ASEDIADOS EN LA CAVERNA
EL señor Albani y el marinero se habían detenido detrás del tronco de un colosal durión, no atreviéndose a avanzar sin saber antes qué clase de enemigo era el que tenían enfrente.
Las malezas que formaban la espesura continuaban agitándose, como si el hombre o el animal que fuese se abriera camino con trabajo; parecía que se veía apurado para salir de entre aquellas ramas, muy espesas y frondosas.
Al cabo, después de un esfuerzo muy violento, logró abrirse paso y mostrarse. Al divisarle, los dos Robinsones habían alzado las cerbatanas, dentro de las cuales deslizaron rápidamente dos flechas.
No era un hombre, sino un tigre, que por lo visto tenía una pata bastante mala, pues la movía con gran trabajo. Además era de una forma muy extraña, pues parecía mas larga que la otra y más gibosa.
—¡Pero esa bestia es deforme! —exclamó, estupefacto el marinero.
—Yo no acierto a distinguirle las patas —dijo el veneciano, no menos turulato que el marinero.
—¿Estará herido?
—¿Y si no es un verdadero tigre?
—¿Qué es lo que usted quiere decir?
El veneciano no pudo dar más explicaciones, porque el tigre, levantándose bruscamente, se desembarazó de su soberbia pelliza, y delante de los dos Robinsones apareció… Piccolo Tonno.
—¡Mil terremotos! ¡El pequeño! —exclamó el marinero saltando delante.
—¡En la piel del tigre muerto en la montaña! —respondió el mozo, corriendo a su encuentro—. ¡Ah señor Albani! ¡Que ansias he pasado estas cuatro horas, temblando siempre por temor de que los hubiesen matado!
—Pues en muy poco ha estado —dijo Enrique.
—¿Ha aparecido algún pirata por las cercanías de la caverna? —preguntó Albani.
—Ninguno, señor.
—¿Y «Sciancatello»?
—Le he dejado al cuidado de los animales.
—Pero ¿porqué te has puesto la piel del tigre?
—Para espantar a los piratas, en el caso de habérmelos encontrado.
—¡El tunante! —exclamó Enrique.
—¡Eres un muchacho valiente! —dijo Albani.
—Ahora no perdamos tiempo y huyamos. ¿Está muy lejos la caverna?
—A diez minutos —repuso el mozo.
—¡Pues andando, amigos!
El mozo cargó de nuevo con la piel del tigre, y se pusieron todos en camino, procurando ir siempre por los sitios más espesos del bosque.
Sin más encuentro llegaron al cabo de algunos minutos a la caverna. Levantaron la cortina vegetal, apartaron los pedruscos que obstruían la estrecha caverna, y pasaron al lugar donde estaba «Sciancatello», los dos monos, los osos, las babirusas y los pájaros.
El mozo no había perdido el tiempo. Durante la ausencia de sus compañeros, lo puso todo en orden: desató los pájaros, después de haber colocado una fibra de coco en la ventana; preparó tres lechos de hojas frescas y llenó de agua los recipientes disponibles, pues allí cerca encontró una cisterna.
—¡Bravo muchacho! —dijo Albani—. ¡Ahora podemos sostener aquí un largo sitio, sin inquietarnos mucho!
—¿Cree usted que vendrán a sitiarnos? —preguntó el marinero.
—Si descubren los surcos de nuestro carretón, seguramente vendrán.
—¿Y no se podría hacer desaparecer esos surcos?
—Necesitaríamos mucho tiempo, y correríamos el peligro de que nos sorprendiesen. Si quieren sitiarnos, que vengan; nos defenderemos con las cerbatanas.
—Pero pueden forzar la galería.
—Hay muchos pedruscos, y haremos una barricada, Enrique. Uno de nosotros hará guardia fuera, detrás de la cortina vegetal, y al primer indicio de peligro vendrá a advertírnoslo y cerraremos la galería.
—¡Yo voy! —dijo Piccolo Tonno—. «Sciancatello» me hará compañía.
