LA BABIRUSA
EL sueño del marinero se prolongó hasta el mediodía, siempre de un modo regular y tranquilo.
Cuando abrió los ojos, el bravo genovés parecía absorto de verse acostado bajo aquella improvisada tienda, entre sus dos compañeros y «Sciancatello», que se había acurrucado a sus pies, como si adivinase que se hallaba enfermo su amigo.
—¿Que es lo que hacemos aquí? —preguntó, mirando al señor Albani y al mozo, que le observaban sonriendo.
Pero se acordó enseguida de cuanto había sucedido.
—Pero ¿yo no estoy muerto? —exclamó—. ¡Ah! ¡Señor Albani, le debo la vida!… ¡Mi Piccolo Tonno, no creí volver a verte!
—¿Cómo estás? Preguntó el veneciano, apretándole afectuosamente una mano.
—Estoy muy débil, pero muy débil, señor, y me parece que tengo vacía la cabeza. Mas me veo vivo, y esto me basta. Todavía siento agudos dolores en la pierna mala; pero ¡bah!, ya pasarán. ¡Terremoto!… Me ha abrasado usted las carnes.
—Era necesario, Enrique, si no hago eso, corrías el peligro de morir en el espacio de un cuarto de hora.
—Antes de abandonar a usted, preferiría perder las dos piernas.
—Basta —dijo Albani, viendo que el marinero hacía esfuerzos para poder hablar—. Tómate esta taza de caldo, y vuelve a cerrar los ojos. El reposo te hará bien.
—También lo creo, señor. Siento que de nuevo me invade una somnolencia irresistible.
Bebió la taza de caldo, tomó unos sorbos de «tuwak» y volvió a tenderse. Pocos minutos después, se quedó dormido; pero ya no era sopor, sino un sueño verdadero.
Durante todo el día, el señor Albani y el muchacho estuvieron junto al herido, velándole, acompañados de «Sciancatello», quien, viendo de aquel modo a su amigo, suspiraba de cuando en cuando.
A la caída del sol, el marinero que se sentía menos débil y con apetito, comió un muslo de tucán y un bizcocho, regando la cena con un nuevo y largo trago de «tuwak».
Sus compañeros estaban contentísimos por la rapidez con que iba la curación, verdaderamente prodigiosa. El mismo marinero, que por la mañana se creía muerto, estaba asombrado.
—Casi estoy por creer que las «serpientes de anteojos» no son tan venenosas como afirman los viajeros —dijo—. Debí haberme muerto en un cuarto de hora, y estoy más vivo que antes.
—Puedes dar gracias a esa pobre ardilla, que recibió antes que tú la provisión del veneno del reptil —dijo Albani—. Sin esa casualidad afortunada, estarías muerto.
—¿A pesar de la cura que me ha hecho usted?
—Esa cura es buena contra las mordeduras de las víboras, pero puede muy poco contra las de las «serpientes de anteojos», y de las serpientes llamadas «del minuto».
—Pero ¿dónde tienen almacenado el veneno esos condenados reptiles?… ¿En los dientes?
—En una glándula, del maxilar superior, basta con una ligera presión para que el líquido mortal descienda a través de los dientes por dos canalillos que los perforan.
—¿Y se muere siempre?
—Siempre no, pues eso depende de la mayor o menor cantidad de veneno que inyectan en la herida. Una pequeña dosis solo causa una enfermedad breve, o graves disturbios que después de un tiempo pueden ocasionar la muerte. Otras serpientes también venenosas, producen enfermedades muy extrañas, pero no matan. Sueños, hinchazones dolorosas, que se reproducen todos los años en la época en la que se sufrió la mordedura; erupciones y flictenas que duran varios meses, causando dolores de cabeza, debilidad general y opresiones en el corazón.
—Y cuando se recibe todo el veneno, ¿se muere pronto?
—Sí; la «minuto snake» o «serpiente del minuto» que es una de las más pequeñas, pues no tiene más de veinte centímetros de longitud, mata ordinariamente en noventa segundos; la de «anteojos», como ya te he dicho en un cuarto de hora; la de «cascabel», en quince minutos también, y a veces en dos solamente; la «serpiente de Java» en cinco minutos; sin embargo algunos mordidos vivieron diez y hasta dieciséis días; la «víbora» europea puede matar a un niño en una hora, pero un adulto vive varias semanas.
—¿Es verdad que el veneno se puede beber impunemente?
