EL «TIA-KAN-TING»
TEMIENDO que sus provisiones no estuvieran bastantes defendidas de las violentas lluvias que se acercaban, especialmente la fécula de sagú y los bizcochos, bajo los techos de caña y hojas que habían construido, pensaron que sería conveniente utilizar la caverna como almacén.
Amplia y seca, no había duda que era preferible la gruta a los almacenes de caña; y como no distaba apenas una milla, la lluvia no impediría a los náufragos ir hasta ella para aprovisionarse de lo que les hiciera falta siempre que quisieran.
Para preservar los bizcochos y las féculas de los insectos que buscasen refugio en la caverna durante las lluvias, construyeron recipientes circulares muy parecidos a pequeños toneles, utilizando gruesos bambúes, y cerrándolos perfectamente con una especie de goma extraída del «isondra gutta», planta que produce el caucho.
Llenos ya muchos recipientes, una mañana engancharon a la carreta, la babirusa y se pusieron en camino por la costa oriental, flanqueando las márgenes del bosque. Media hora después llegaban a la caverna, cuya entrada estaba enteramente cubierta por las plantas trepadoras.
Tomando grandes precauciones, por temor a encontrarse con otra «serpiente de anteojos», quitaron la cortina vegetal y entraron en el corredor con una vela encendida. Ya en la primera gruta, el muchacho que marchaba delante, se detuvo bruscamente, exclamando:
—¡Mil bombas! ¡Escorpiones! ¡Cuidado con los pies!
—¡Al demonio con los animales venenosos! —gritó el marinero, retrocediendo velozmente.
El señor Albani, que había dado varios pasos atrás, temiendo encontrarse con verdaderos escorpiones venenosos, bajó la vela que llevaba y vió un centenar de animalillos negros, bastante más pequeños que los escorpiones pero que se enderezaban agitando de un modo amenazador sus patitas anteriores.
—¡Eh! ¡Marinero! ¡Piccolo Tonno! —gritó.
—¡Huya usted señor! —repusieron Enrique y el muchacho, que ya estaban fuera.
—Amigos míos, no hay peligro alguno; no son escorpiones.
Los dos marineros, sabiendo por experiencia que el señor Albani no se engañaba nunca, volvieron a entrar pero, con cierto recelo.
—¿Conque no son escorpiones? —preguntó Enrique, deteniéndose en el extremo de la galería.
—No, amigo mío. Son insectos inofensivos, muy parecidos a nuestras lagartijas.
—Pero yo los he visto alzarse, tomando la actitud de los escorpiones.
—Esa es una manera de meter miedo.
—Pero ¿son tan trapaceros esos insectos, señor?
—Todos tienen sus mañas para defenderse.
—¡No lo hubiera creído nunca!
—Faltos los más de armas ofensivas, recurren a mil astucias, algunas veces curiosísimas. Por ejemplo, la araña lamigalodante, muy común también en Europa, para huir de los enemigos más fuertes que ella, hace una celdita y la cierra con una especie de tapón; escondida detrás de aquella puertecilla, espía su presa y la acomete si está segura de vencer; pero si se encuentra con un insecto más fuerte que ella, corre a su celdita y se adhiere al tapón para que no puedan quitarlo.
—¡Que cosa tan extraña!
—Hay otros todavía más listos —continuó el instruido veneciano, mientras Piccolo Tonno, con una escoba hecha con largas hojas, barría para fuera a los insectos—. Hay simples larvas, que para proteger su débil cuerpo lo cubren con una coraza formada de hilos casi invisibles que extraen de si mismas, tan tenues son; después cubren esa red con granitos de arena. Otras veces se revuelcan en el fango, que secándose, basta para protegerlas.
—¡Usted, señor, me cuenta cosas asombrosas! —exclamó el marinero—. ¡No hubiera creído nunca que seres tan pequeños fuesen tan astutos!
—Figúrate que hay coleópteros que, apenas se dan cuenta que los observan, contraen las patas y se dejan caer de costado fingiéndose muertos. Otras veces tratan de engañar cambiando de forma. El otro día observaba yo una hermosa mariposa, de color oscuro, que se había posado en unas hierbas altas; deseando cogerla, la perseguí largo rato, pues se me había ocultado, y la descubrí con las alas plegadas de tal modo que parecía una verdadera hoja seca.
