CAPÍTULO XX

NUEVOS DESCUBRIMIENTOS

AUN cuando ya comenzase a reinar la abundancia en la cabaña, poseyendo, como poseían, una gran provisión de pan, un recinto o gran corral con animales pequeños y grandes, armas para procurarse más, licores y azúcar extraído de la «arenga sacarífera», los náufragos, como personas previsoras no dejaron de seguir trabajando.

El veneciano quería dotar a la microscópica colonia de otras muchas cosas que hacían falta, y acumular víveres suficientes para largo tiempo, en previsión de que les faltasen por alguna causa.

No teniendo por el momento necesidad de visitar la isla para cerciorarse de si estaba o no habitada; no pudiendo construir una chalupa sin antes encontrar piedras de afilar, para poner en condiciones de uso el hacha, que estaba casi inservible, apenas el marinero se encontró en disposición de poder andar, se dedicaron a diversos trabajos de carácter urgente.

Ante todo, alargaron el recinto para separar los animales, agrandaron la pajarera, pues había aumentado considerablemente el número de los pájaros, porque el mozo había hecho gran acopio de liga, extrayéndola del «giunta wan»; después se dedicaron a desbrozar un buen trozo de terreno para la plantación de las patatas dulces, que habían conservado religiosamente.

Los dos marineros fueron los que se ocuparon de los cultivos. Por su parte, el señor Albani se dedicó a explorar los bosques en compañía de «Sciancatello» buscando nuevas y útiles plantas que pudiesen servir a la pequeña colonia.

Había descubierto otras patatas dulces, una especie de cebollas exquisitas, tubérculos que se asemejaban a los rábanos, varias frutas de arctocarpo, del «bua mangha» («arctocarpus integrifolia»), que son de enormes dimensiones, pesando hasta cerca de sesenta kilogramos; «bua champandas», variedad más pequeña, pero más dulce y delicada, y la fruta del «tambul» («arctocarpus incisa» o árbol del pan).

El bravo veneciano había hecho asar aquella pulpa amarillenta en el horno, en la marmita y entre las brasas, y la había empleado con éxito en la fabricación de cierta pasta; una parte de ella la reservaba agujeros socavados en la tierra, después de haberla envuelto entre hojas de plátano.

Así conservada la pulpa se volvía un poco ácida después de cierto tiempo; pero no por eso era desagradable y servía para remplazar el pan.

Sin embargo de todo esto, no estaba contento nuestro hombre. Mientras sus compañeros, habiendo terminado el huerto, se ocupaban de hacer un profundo agujero cerca de las rocas de la playa, pues querían tener un vivero de peces, él proseguía recorriendo de un modo casi encarnizado la floresta, en busca de árboles considerados indispensables.

Por fin, un día los dos marineros le vieron radiante de alegría. Llevaba una especie de bola tan gruesa como la cabeza de un niño, cubierta de filamentos duros y rosáceos.

—¿Qué es lo que nos trae, señor? —preguntó el marinero.

—Lo que venía buscando con tanto empeño —respondió el veneciano—. Estaba seguro que al fin había de encontrarla en esta isla.

—Si no me engaño, me parece una nuez de coco.

—Sí, es una nuez de coco, Enrique. He descubierto como unos cincuenta cocoteros.

—Pero…, señor —dijo el marinero con aire de embarazo—. De veras, yo no se porqué se ha afanado tanto por encontrar nueces de coco. Contienen agua deliciosa, es una fruta que se come muy bien, pero en el bosque hay frutos mejores.

—Te equivocas, Enrique. Dime marinero: ¿no te gustaría beber en la mesa un buen vaso de vino blanco?

—Cierto que sí señor; y me asombra que me pregunte tal cosa. Hace ya algún tiempo que no bebo un poco del jugo que inventó Noé.

—¿Y un plato de cebolletas con aceite?…

—¡Terremoto de Génova! ¡Un plato de cebollas con aceite!… ¡Renunciaría a los pasteles!

—¿Y un buen vaso de leche?…

—¡Relámpagos!

