CAPÍTULO XXIII

LAS DEVASTACIONES DE LOS PIRATAS

AL llegar a unos veinte pasos de la cabaña aérea, los marineros del «tia-kan-ting» se detuvieron y montaron sus mosquetones, alzándose sobre las puntas de los pies para ver si había alguien tendido en la plataforma.

No habiendo visto a nadie, y no oyendo tampoco rumor alguno, rodearon la construcción; uno de ellos, el más ágil y más atrevido, cogió la percha y comenzó a subir.

Sus compañeros tenían las armas en alto, prontas para responder al primer ataque; por su parte la barca, que se había acercado a la rada. Apuntaba con sus culebrinas.

El hombre llegó enseguida a la plataforma y entró en la habitación. Poco después salía dando voces como encolerizado.

Cambió algunas palabras con sus compañeros, que parecían hallarse también llenos de coraje. Enseguida se puso a tirar abajo los poquísimos víveres que había dentro de la cabaña, mientras los demás saqueaban lo que había quedado dentro de los cobertizos.

Pero aquello no era bastante para apaciguarlos; el botín era tan pequeño que les pareció una burla. Los náufragos les oían gritar como poseídos y correr de la empalizada a los recintos, desahogando su mal humor con tremendas cuchilladas que, como locos daban en los bambúes.

Los demás piratas que quedaran a bordo, anclada ya la nave, se apresuraron a reunirse con sus compañeros para tomar parte ene l saqueo; pero en vista de que no habían encontrado más que aquellos poquísimos víveres, montaron en cólera y se pusieron a demoler las empalizadas y los cobertizos y a pisotear las plantas del huerto; no satisfechos con esto, comenzaron a cortar los bambúes que de sustentación para derribar la cabaña aérea.

Los dos náufragos, temblando de cólera, asistían impotentes a aquella destrucción bárbara del huerto, con tanto cuidado cultivado por ellos, y de su vivienda. Sobre todo, el marinero estaba a punto de saltar.

—¡Canallas! —exclamó—. ¡Destruir nuestros futuros medios de vida y nuestra vivienda, que ahora debía de protegernos en la estación de las lluvias! ¡Ladrones! ¡Si tuviese una buena carabina, ya veríais como os trataba a todos!

—Déjalos que hagan, Enrique —respondía Albani—; contentémonos con salvar la piel.

—¡Yo no puedo ver tanta devastación, señor! ¡Yo mato a uno!

—¿Para que te persigan y te prendan? No, Enrique, Dejémoslos hacer. La paciencia y la buena voluntad no nos faltan, y repondremos fácilmente los destrozos.

En aquel instante, la cabaña aérea, privada de los bambúes de sustentación, se vino abajo con gran estrépito, y los piratas, contentos como si fuesen unos niños grandes, reían y gritaban ante la proeza.

Aquello fue demasiado para el marinero, a quien le hervía la sangre. Dando al olvido la prudencia, y antes de que el señor Albani pudiera detenerle, se lanzó fuera de la plantación y se dirigió a un gran grupo de árboles que se extendía hasta unos treinta pasos de la cabaña.

Apuntar la cerbatana, soplar dentro, lanzar la flecha mortal y tumbar a un hombre que se hallaba a tiro, fue cosa de un segundo.

El pirata, herido en medio de la espalda por la sutil flecha, cayó hacia atrás lanzando un grito de dolor. Sus compañeros se volvieron bruscamente, y al ver al marinero, que huía a través de la espesura, dispararon sus mosquetones; pero ya era demasiado tarde; Enrique se había arrojado en medio de los bambúes, que hacer mucho ruido y producir una nube de humo.

El señor Albani se lanzó detrás de su compañero, que huía con la velocidad de un ciervo. Había visto a los piratas correr también, siguiendo sus pasos, y deseando ocultares el sitio donde se refugiaban, creyó prudente ocultarse en las espesuras de la floresta.

En diez minutos, los dos fugitivos atravesaron la plantación, siendo como eran prácticos en aquellos parajes, se escondieron en medio de un bosque tan intrincado que hacía imposible toda persecución.

—¡Subámonos en aquel árbol! —dijo el veneciano, indicando uno que tenía gran cantidad de ramas y hojas, que, además estaba envuelto y vuelto a envolver por una verdadera red de plantas trepadoras.

Ayudándose mutuamente, subieron, y se acomodaron en las bifurcaciones de las ramas.

—¡Imprudente! —dijo Albani al genovés cuando pudo respirar—. ¡Si tardas un instante en ocultarte en la plantación, te acribillan con la descarga!