—¡Miren que astuta!
—Señor —dijo el aquel momento el mozo—, la caverna está ya limpia.
—Todavía, no —dijo el marinero—. Hay que enterrar un muerto.
—¡Lava del Vesubio! ¿Un muerto? —exclamó Piccolo Tonno, revelando en sus ojos el asombro.
—Una especie de momia egipcia, que duerme desde hace veinte años. ¡No hay que ser melindroso, muchacho! ¡Vamos a enterrarla!
Entraron en la segunda caverna y se llevaron la momia, enterrándola al pié de un árbol; enseguida descargaron la carreta, haciendo rodar los recipientes del nuevo almacén.
—¡Estarán frescos! —dijo Enrique.
—¡Es una hermosa gruta! —dijo el mozo—. No vale lo que la gruta azul de mi golfo[9]; pero es muy amplia y cómoda, y hasta viviría en ella si tuviese luz.
Alargaremos aquel agujerillo y abriremos una ventana, Piccolo Tonno. Un poco de aire conservará mejor nuestros víveres.
Con el hacha que habían llevado consigo echaron abajo un trozo de pared sin hacer mucho esfuerzo, pues la peña era de toba volcánica y, por lo tanto, muy blanda abriendo una ventanita lo bastante grande para asomar la cabeza.
Aquella abertura estaba a veinte pies de una escollera que se extendía delante de la roca, y las olas, al romperse contra aquél obstáculo, lo salpicaban con su espuma.
Desde allí se veía un buen pedazo de la costa, del mar y de los viveros, pues formaba en tal punto de la isla una especie de ángulo muy agudo.
Mirando Albani hacia el Este, vió una larga serie de rompientes, que concluía al pie de un lejano islote, que parecía bastante grande, y que se hallaba a veinte o veinticinco millas.
Durante el día, los Robinsones hicieron varios viajes, transportando a la caverna gran parte de sus provisiones. Al caer la tarde cerraron la entrada de la galería con piedras grandísimas para impedir que penetrasen en el almacén los animales de los bosques. Hecho esto, volvieron a la cabaña aérea.
Hacía ya una hora que había caído la noche cuando llegaron a su vivienda. Cenaron aprisa, pues deseaban descansar y se acostaron; pero el muchacho, antes de hacer lo mismo, salió a la plataforma para retirar la percha que les servía de escala.
Iba a entrar en la cabaña, cuando, dirigiendo una mirada al mar, vió que brillaba hacia el Nordeste un punto luminoso, el cual se distinguía claramente sobre la oscura superficie del agua.
—¡Un farol! —murmuró estupefacto.
Comprendiendo la importancia que podría tener aquel descubrimiento, se precipitó en el interior de la cabaña, gritando:
—¡Corred, señor Albani! ¡He visto el farol de un barco!
El veneciano y el marinero saltaron de las hamacas y salieron a la plataforma, preguntando con ansiedad:
—¿Dónde?
—¡Allá lejos, hacia el Nordeste! —repuso el mozo.
—¡Terremoto de Génova! —exclamó el marinero—. ¡Efectivamente es un farol!
—Si afirmó el señor Albani, que parecía conmovido.
—¿Es una nave que se acerca a nuestra isla?
—Tal creo, Enrique.
—¿Acaso un barco europeo?
—No, porque llevaría dos faroles, uno rojo y otro verde, mientras que ese blanco me parece que arroja más luz que la que usan nuestros barcos.
—Es preciso hacer señales, señor, hay que encender fuego en la playa.
—No —dijo Albani, después de algunos instantes de silencio.
—Ya le comprendo —dijo Enrique—. Teme usted que nos embarquemos y que abandonemos esta isla. Pues bien, señor, se equivoca usted; yo no dejaré ya este pedazo de tierra, en la cual me encuentro tan a gusto que no deseo ninguna otra.
—Ni tampoco yo, señor —dijo Piccolo Tonno.