—¿Y un licor que se parece al aguardiente?…

¡Truenos!

—¿Y tener una buena red para pescar, o un buen mosquitero?…

—¡Cuerno de ciervo!

—Pues bien amigo mío; estas nueces de coco nos pueden dar todo eso.

El marinero miró al señor Albani con los ojos desmesuradamente abiertos por el asombro.

—¿Usted bromea? —preguntó.

—No, Enrique; los árboles cocoteros son tan útiles como el bambú, o quizás más. Si tienes sed, coges una nuez todavía verde, y encontrarás dentro agua fresca y azucarada. ¿Quieres aceite? No hay mas que exprimir la pulpa de una nuez madura; pero es necesario no dejarlo enranciarse, porque adquiere un gusto desagradable para los europeos, mientras que para los malayos es un placer más. Si quieres leche, basta con mezclar la pulpa con agua. Si quieres vino blanco, se pone al sol el líquido, se deja fermentar, y cátate el vino hecho. Si, además quieres aguardiente, no hay más que filtrar la leche a través de un lienzo, y dejarla fermentar cierto número de días.

—¿Y las redes?

—Las ramas tiernas están rodeadas de filamentos muy finos y resistentes, que pueden emplearse como el hilo. Un gran número de pueblos se sirven de ellas para hacer unas redes muy bonitas, y con los filamentos que envuelven la fruta tejen cortinas y cubrehamacas, hacen cuerdas y una tela un poco gruesa, es verdad, pero resistente.

—Ahora si que tenemos asegurada nuestra vida, señor Albani —dijo el marinero que parecía estallar de contento—. ¡Redes! Yo sé hacerlas, y cogeré pescados para llenar cien viveros. ¡Eh! ¡Piccolo Tonno! Da un viva o doy cuatro saltos mortales y me desnuco.

De repente, se interrumpió, se rascó la cabeza varias veces con aire de vacilación, y acercándose al señor Albani, dijo:

—Escúcheme, señor. Usted que sabe encontrar tantísimas cosas útiles para nosotros, ¿no podría ver si en esta isla crece alguna planta de tabaco? ¡Por Baco! Hace un mes que no echo una bocanada de humo, ni pongo entre los dientes una mísera colilla.

—Me pides una cosa imposible —dijo el veneciano— en estas islas no crece el tabaco ni en estado salvaje; pero se puede sustituir.

—¿Con qué, señor? —preguntó el marinero con los ojos encandilados.

—¿Sabes que es lo que mastican los malasianos?

El «siri».

—¿Has probado a masticarlo?

—Nunca, señor.

—Pues no es malo aunque ennegrece los dientes, y es menos venenoso que el tabaco. Lo usan todos los pueblos de la Malasia, de Indochina y aun de la India meridional ¿Quieres probarlo?

—¿Sabe usted prepararlo? ¡Ah! Si pudiéramos encontrarlo, lo probaría.

—Entonces, sígueme. Dedicaremos este medio día a preparar el «siri».

El veneciano condujo al marinero a la floresta, y se detuvo ante una hermosa palma, que tenía las hojas en forma de abanico, del centro del cual colgaban racimos de nueces de color oscuro.

—¿Qué clase de planta es ésa? —preguntó el marinero.

—Una palma «pinang», y esas nueces, las llamadas «areca» se emplean en la fabricación del «siri».

Abrazó la palma y la sacudió vigorosamente, haciendo caer una lluvia de nueces ya muy maduras.

Hallábase recogiéndolas, cuando descubrió un arbusto trepador adherido al árbol gumífero joven.

—¡Ta! —exclamó—. Sin buscar tanto, tenemos a la mano las aromáticas hojas del «betel».

—¿Dónde están? —preguntó el marinero.

—Coge algunas hojas de aquella planta trepadora. Ahora no hace falta más que un poco del jugo amargo y astringente del «gambir». Si no recuerdo mal, he visto estos árboles cerca de la…

—¿Qué es?