—Es verdad que he sido imprudente, señor —repuso el marinero—; pero no he podido contenerme al ver aquel estrago.

—Ahora registrarán la isla entera para vengar a su compañero.

—¿Cree usted eso?

—¡Y tanto Enrique! Pensarán encontrar otras cabañas o alguna aldea que saquear, y gentes a las que hacer esclavas.

—¡Pero no les será fácil descubrir nuestra caverna!

—Si descubren nuestro rastro sí; por ejemplo, siguiendo los surcos de las ruedas del carretón. No dudo que darán con ella.

¡Terremotos! ¿Sorprenderán a Piccolo Tonno?

—¡Calla!

Había sonado una fuerte detonación hacia el lado del mar, poco después otra.

—¿Qué sucede? —preguntó el marinero—. ¿Habrá atacado a los bribones algún crucero español?

—No; disparan sus culebrinas contra las plantaciones de bambúes, creyendo que nos descubrirán —repuso Albani—. Estoy seguro de que no me equivoco.

—Afortunadamente, estamos lejos y bien emboscados.

—Pero temo que al oír Piccolo Tonno esos disparos nos crea en peligro y se ponga en nuestra busca.

—¿Quiere usted que intentemos acercarnos a la caverna? No debe estar muy lejos.

—No sabemos por que lado nos buscan los piratas, y si dejamos el escondrijo, podemos darnos de mano a boca con ellos. Si tuviésemos fusiles, se podría intentar la retirada; pero con nuestras cerbatanas sería una imprudencia; que podría costarnos la vida. Estas armas son precisas para la sorpresa y para la emboscada, pero valen muy poco para la defensa. Hagamos un llamamiento a la paciencia y esperemos a la noche para dirigirnos a la costa oriental.

—Pero ¿y Piccolo Tonno?

—Debemos creer que no cometerá la imprudencia de salir de su guarida. Le he dicho que no se moviese hasta nuestra vuelta, sucediera lo que sucediese.

—¡Calle, señor; me parece que oigo voces hacia allá!

Escucharon atentamente, conteniendo la respiración y, en efecto, oyeron que hablaban varias personas en voz alta, muy cerca de los límites del bosque.

Los piratas debían de haber atravesado la plantación después de haberla registrado en todos los sentidos, y, por lo visto, se disponían a registrar la floresta, cosa no muy fácil, porque era inmensa, y además la isla tenía una superficie muy regular.

Sin embargo se dirigían hacia la montaña, en la creencia de que había alguna aldea o, por lo menos, cabañas que saquear en las mesetas de sus estribaciones.

Poco a poco las voces se fueron alejando hacia el Oeste, y el silencio volvió a reinar entre la espesura.

El señor Albani y el marinero, aun cuando deseaban ardientemente dejar aquel escondrijo y replegarse hacia la caverna, no se atrevían a moverse, por miedo a que hubiera por allí emboscado algún pirata.

Transcurrió una hora, después otra, y las voces no volvieron a oírse; tan solo los papagayos y los tucanes reanudaban sus chillidos en las cimas de los árboles más altos.

—¡Tentemos a la suerte, señor! —dijo Enrique—. Piccolo Tonno debe de estar muy inquieto viendo que no volvemos; además, me comería un bizcocho de muy buena gana.

—Sube a las ramas superiores, y mira si se descubre algo. El árbol es bastante alto y puedes ver lo que sucede, incluso en el sitio de la cabaña aérea.

Enrique no se hizo repetir la orden: agarrándose a las ramas, llegó a la copa del árbol y miró.

Como era uno de los más elevados, pudo ver fácilmente uno gran pedazo de la costa septentrional.

El «tia-kan-ting» estaba anclado en la cala, pero bajo las rocas. Habían desmontado un mástil, y en la meseta, cerca de la cabaña, varios hombres estaban cortando una planta de tronco derecho.

—¡Ahora comprendo porqué esos bribones han atracado! —murmuró el marinero—. Tienen que cambiar el trinquete.

Dirigió la mirada hacia las plantaciones de bambúes; las altas cañas estaban inmóviles, lo cual era indicio de que no la atravesaba nadie. Miró hacia la montaña y creyó ver formas humanas, que aparecían y desaparecían entre los grupos de árboles y las quiebras del terreno.

Satisfecho con sus observaciones, iba a descender, cuando vió en las lindes del bosque, a unos trescientos pasos de la espesura donde estaban guarecidos, un hombre que avanzaba reptando como las serpientes.

