieron una descarga; las balas fueron a incrustarse en la pared opuesta.
El marinero y Albani, rápidos como el relámpago, apenas vieron retirar las armas, apuntaron las cerbatanas y lanzaron dos dardos a través de la brecha.
Un grito agudo les advirtió que los proyectiles no se habían perdido.
—¡Uno que no robará más! —dijo el marinero, muy alegre con aquel éxito—. ¡Adelante! A ver a quién le toca ahora.
Los piratas, sorprendidos ante aquella resistencia y precaviéndose contra las flechas, que ya sabían que estaban envenenadas, abandonaron rápidamente la entrada de la galería.
—¡Ocupemos el puesto! —dijo Enrique.
—¡No! —repuso Albani—. ¡No cometamos imprudencias!
—Si se han retirado, señor. La luz del día entra libremente a través de la brecha.
—¡Pueden espiarnos!
Un golpe formidable sacudió la masa de piedras, haciendo caer varias.
Enrique, Albani y el muchacho contestaron con tres flechas.
Otro grito resonó fuera, seguido de un clamoreo espantoso y de las detonaciones de varios fusiles.
Casi en el mismo instante, una luz lívida iluminó la segunda caverna, acompañada por una descarga eléctrica tan fragorosa, que pareció que la roca se hundía sobre los asediados.
—¡El huracán! —exclamó alegremente Albani—. ¡Al fin vamos a vernos libres de esos bribones! ¡Teneos firmes y no economicéis las flechas!
Los dos marineros no escatimaron los dardos. Ocultos detrás de los ángulos de la galería, proseguían arrojando proyectiles a través de la brecha.
Los piratas, viendo que no podían acercarse sin sentirse heridos, se desahogaban descargando los mosquetes a través del corredor, pero sin resultado.
Sin embargo, furiosos de que los tuvieran en jaque tan pocos defensores, volvieron a coger la catapulta y, lanzándola con gran ímpetu, lograron agrandar el agujero y desmoronar la barricada.
Un hombre, el más audaz, se lanzó en la galería, y penetró en el interior antes que los Robinsones hubiesen podido verle, pues la oscuridad era profunda a causa de las espesas nubes que se condensaban en el cielo; pero «Sciancatello» le atizó un leñazo tan brutal, que le hizo huir dando alaridos de dolor.
—¡En retirada! —mandó Albani viendo que se agolpaban otros enemigos bajo la galería.
Los tres hombres y «Sciancatello» se lanzaron a la segunda caverna, acumulando en el corredor piedras, fardos de víveres, recipientes de agua y, detrás la carreta.
El huracán soplaba entonces con rabiosa ira; los relámpagos se sucedían sin interrupción; los truenos retumbaban, recorriendo toda la escala de tonos en menos de un minuto, y sobre el mar se oía rugir el viento, mientras las olas saltaban, alcanzando la ventana de la caverna con su espuma.
Sus gritos de victoria se cambiaron bien pronto en gritos de rabia y desilusión. Sin embargo resueltos a vengar a sus compañeros, habían asaltado la barricada y la golpeaban con el tronco del árbol, cuando se oyó en la lontananza un cañonazo, seguido al poco tiempo de otro disparo.
El asalto cesó de repente. Todavía se oyeron gritos, pero no de alegría, y que parecían alejarse rápidamente.
—¡Se han marchado! —dijo Albani, que escuchaba conteniendo la respiración.
—¡Sí! —dijo Enrique—. ¡Esos disparos eran la señal de peligro!
—¡Amigos míos podéis dar gracias al huracán!
—¡A la ventana, señor! —gritó Piccolo Tonno.
El veneciano se dirigió a la ventana y miró.
El mar tenia un aspecto terrible. Enormes olas de color verdinegro corrían locamente hacia las peñas y calas de la isla, rompiéndose contra las escolleras con violencia indescriptible, mientras que un viento impetuoso deshacía las negras masas de agua y los rayos describían sus refulgentes zigzags.
Se veían los árboles que se alzaban en la cumbre de la roca retorcerse como aristas de paja, mientras que las ramas y las hojas volaban en todos los sentidos.
—¡Es un verdadero ciclón! —dijo el marinero.
—¡No quisiera encontrarme a bordo del «tia-kan-ting»!
—¡Seguramente no abandonará la cala! —repuso Piccolo Tonno.
—Entonces las olas lo estrellarán contra las escolleras —dijo Albani—. En la cala no hay ningún abrigo y no tiene más remedio que dirigirse hacia alta mar.
—¡Espero que se ahogarán todos! —dijo Enrique—. ¡Helo allí doblando aquel cabo! ¡Mire usted, señor Albani!
El veneciano volvió los ojos hacia el Norte y vió, en efecto, que el «tia-kan-ting» huía hacia el Este, solamente con las velas bajas terciadas. Saltaba desesperadamente sobre las olas, ora apareciendo sobre su cresta espumante, ora desapareciendo en las profundidades.
—¡Que el mar os trague a todos! —gritó el marinero—. ¡Ese es mi deseo!
Pocos minutos después, la pequeña nave desaparecía en el horizonte, mientras el huracán se desencadenaba con extrema violencia.