—Después te relevaremos —dijo el marinero.
El muchacho cogió su cerbatana, invitó a «Sciancatello» a seguirle, y se escondió en medio de las plantas trepadoras mientras que sus compañeros, que no habían comido nada desde la noche anterior, se preparaban un refrigerio.
El día pasó tranquilamente. De cuando en cuando sonaba algún que otro tiro de mosquete hacia la montaña y algún otro hacia la costa septentrional; pero ningún pirata apareció en las cercanías de la caverna.
Debían de suponer que los habitantes de la cabaña aérea se habían refugiado en lo más espeso de los bosques del gran cono que dominaba la isla.
Antes de que se pusiera el sol, Albani y el marinero escalaron la roca gigantesca para ver si el «tia-kan-ting» pirata estaba todavía en la caleta.
Allí le vieron, anclado en el mismo sitio que ocupaba por la mañana, y todavía sin el palo trinquete.
—Temo que pase tiempo antes que lo compongan —dijo Albani.
—Probablemente tendrá otras averías —respondió Enrique.
—Si están aquí días, van a descubrirnos.
—Y nuestros viveros también, señor. ¡Ya me parece vernos sin un pescado ni una tortuga!
—Con paciencia lo repondremos todo, Enrique; la energía y la buena voluntad no nos faltan.
—Es verdad; pero yo no me resigno con la idea de haber trabajado para esa canalla. Además, sabiendo, como saben, que en la isla hay habitantes, volverán más de una vez.
—No creo que los pocos víveres que han encontrado los hagan caer en la tentación de hacer un segundo viaje; perderían el tiempo inútilmente. Además, desde la cima de la montaña habrán visto que la isla está desierta.
A todo esto, como la noche había cerrado, descendieron de la roca, pero el marinero se quedó fuera, escondido detrás de la espesa cortina de vegetales. Temiendo siempre una sorpresa, tomaron la decisión de hacer guardia también por la noche, para estar prontos a levantar la barricada.
Durante el primer cuarto de guardia nada ocurrió. Al mediar la noche, Piccolo Tonno relevó al marinero en compañía de «Sciancatello», quien se prestaba muy a gusto a tal servicio, cual si comprendiera que sus amos corrían grave riesgo.
Hacía ya mas de dos horas que velaba el mozo, recostado entre las plantas que le ocultaban completamente y con la cerbatana a su lado, cuando «Sciancatello», que dormitaba a su lado, se levantó bruscamente dando un sordo rugido.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el muchacho—. ¡Sucede algo!
Se levantó y, apartando con gran cuidado las plantas, miró hacia el lindero del bosque; pero no vió nada. Estaba el cielo cubierto de gruesas nubes, y por esta causa era más difícil distinguir una persona a distancia de doscientos o trescientos pasos.
—¿Habrá olfateado algún tigre? —murmuró el muchacho—. ¡Sería un enemigo tan malo como los otros!
El «mias» continuaba dando rugidos sordos y moviendo las orejas como si tratara de recoger mejor lejanos rumores. A veces se inclinaba hacia tierra, y enseguida aspiraba fuertemente el aire por la nariz.
—Algo sucede en la floresta —dijo el muchacho, que comenzó a sentir alguna inquietud—. ¡Vamos a avisar a nuestros queridos compañeros!
Se deslizó por la galería y tiró de las piernas al veneciano y a Enrique, diciendo:
—¡Pronto, levantaos!
—¿Son los piratas? —preguntó el marinero, levantándose con la cerbatana en la mano.
—Yo no lo sé, pero «Sciancatello» da señales de inquietud.
—¡Salgamos! —dijo Albani—. ¡Los hombres de los bosques sienten a gran distancia al enemigo!
En un instante se encontraron los tres hombres en el exterior. «Sciancatello» seguía escuchando y gruñendo con la cabeza vuelta hacia la plazoleta septentrional.
—¡De ahí viene el peligro! —dijo Albani.
—¡Pues yo no veo nada! —dijo Enrique.