—Algunas veces, sí; sobre todo, cuando el estómago no ha terminado de hacer la digestión; pero siempre es peligrosísimo, porque si se mezcla con la sangre por medio de alguna heridita, por pequeña que sea, es mortal. Además no todos los venenos se pueden deglutir. Hay algunos tan activos, que basta con que se bañe en él un dedo para sentir ligeros síntomas de intoxicación. Especialmente los de los reptiles tropicales, muy fácilmente se absorben por los poros de la piel. Pero basta de serpientes, amigo mío; vuelve a acostarte, y mañana, si puedes moverte nos volveremos a nuestra cabaña aérea.
—Cojeando pero ya verá como si puedo moverme, señor Albani. Me parece que ha transcurrido un mes desde que nos pusimos en camino.
—Hasta mañana, pues.
Piccolo Tonno había encendido fuego para alejar a las fieras, pues había descubierto en aquél extremo del bosque pisadas que parecían de tigres, se sentó fuera de la tienda, junto al «mias», e hizo su cuarto de guardia.
El señor Albani se acostó ceca del marinero, que ya comenzaba a roncar, a pesar de haber dormido todo el día.
Durante la noche no hubo más que una pequeña alarma en el último cuarto de guardia, causada por haber visto que rondaban grandes siluetas próximas al bosque; pero bastó con la presencia del «mias» para ponerlas en fuga.
Cuando despertó Enrique, parecía ya perfectamente curado; tan solo la pierna estaba un poco hinchada, y la llaga que le causara la quemadura le producía dolores agudos.
Sin embargo, quiso marchar, pues deseaba mucho volver a ver la cabaña, y, sobre todo el horno, para hacer los famosos pasteles.
«Sciancatello» y el mozo se encargaron de la tienda, de las armas y de los víveres, y Enrique, apoyándose ene l brazo del señor Albani, dio animosamente la señal de partida. Cojeaba bastante, y de cuando en cuando palidecía, por la violencia del los espasmos que soportaba; pero no se le oía quejarse.
Deteniéndose cada doscientos o trescientos pasos, con objeto de que reposase el herido, a las nueve ya habían llegado a unos quinientos pasos de la cabaña aérea, alrededor de la cual volaban chillando, bandadas de papagayos, de plumas pintadas de mil colores, y multitud de golondrinas marinas.
Se habían detenido para conceder a Enrique el último momento de descanso, cuando vieron a los dos monos tirar los palos de sostenimiento de la tienda y detenerse cerca de un agujero socavado en las lindes de la plantación de bambúes con objeto de cazar grandes animales.
Los dos cuadrumanos parecían presa de una viva agitación; gritaban, saltaban alrededor del agujero y levantaban y agitaban sus largos y peludos brazos.
—¿Qué es lo que sucede allá abajo —preguntó el mozo—, que parece que nuestros monos quieren dar una voltereta en el trampolín?
—¿Se habrá caído en la trampa uno de su especie?
—Si fuera un mono no le costaría trabajo saltar afuera —repuso el veneciano.
—Pero gritan sobre uno de los agujeros que hemos hecho para cazar animales grandes, señor Albani —dijo el muchacho.
—¡Alguna fiera habrá caído! Apresuremos el paso, amigos, y preparemos las cerbatanas, pues pudiera ser algún tigre.
Alargaron el paso, llevando medio en vilo al marinero, y en pocos minutos llegaron al agujero, y se asomaron a ver que había en él. Como había supuesto el veneciano, la ligera cubierta de cañas que cubría la trampa había cedido al peso de un animal corpulento que se encontraba prisionero en el fondo del pozo.
Era del tamaño de un ciervo, pero se parecía por la forma a un cerdo, aun cuando tenía las patas mucho más largas y delgadas. Su cuello era grueso como el de este último animal, y el hocico saliente, pero armado de dos dientes o colmillos, retorcidos y fuertes, que partiendo del maxilar superior, le subían en curva hasta los ojos. El pelo lo tenía lanoso y corto, y de color ceniciento.
—¿Qué animal es? —preguntaron el marinero y el muchacho.
—Una babirusa —respondió Albani—. Forma un grupo particular de la familia de los cerdos.
—¿Y su carne es buena? —preguntó el marinero.
—Se parece a la del cerdo.
—¡Mire usted, señor! —exclamó el muchacho—. Hay también otros dos pequeñitos.
—Bueno —dijo el veneciano—. Ya comienza a poblarse nuestro reino: dos osos, tres monos, tres babirusas, una pajarera regularmente repleta… En tres semanas hemos logrado más de lo que podíamos esperar, pues la pitanza la tenemos asegurada. A la cabaña Piccolo Tonno; celebraremos el acontecimiento y la curación de nuestro valiente Enrique con un banquete.
—Y yo les ofreceré pasteles —dijo el marinero—. «Sciancatello» supongo que habrás respetado la miel…