—¡Cuernos de ciervo! —exclamó.

Se dejó escurrir a lo largo del tronco y se acercó al señor Albani, que le esperaba lleno de ansiedad.

—¿Se han marchado? —preguntó.

—El grueso de la tropa, sí, marcha hacia la montaña; pero nosotros estamos a punto de que nos sorprendan, señor —respondió el marinero—. Uno de esos bribones ha descubierto nuestras pisadas, y se acerca.

—¿Uno solo?

—No he visto más. ¡Apresurémonos a huir antes que llegue!

—No, Enrique —repuso el veneciano—. Si nos descubre, dará la voz de alarma y atraerá la atención de los compañeros que hayan quedado en el barco.

—Entonces, ¿qué quiere usted? ¡No está a mas de trescientos pasos!

—Dejarle pasar.

—¿Y si ha descubierto nuestras pisadas?

—Peor para él, porque le mataremos —dijo Albani con voz resuelta—. Es preciso que no descubra nuestra caverna, o somos perdidos.

—¿Oye usted?

—Sí, una rama que se ha roto. ¡Déjame hacer a mí, Enrique!

El veneciano se había puesto a horcajadas en una rama sólida, y empuñó la cerbatana.

El pirata se acercaba arrastrándose a través del boscaje. Se oían las hojas secas y los crujidos de las ramitas al quebrarse, y se veía ondear suavemente la alta hierba.

Aquel hombre debía de haber descubierto las pisadas de los fugitivos, impresas en el húmedo suelo de la floresta, y las seguía sin desviarse. Tardaría muy pocos minutos en llegar cerca del árbol.

El señor Albani y Enrique, ocultos entre el follaje, contenían la respiración, pero aguzaban la vista para descubrir al enemigo. Ambos tenían las cerbatanas cerca de la boca.

De repente apareció una cabeza entre dos matas. Se levantó con lentitud, mirando con gran atención a las ramas de los árboles cercanos, después siguió avanzando, y su cuerpo todo quedó a la vista. El pirata tenía un largo cuchillo entre los dientes y en la diestra un fusil de chispa.

Los dos Robinsones, viéndose próximos a ser descubiertos no necesitaron más. Las dos flechas, tintas en el mortal veneno del «upas», partieron con un silbido apenas perceptible, hiriendo al hombre en el cuello y en el costado izquierdo.

Al sentirse herido, el pirata se arrancó furioso las dos ligerísimas cañas y de un salto se puso en pie, amartillando precipitadamente el fusil; pero las fuerzas le faltaron y cayó al suelo presa de espantosas convulsiones.

—¡Huyamos! —dijo Albani.

Se dejaron caer en tierra, y sin cuidarse de su enemigo, cuya muerte era indudable, huyeron a toda velocidad hacia el Este. Recorridos unos cincuenta metros, moderaron la marcha, temiendo que hubiese cerca otros piratas.

—¡Dos canallas menos! —dijo el marinero—. Repugna matar así, casi traición, a las personas pero de trata de salvar el pellejo, y no se debe de andar con escrúpulos. ¡A ver ahora si nos dejan llegar tranquilamente a nuestro refugio!

—No vayamos a extraviarnos en medio de estos bosques —dijo Albani—. El sol esta allí; está bien.

—¿Cree usted que habrán descubierto los surcos de la carreta?

—Si no han llegado hasta la costa oriental, no.

—He visto que varios hombres subían a la montaña; pero también pueden recorrer la costa.

—Entonces sorprenderán a los misteriosos individuos que perdieron la cápsula.

—Pero ésos tienen fusiles, y podrán rechazarlos fácilmente. ¡Ah! ¡Si se pudiera saber quiénes son, para unir nuestras fuerzas y arrojar a estos salteadores al mar!

—Sería preciso a atravesar la isla y perderíamos mucho tiempo. Además, no creo que se detengan aquí los piratas más que por unos breves momentos.

—He visto a los marineros de la embarcación cortar un árbol y bajar el trinquete.

—¡Ahora se comprende porqué han arribado! Alguna tempestad se lo habrá roto.

—Así lo creo yo también, señor Albani.

—Entonces dentro de dos o tres días volverán al mar y quedaremos libres. ¡Alto marinero!

—¿Qué ha visto usted?

—Alguien escondido en aquella espesura.

—¡Terremoto de Génova! ¿Otro pirata?

—No; me parece un animal.

¿Un tigre quizá?

—No lo sé, marinero. Armemos las cerbatanas, y esperemos a que se muestre.