—¿Pretenderás tener la vista que tiene el «mias»?
—¿Habrán descubierto los piratas los surcos de la carreta?
—Lo temo, porque «Sciancatello» mira hacia esa parte.
—¡Ah, mil terremotos!
—¿Qué es?
—¡He visto levantar el vuelo a un pájaro en aquella espesura!
—Habrá sido un murciélago gigante —dijo Piccolo Tonno.
—No; por el vuelo me ha parecido un tucán.
—Entonces los enemigos vienen de ese lugar.
—¡Silencio! ¡He sentido ruido de ramaje!
En aquél momento el «mias» lanzó un sonoro bramido e hizo ademán de lanzarse hacia delante; pero el muchacho pudo contenerle.
—¡Llévale a la caverna! —dijo Albani—. ¡Podría descubrirnos!
Y mientras Piccolo Tonno se apresuraba a obedecer, se tendió en el suelo para que no le divisasen, con la cerbatana cerca de los labios. El marinero le imitó.
Los enemigos debían de avanzar guiándose por los surcos de las ruedas del carretón, los cuales arrancaban de la cabaña aérea. De cuando en cuando se oían crujidos de las ramas y las hojas secas al ser pisadas; pero todavía no se los podía divisar a causa de la oscuridad, que parecía por momentos más intensa, pues seguían amontonándose en el espacio negrísimas nubes.
—¡Mire usted! —dijo, de pronto, el marinero.
—¡Veo! —respondió Albani.
—¡Siguen los surcos de las ruedas!
—Sí Enrique.
—¡Y son varios!
—Apenas veas que se dirigen hacia donde estamos, apunta al más cercano, y yo apuntaré al otro. ¡Serán dos menos!
A unos cien pasos avanzaban entre las hojas y las hierbas varios cuerpos negros, los cuales se arrastraban con precaución.
Eran diez o doce, armados todos con fusiles.
—¡Apunta bien! —murmuró Albani, poniendo la cerbatana en los labios—. ¡Vienen derechos a la caverna!
—¡Ya he escogido al mío!
Las dos flechas partieron, produciendo un silbido lastimoso. Los dos piratas que aparecían en primera fila se levantaron rápidamente lanzando gritos de dolor, mientras sus compañeros descargaban sus armas a la ventura, pues no veían a los acometedores.
—¡A la caverna! —exclamó Albani.
Protegidos por la cortina vegetal, se deslizaron rápidamente en el corredor, y acumulando con toda prontitud las piedras, obstruyeron el paso.
—¡Pronto, hagamos la barricada! —continuó Albani.
Piccolo Tonno, que había encendido una vela, corrió en su ayuda, juntamente con «Sciancatello». Hicieron rodar masas de roca que abundaban en la caverna primaria y las acumularon en el corredor.
A todo esto se oía vociferar fuera a los piratas, que gritaban como condenados y disparaban de cuando en cuando sus fusiles. No habían podido ver de donde les lanzaron las flechas; no dieron con la entrada de la galería; pero no tardarían en descubrirla si seguían los rastros del vehículo.
Los tres Robinsones y «Sciancatello» continuaban amontonando piedras, pues querían amurallar toda la galería de modo que impidiese avanzar a los asaltantes o, por lo menos, hacerles muy difícil la entrada.
Ya estaba obstruido medio corredor, cuando oyeron voces en el otro extremo.
—¡Nos han descubierto! —dijo Enrique.
—¡Pero no entrarán! —respondió Albani—. Tenemos más de doscientas flechas y ya sabemos que nuestros proyectiles valen mas que sus balas.
—¡Nos sitiarán!
—¿Y que nos importa? ¡Tenemos víveres para ocho o diez meses!
—Pero carecemos de agua, señor —dijo Piccolo Tonno—. ¡No tenemos repuesto más que para diez o quince días!
—¡Nos llegará, amigos míos! Este asedio no puede durar mucho. Preparad las armas, y disponeos a rechazar el asalto.