CAPÍTULO XXI

UNA CÁPSULA EN MEDIO DEL BOSQUE

EN vista que se acercaba la estación de las lluvias, que en aquellas regiones ecuatoriales, dura varias semanas, sin interrupción apenas, los náufragos se pusieron a la labor de construir una carreta o un vehículo cualquiera donde conducir a sus almacenes las nuevas frutas descubiertas.

Ya a media tarde, grandes nubes negras, con los bordes cárdenos, se habían levantado hacia el Sur, rodando vertiginosamente por los aires, y deshaciéndose al cabo en furiosos aguaceros.

Antes de comenzar la difícil construcción, hicieron varios cobertizos para resguardar a los animales y un almacén capaz para contener las provisiones de seis meses.

Terminados estos trabajos, que requirieron varios días, pusieron mano en lo de la carreta, sirviéndose de bambúes muy gruesos, por carecer de sierra para hacer tablas. Y de gruesas fibras de «rotang», para unir de la mejor manera posible las diversas piezas.

Más de una vez se vieron obligados a interrumpir su tarea por la necesidad de arreglar los instrumentos. El hacha y los dos cuchillos, ya medio inservibles, no cortaban; recurrieron a enrojecerlos al fuego y rebatir el filo con piedras planas y gruesas.

Al cabo de cuatro días la caja ya estaba armada; pero faltaban las ruedas, y no sabían como hacerlas, pues no contaban con más herramientas que aquéllas, y aun aquellas eran imperfectas. Sin embargo probaron a cortar un árbol; pero el hierro del hacha saltaba en la fibra leñosa por falta de filo.

Desesperados, iban a renunciar al carro, cuando un día el muchacho, que se había alejado mucho a lo largo de las escolleras con objeto de cazar pájaros con liga, hizo un importante descubrimiento.

En una parte de la costa encontró verdaderas piedras areniscas, de medianas dimensiones. Regresó precipitadamente a la cabaña con la buena nueva. Ya se podía dar como resuelta la cuestión de las ruedas. El veneciano dejó a cargo del marinero el proseguir con los detalles que necesitaba el vehículo, y emprendió la construcción de una máquina de afilar.

Frotando una piedra contra otra y mojándolas a menudo, llegó a redondear una de ellas; enseguida la montó en un cajoncito; hizo una manivela, y por fin pudo afilar el hacha y los cuchillos de los marineros.

Manejando pacientemente aquellas armas, consiguieron cortar los pedazos de un tronco de árbol perfectamente circular y de gran diámetro. Naturalmente aquellas ruedas eran macizas, como las que emplean los bóers del cabo de Buena Esperanza; pero en cuanto a solidez podían darles ciento y raya.

El primero de octubre, los náufragos, después de haber hecho los correajes con la lona doble de una vela, engancharon la babirusa al carro. Aun cuando el animal se había domesticado bastante, gracias a los cuidados que le prodigaba Piccolo Tonno, se mostró rebelde en un principio; pero al cabo de algunos ensayos concluyó por acostumbrarse, y el muchacho se permitía el lujo de dar una trotada hasta la plantación de bambúes en compañía de los monos y de «Sciancatello», que con gravedad cómica empuñaba muy orgulloso una fusta que le había regalado Enrique.

Aprovechando la bonanza del tiempo, los Robinsones abandonaron aquella tarde la vivienda para ir al bosque a recoger las nueces de coco y las almendras de «cay-cay».

«Sciancatello», que los acompañaba, era el encargado de subir a los árboles; los dos monos, que ya no pensaban en escapar, se quedaron de guardianes en el recinto.

La babirusa marchaba muy bien; se había acostumbrado con gran facilidad al atalaje, y, guiaba por el muchacho, tiraba sin esfuerzo aparente de aquel primitivo carretón, que debía ser bastante pesado.

A la entrada del bosque se paró el vehículo. No era posible que penetrase a través de esa manigua; así, pues, el marinero, el señor Albani y «Sciancatello» se dedicaron a recoger las almendras y las nueces de coco, cuyos árboles no estaban muy distantes.

Se colocó en varios sacos la fruta, se transportaron éstos a donde estaba el carro y los cargaron en el vehículo.

En uno de aquellos viajes, el marinero hizo un descubrimiento muy extraño, que le preocupó hondamente. Al inclinarse hacia el suelo para recoger el cuchillo que se le había caído, le llamó la atención un pequeño objeto que brillaba entre unas hojas secas. Primero creyó que era un pedazo de vidrio o un trozo de mica; pero calculad su sorpresa cuando reconoció en dicho objeto brillante la cápsula de un fusil, todavía intacta.

—¡Señor Albani! —exclamó emocionado, como puede imaginarse—. ¡Mire usted!

—¡Una cápsula! —exclamó a su vez el veneciano, arrugando la frente—. ¿Quién la habrá perdido?

La cogió para examinarla, y le dio veinte vueltas entre los dedos buscando, aunque en vano, alguna señal, alguna marca, que le indicase su procedencia o la de la fábrica donde la hicieran.

—¿Qué dice de eso, señor? —preguntó el marinero.

—Digo —respondió Albani con voz grave— que alguien ha venido hasta aquí.

—Pero ¿quién?

—Veamos. ¿Estás seguro que no tenías ninguna en los bolsillos?