El veneciano no respondió; con la cabeza levantada, miraba con gran interés algunas plantas de elevado tronco y de majestuoso aspecto, en que antes no había reparado.

—¿Qué es, señor? —preguntó el marinero, sorprendido de no haber recibido respuesta.

—Enrique, hemos hecho un descubrimiento extraordinario —dijo Albani—. Ahora ya no nos faltará ni luz.

¡Luz!…

—Sí, Enrique. La estación de las lluvias no está lejos, y me desesperaba pensando en que nos veríamos obligados a pasar las largas noches sin un poco de luz.

Pero ¿dónde ve las velas? ¿Ha descubierto alguna otra colmena?

—Mejor todavía, Árboles que producen cera.

—¡Cuerno de rinoceronte!… ¿También hay árboles que producen bujías?

—Mira aquellos árboles.

El marinero miró, y descubrió un grupo de árboles colosales, de más de cuarenta metros de alto, y de un diámetro de un metro veinte o un metro treinta centímetros, cubierto de grandes y múltiples hojas, en medio de las cuales se divisaban unas frutas parecidas a las ciruelas.

—¡Qué gigantes! —exclamó el marinero—. ¿Cómo se llaman?

—En Indochina se llaman «cay cay».

—¿Y donde está la cera?

—Dentro de la fruta.

—¡Oh! ¡Que cosa tan extraña!

—Cuando esté madura la fruta, y lo está ahora, se coge, se pone al sol hasta que la pulpa se deshaga naturalmente, no quedando más que la cáscara. Entonces se quiebra ésta y se recogen las almendras o semillas, que son las que contienen la cera.

—¿Y es parecida a la de las abejas?

—Más crasa, pues parece manteca endurecida. Las almendras se meten primero en un mortero de madera o de piedra y se machacan bien, hasta reducirlas a pasta; enseguida se calienta, y se exprime hasta hacer salir la cera.

—¿Y se saca mucha de una almendra?

—Para un kilogramo hacen falta quinientas.

¿Y arde bien?

—Admirablemente; no huele, y da una luz muy viva.

—¿Se comercia con esa cera?

—Sí, por cierto. Se hacen panes de dos o tres kilogramos, que se venden a buen precio. La cera que se obtiene es al principio amarillenta, pero al contacto del aire, poco a poco, blanquea; así las bujías que se fabrican con esa cera vegetal son de tan bonito aspecto como las otras.

—¿Sabe, señor, que es una cosa maravillosa? Yo no sabía que hubiese árboles que hiciesen el oficio de las abejas.

—Hay otros, especialmente en América del Sur; pero en esos la cera se encuentra debajo de la hojas, en forma de laminillas muy finas.

—Es preciso venir a buscar esas almendras.

—Sí, Enrique; y también las nueces de coco, antes de que maduren demasiado.

—¿Cómo nos arreglaremos para llevar tantas cosas a la cabaña? Se necesitarán quince días.

—Lo sé. Es preciso construir un vehículo.

¿Una carretilla?

—Alguna cosa mejor y más capaz. La babirusa empieza a domesticarse, la haremos que nos sirva de asno.

—Bonita idea, señor Albani, Pero… ¿y nuestro «siri»? ¿Hacen falta más cosas para prepararlo?

—Me olvidaba de la «uncaria». Vamos a ver allá abajo, en aquel grupo de plantas.

Se dirigieron hacia el extremo del boscaje, y entre varios grupos de árboles descubrieron la planta deseada.

El veneciano hizo una incisión en el tronco, y en un platito de arcilla se recogió el jugo que destilaba.

—El «siri» estará dispuesto para esta noche —dijo—. Basta con reducir a polvo las nueces, mezclarlo bien con el jugo concentrado de la «uncaria gambir» y liar la pasta con un pedacito de hoja aromática de «betel». Los malayos, para hacer más picante el «siri», lo mezclan con un poquito de cal viva, que obtienen calcinando conchas; pero es preferible sin ese aditamento. He aquí tu tabaco marinero; creo que te habituarás pronto a él y que estarás contento.