—No es ése el motivo, amigos míos —dijo Albani—. La prudencia es la que me aconseja que no llamemos por ahora la atención de esos navegantes.
—¿Qué teme usted? —preguntaron los dos marineros.
—Temo que tripulen esa nave gentes que estarían muy bien en los penoles del contrapapahigo. No hay que olvidar que nos hayamos en una región que recorren los piratas más sanguinarios del archipiélago chinomalayo y de las islas Zulú.
—¿Cree usted que esté tripulada por esos ladrones?
—También puede ser un honrado barco chino que vaya con rumbo a las Molucas, pues esas naves llevan un solo farol o una gran linterna suspendida en el trinquete: pero nadie nos asegura que no nos equivocamos. Sin embargo, amigos, si queréis, encended el fuego.
—¡Ah, no señor! —exclamaron Enrique y Piccolo Tonno.
—En ese caso esperaremos al alba. Reina una calma perfecta en el mar, y ese barco no estará lejos mañana.
—Diga usted, señor Albani —preguntó el marinero— ¿cree usted que los piratas de las islas Zulú sepan que existe esta isla?
—Frecuentando como frecuentan estos mares, es muy probable, Enrique.
—¿Y que desembarquen aquí también?
—Realmente, no sé que puede haber aquí que los atraiga.
—Quizás para repostarse de agua o para cortar algún árbol que necesiten.
—Sí; puede admitirse la suposición.
—En ese caso es preciso dejar la cabaña y ponerse a salvo en los bosques.
—O en la caverna —dijo Piccolo Tonno.
—Ciertamente —respondió el veneciano—. Suponiendo que esas gentes sean piratas y nos sorprendieran, nos harían prisioneros y nos someterían a esclavitud.
—Pero nos les daremos ese gusto. Tenemos flechas mortales y nos defenderemos. Por mi parte, esta noche no duermo.
—Basta con que vele uno por turno.
—Entonces yo haré el primer cuarto de guardia —dijo el mozo.
—Hay que tener muy abiertos los ojos, ¿eh? —dijo Enrique—. Al primer asomo de peligro, despiértame, aunque sea con un puntapié.
—No temas, marinero, no perderé de vista el farol.
El veneciano y el genovés, sabiendo que podían dormir con tranquilidad, pues velaba el muchacho, se acostaron. Una guardia de tres era inútil, y, además estaban cayéndose de cansancio.
Piccolo Tonno se sentó en el extremo de la plataforma al lado de «Sciancatello», y no cerró los ojos ni un instante. Para alejar el sueño, se pellizcaba los brazos con fuerza de cuando en cuando.
El farol del barco permanecía inmóvil, a una distancia de la isla de cinco a seis millas. Con la absoluta calma que reinaba, le era imposible al velero remontar la isla o aproarla.
El marinero sustituyó al muchacho poco antes de medianoche, y a su vez fue relevado por el veneciano hacia las tres de la madrugada. Sin embargo, los dos primeros, devorados por la impaciencia, no tardaron en ir a hacerle compañía, ya muy cercana la aurora.
Habiendo observado bien el farol, vieron que había ido acercándose de modo insensible; probablemente, la marea alta o alguna corriente empujaba la nave.
Hacia las cuatro de la mañana, el sol después de un breve crepúsculo, despuntó en el horizonte, alumbrando casi de un modo brusco el mar y el barco, que ya no distaba más de tres o cuatro millas.
Una sola mirada le bastó al veneciano para saber con que clase de embarcación tenía que habérselas. No era un barco común, sino una de esas barcas veloces y dos palos y grandes velas, con el costillaje muy bajo, llamadas «tia-kan-ting» y que usan los piratas y contrabandistas del mar meridional de la China y de Zulú.
—¡Lo había sospechado! —murmuró, arrugando la frente.
—¿Es un barco corsario? —preguntó el marinero, que también había reconocido un «tia-kan-ting» en aquella barca.
—Esta no es región a propósito para el contrabando —dijo Albani—. Amigos míos bajemos y pongamos en salvo nuestras riquezas. Si divisan esos tunantes nuestra cabaña, no dejaran de hacer una visita a esta parte de la costa.