—Segurísimo, señor.

—¿Y Piccolo Tonno?

—Menos todavía, porque el capitán tenía siempre consigo la llave del armero de a bordo.

—Entonces en esta isla han desembarcado gentes y han venido a rondar por las orillas del bosque.

—¡Quién sabe cuanto tiempo hará de eso!

—Pocos días debe de hacer, Enrique, porque esta cápsula está tan reluciente como si acabasen de sacarla de la cartuchera. Si hubiera estado una sola semana ahí caída, la humedad de las noches la habría oxidado.

—Es verdad, señor. Pero ¿qué hombres serán los que han perdido? ¿Náufragos también?

—Si fueran personas honradas, habrían salido a nuestro encuentro, porque desde la margen de esta floresta se distingue perfectamente nuestra casa. Deben ser hombres que tienen interés en estar ocultos.

—Pero ¿quiénes? ¿Piratas de las islas Zulú?

—¿Quién puede adivinarlo? El humo y la luz que vi desde lo alto de la montaña indicaban su campamento; ahora estoy seguro de no haberme equivocado.

—¿Y qué querrán esos hombres? ¿Acometernos para saquearnos?

—Podría ser.

—Me pone en inquietud. Es preciso tomar una determinación, señor, no podemos vivir con la amenaza de que nos asalten de un momento a otro.

—Lo sé, y he tomado ya mi determinación.

—¿Cuál es?

—Construir una canoa y registrar toda la costa. Si esos hombres están acampados hacia el Sur, descubriremos su cabaña o su embarcación.

¿Y vamos a abandonarles nuestra casa aérea y nuestras provisiones?

—Cada uno de nosotros hará su guardia, Enrique, entretanto procuraremos fortificar nuestra pequeña posesión. Pero lo demás, espero que esos desconocidos no emprenderán nada contra nosotros mientras dure la estación de las lluvias. N nos cuidaremos por ahora de ellos y pensemos en abastecer bien nuestros almacenes.

Volvieron a proseguir la recolección de nueces y almendras, y cuando el carretón estuvo bien cargado, regresaron a su vivienda.

Sin embargo, por precaución, establecieron por la noche un turno de guardia. Ignorando los hombres que había en la isla, y mucho menos sus intenciones, la más elemental prudencia les aconsejaba la vigilancia.

A nadie se vió rondar por los alrededores de los recintos, ni en aquella noche ni en la siguiente. Sin duda alguna, los desconocidos no se atrevían a entrar por aquella parte de la isla, y quizá, y quizá, lo mismo que los náufragos, se alejaban, temiendo alguna sorpresa desagradable.

Mientras tanto, el veneciano y sus compañeros continuaban en la tarea de llenar los almacenes.

Todos los días iban al bosque, y regresaban con el carretón cargado de nueces de coco; de fruta de artocarpo; de almendras de «cay-cay», de plátanos, que ponían en conserva en el jarabe de la «arenga sacarifera», y con harina, para renovar la provisión de pan.

El veneciano había descubierto otras plantas que daban mejor harina y en más abundancia. Al pie de la montaña encontró por fin el sagú, que en un principio buscara con tanta obstinación.

Esos árboles, que crecen también en las islas indomalasianas, aun en estado silvestre, pues no necesitan de cultivo, alcanzan unos tres o cuatro metros de altura, tienen uno de grueso los troncos y los corona una gran cantidad de hojas enormes.

A los siete años se pueden cortar, y entonces dan muy cerca de ciento cincuenta kilogramos de una fécula casi blanca, muy semejante a la harina que produce el trigo. Dicha fécula se halla entre los intersticios de una espesa red de fibras. Se corta el árbol en pedazos, y con un poco una maza se hace caer la pulpa, se cierne con un poco de agua se forma una pasta, a la cual se le da la figura de panes.

Ligeramente tostada, esta harina puede servir como excelente sopa.

Los Robinsones hicieron una gran provisión de dicha fécula, tostando una parte de ella para que les sirviera de sopa. En aquellos días, el horno al cuidado del muchacho, transformado en panadero, no estuvo ni un instante sin funcionar.

Así que se llenaron los depósitos, el veneciano y el marinero se consagraban a fabricar velas con la cera de las almendras de «cay-cay» y a transformar en vino blanco y en aguardiente el agua azucarada y la pulpa tierna de los cocos, encerrando el líquido en recipientes de barro cocido para que se conservase mucho tiempo.

También hicieron aceite, y se permitieron el lujo de comer algún plato de cebollinos, cogidos del huerto; pero el aceite no duraba en buen estado más de dos o tres días, porque enseguida se enranciaba y su sabor se hacía intolerable. Encontraron un medio de sustituirlo con otro que no se alteraba en mucho tiempo. En la playa aparecieron tortugas marinas, las cuales se habían reunido para hacer la postura de huevos, y una mañana sorprendieron en un banco de arena, varias que estaban ocupadas en socavar el agujero que debía servirles de nido.

Mataron las mayores y derritieron en el fuego su grasa, que les dio gran cantidad de un aceite transparente y perfumado, más exquisito que la manteca.

Las otras tortugas las echaron en el vivero, después de cubrir éste con un enrejado de bambú, para impedir que se escapasen.

Así, provistos de todo, podrían esperar sin cuidado la estación de las lluvias.