En menos tiempo del empleado para decirlo bajaron a tierra. Pocas provisiones habían quedado bajo los cobertizos; aunque las hubiesen perdido, el daño hubiese sido de poca monta, pues tenían abarrotada la segunda caverna; pero les apremiaba poner a salvo a los animales y las aves que con tanto trabajo se habían proporcionado.
Engancharon la babirusa a la carreta, echaron dentro sus escasos trastos y pertrechos, como la vajilla de barro, los trozos de lona que aún quedaban de las velas, y otros objetos; ataron las aves que ya eran una veintena, y huyeron hacia la caverna, seguidos por los monos, que conducían a las dos pequeñas babirusas, y de «Sciancatello», que llevaba a los osos.
Un cuarto de hora tardaron en llegar a sus amplios almacenes subterráneos. Albani y el marinero dejaron a cargo del muchacho la tarea de colocar ñas cosas en su sitio, y ellos, armados con las cerbatanas y dos haces de flechas envenenadas, volvieron hacia la costa septentrional, con objeto de vigilar los movimientos del «tia-kan-ting».
Cuando llegaron a las márgenes de la plantación de bambúes, el barco empujado por una ligera brisa que soplaba del Nordeste, navegaba lentamente en dirección a la isla, puesta la proa hacia el lugar donde se levantaba la cabaña aérea. Ya no había duda alguna: la tripulación se disponía a anclar allí.
—¡Mil terremotos! —exclamó el marinero, arrugando la frente—. ¡Esa canalla ha descubierto nuestra cabaña, y viene a destruirla!
—No sabemos todavía cuales serán sus intenciones, Enrique —dijo Albani—. Pudiera suceder que viniesen en busca de agua o a cortar un árbol para reparar cualquier avería.
—¿Distingue usted aquel grupo de personas a proa?
—Sí, lo veo.
—¿No le parecen hombres de color?
—Sí; y, Además zuluanos y buguieses, porque no llevan los grandes sombreros de fibras de «rotang» que usan los marineros chinos.
—Entonces, son piratas.
—Esperemos para poder juzgarlos, Enrique —dijo Albani.
—¡Mire, señor!
—¿Qué es lo que ves?
—Dos culebrinas en el castillo, y dos cañones pequeños en las bandas.
Albani arrugó el entrecejo.
—¡Mala señal! —murmuró—. ¡Un «tia-kan-ting» armado no pueden montarlo más que piratas!
El pequeño velero continuaba avanzando hacia la caleta y flanqueaba la caverna marina corriendo bordadas. En la proa se veían algunos hombres medio desnudos, de color oscuro, armados de mosquetones, que debían ser de muy antigua fabricación.
En la popa, otros grupos, colocados detrás de las pequeñas piezas de artillería, parecían esperar una orden para dispararlas contra la cabaña aérea.
Cerca de la playa, y como a unos trescientos metros, el «tia-kan-ting» se puso al pairo. Echaron al agua una chalupa, tomaron puesto en ella diez hombres armados de mosquetes, y arrancaron hacia la caleta, pero tomando precauciones, como si temieran alguna sorpresa o ser víctimas de una descarga imprevista.
Aquellos individuos eran todos altos, bien conformados, y de coloración rojiza; tenían un poco aplastada la cara; los pómulos, muy salientes, los ojos algo oblicuos, pero muy negros, como también los cabellos.
Su vestimenta consistía en una simple camisa que les llegaba hasta las rodillas; en un ancho cinturón llevaban un arma blanca curvada, semejante a los «parangs» de los de Borneo.
A los pocos minutos, la chalupa aproó, y desembarcaron ocho hombres, que se dirigieron en silencio hacia la cabaña aérea.
El marinero y el señor Albani, ocultos entre la espesura de los bambúes, no los perdían de vista. Ambos parecían presa de gran emoción, pues temían ver destruida su vivienda, a la cual tanto cariño habían tomado.
—¡Si me la destruyen, ay de ellos! —dijo Enrique, echando resueltamente en la cerbatana una flecha envenenada.